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El patio de mi vecino…

Uno de esos días en los que celebro los cultivos que llenan el patio de Robinson (tal es el apellido del vecino), me invita a pasar, pues quiere mostrar lo último que ha sembrado: una decena de ñames en viejos tanques de 55 galones semioxidados.

Es uno de esos momentos mágicos en los que se puede ser testigo de la gracia y agudeza con las que un problema grave (necesidad de producir alimento) es resuelto por el afán innovador que emana de la sabiduría popular.

Debo aclarar que vivimos en Cojímar, espacio de la capital donde alcanza con palear unos centímetros para tropezar con roca compacta y dura; de modo que –para cultivos como ese– se hace necesario traer la tierra, prepararla, buscar esos tanques que otro cualquiera creería inservibles, sembrar en ellos y luego dedicar largas semanas al cuidado de este inesperado huerto.

En el extremo opuesto de esto, a lo cual acabo de categorizar como «mágico», aparece la memoria de una conversación –que sostuve con otra persona– a propósito de la posibilidad de un mayor desarrollo de la agricultura urbana en este poblado marino en el que, como ya dije, vivimos mi vecino Robinson y yo.

«Las tierras de aquí no sirven», respondió, de manera lapidaria, mi interlocutor, solo que en aquella ocasión se trataba de alguien que, alguna vez, tuvo una importante responsabilidad como directivo en la localidad.

¿De qué modo compaginar la chispa creativa del cultivador humilde y la negativa con la que fue respondido y desvalorizado mi interés? ¿Cómo es que la tierra útil para el productor a pequeña escala, es –al mismo tiempo– considerada inútil por quien tiene que dar solución al problema alimentario de toda una comunidad? ¿Cuál papel corresponde, o pudiera corresponder, a las decenas de miles de pequeños productores individuales (que ya lo son, como mi vecino)? ¿De qué modo son plantadas las escalas o niveles de alternativas en un país que necesita, a la misma vez (y a velocidad acelerada) abandonar la crisis, instalar toda su estructura en un punto de estabilidad que le (nos) resulte duradera y generar desarrollo? ¿Cómo pueden participar todos o, aunque sea, una mayoría o cantidad altamente significativa? ¿Por cuántas vías diferentes y dentro de cuáles arquitecturas (barriales, comunitarias, locales, territoriales) aún por descubrir?

Soy hijo de un ingeniero agrónomo, de modo que la conversación acerca de la calidad de la tierra y los procesos productivos estuvo siempre dentro del ambiente en el cual crecí.

Desde la misma infancia escuché, de él y de sus compañeros, expresiones y palabras tales como: hidropónico, riego por goteo, abono orgánico, microindustrias en el lugar mismo de cultivo, exportación directa, refrigeración y conservación.

Hoy día, a la luz de nuevas concepciones, se trata de temas hondamente imbricados con la creación/construcción de todo grado de asentamientos humanos resilientes, palabra esta última que necesitamos y deberíamos analizar, entender, multiplicar e introducir en los más diversos procesos y estructuras de nuestra vida.

Esto se traduce en la articulación de pueblos, ciudades, municipios, regiones, territorios y, en fin, países que han sido diseñados y estructurados con la intención de que sean conjuntos capaces de enfrentar, resistir, superar condiciones y eventos adversos; no solo con la menor cantidad/calidad de daños experimentados, sino manteniendo a salvo la capacidad creativa/regenerativa y el movimiento hacia el desarrollo.

Confieso que me obsesiona y fascina, desde los ángulos más variados, el tema de la resiliencia; a un punto tal que numerosas dudas y preguntas que tengo corren hacia allí. Para escribir el presente texto, de hecho, he pasado días leyendo sobre agricultura vertical, sistemas de riego con ahorro de agua, huertos urbanos y otras cuestiones conexas.

En sentido general, los textos relacionan estas prácticas con amenazas como el cambio climático y el aumento de las migraciones (internacionales e internas, dentro de los países); a estas fuerzas que propician desequilibrios habría que agregar el impacto del tipo de convulsión global provocada por la COVID-19 (así como de otras enfermedades de idéntica o mayor magnitud que los expertos estiman probables) y, desde nuestras perspectivas, la obligación de fortalecer la soberanía alimentaria por elementales motivos de seguridad nacional.

Como parte del diálogo, que nunca ha concluido, con mi padre, invito a la lectura de unas líneas que tomo del volumen Cultivando mejores ciudades. Agricultura urbana para el desarrollo sostenible, de Luc J. A. Mougeot, quien –para la fecha de aparición del libro, año 2006– era especialista principal del programa nombrado Ciudades alimentando personas en el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo, con sede en Ottawa.

Elijo esta cita porque, a pesar del tiempo transcurrido desde su formulación, sigue siendo una de las exposiciones más bellas al respecto que conozco:

«¿Dónde tiene lugar toda esta agricultura urbana? Además del cultivo en patios traseros, hay producción agrícola y pecuaria en techos y alféizares de ventanas, al borde de los caminos, al margen de los ferrocarriles, debajo de cables de alta tensión, dentro de áreas de servidumbre, en zonas ociosas de predios industriales, en laderas empinadas y a orillas de ríos, así como en terrenos de escuelas, hospitales, prisiones y otras instituciones. Hay acuicultura en aljibes, estanques y rediles en ríos. (…) En resumidas cuentas, la agricultura urbana está en cualquier parte y dondequiera que las personas puedan encontrar, aunque sea, un espacio muy pequeño, donde criar algún animal o sembrar unas pocas semillas».

Necesitamos cruzar un pensamiento semejante con la obligación de alcanzar y fortalecer la soberanía nacional alimentaria. Publicar mucho más sobre todas estas materias, así como abrir espacios para la superación de quienes se atrevan a la aventura en este campo; materiales de alcance muy amplio, elaborados con lenguaje sumamente comprensible y colocados, muy especialmente, en las unidades territoriales más simples: el consejo popular, el barrio, el CDR.

Necesitamos directivos que vayan más allá de lo posible y evidente, para entonces abrir espacio a la inventiva y a la imaginación. Pasar de los esquemas fundados en lógicas de consumo asentadas en importaciones crecientes, a lógicas que impulsen la resiliencia y contribuyan a reducir la presión sobre aparatos gubernativos, estatales y partidistas.

Abandonar y transitar desde los modelos que solo saben administrar/manejar niveles altos de la escala, hacia aquellos puntos de la trama socioeconómica donde se pudiera juntar, de modo armónico, a productores, distribuidores, almaceneros, transportistas, vendedores, elaboradores y consumidores.

Esto último, en todas las conexiones concebibles de la complejidad y de las formas de propiedad, tamaño de la extensión de tierra involucrada (desde una granja hasta un grupo de pomos plásticos rellenos de tierra en una iniciativa humilde de agricultura vertical) y tipo de cultivo (de alta relevancia en la alimentación, como el arroz o frijol, o de carácter accesorio, como el tilo o la manzanilla).

Por cierto, pocas semanas pasaron de aquella excursión al patio y mi vecino apareció trayendo de regalo un lindo ñame.

¡Mil gracias, vecino: estaba riquísimo!

 

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