HAVANA WEATHER

Los días repetidos

El dolor

Los músculos del tobillo le empiezan a dar tirones por dentro, hasta el muslo, como un calambre, pero más agudo. Ella cree que es el efecto de un mal gesto. Se pone fomentos. Toma calmantes. El dolor empeora.

Todo cambió ese día de diciembre de 2010. Pasaron muchas cosas que la dejaron sumida en la inercia donde estaba cuando la conocí, en 2019, que es la misma inercia de hoy, la siguiente:

Después de las 11 de la mañana su día es largo y pesadamente lento. En la cama ve Facebook, juega en el móvil, se escribe con cualquiera. A veces postea fotos y el día se le acaba contando likes. Ese es el objetivo. Que pase un día para que otro empiece.

Hubo que comprimir toda la sala para acomodar la cama, que deja poco espacio a dos butacas. La cama, de hierro, está levantada en una esquina y llena de cajas con estambre, agujas de tejer, zapaticos y tapetes que hace ella misma. El ventilador en una silla, las pastillas, el teléfono. Es una bendición que suene el teléfono, hablar con la gente. Cuando servía el televisor al menos miraba los programas del mediodía. Ahora es otro aparato roto en el multimueble. A este edificio, el 61 de la calle Aramburu, Centro Habana, los demás edificios le tapan la brisa del malecón. La escalera es estrecha y hace curvas entre un piso y otro.

Nayivi distingue las voces de los vecinos y el sonido de las llaves de su madre. Distingue el ruido del camión de bomberos aunque no traiga la sirena puesta. Después de las 11 de la mañana, hasta las cinco de la tarde, se sienta, se voltea, se recuesta. Orina en un catéter. Mira el móvil. Se toma 11 pastillas: ibuprofeno, amoxicilina, multivitamínicas. Mira el móvil. Se sienta, se recuesta. A veces se la tragan las paredes.

***

Llegó un momento en que no podía mover la pierna. Y eso que un ortopédico le había confirmado su teoría de la contracción muscular. Y eso que ella no había dejado de hacer reposo; todo el reposo posible que puede hacer la madre soltera de un niño de seis años: dejar el gimnasio, pausar el trabajo, levantarse para atender al niño y solo para atenderlo, porque nadie la ayudaba con eso. Ella era la mujer de la casa y le tocaba lo doméstico: limpiar y demás tareas que dejó de hacer para descansar la pierna mientras el niño estuviera tranquilo.

Aquel apartamento del tercer piso era prácticamente dos casas en una. El padre y el hermano de Nayivi vivían en un cuarto y ella con su hijo Thiago en el otro. Compartían sala, el baño y la cocina, pero se hablaban poco porque el padre toma mucho ron y se pone histérico, con el sainete de que él es el dueño de la casa y de que hay que respetarlo. El padre, Mario, 60 años, obeso, operador A de teléfonos públicos, a quien no he visto reír ni en las fotos. Por eso ella pintaba uñas a domicilio, porque a él no le gustaba el entrisale. Por eso nunca visité la casa después de las cinco, que él llega del trabajo. Y por eso su madre llevaba años viviendo con otro hombre en Alamar, al este de La Habana.

Nayivi también tenía otro hombre que no era el padre de Thiago. Ese apareció una vez, le regaló un par de medias al niño y se volvió a perder. No le ha dado nada nunca. Ni el apellido. Thiago Rangel Claro tiene los apellidos de su madre. Este otro hombre, Lázaro, tenía 23 años y vendía comida en un quiosco en La Piragua. Nayivi tenía 26 años, el pelo negro suelto por la espalda, y vendía comida en un quiosco en La Piragua cuando no hacía manicura. Era una historia romántica.

Cuando no pudo mover más la pierna recién cumplía dos meses con Lázaro, era 3 de enero de 2011 y era el día número 25 con ese dolor, que luego los médicos describieron como “debilidad muscular del miembro inferior derecho”. La llevaron en taxi al hospital Calixto García. Antes había ido al Ortopédico y también al Neurológico, al Hermanos Ameijeiras y a otros tantos. Sabía bastante bien el funcionamiento de los hospitales porque había trabajado en esterilización del Ameijeiras y en la ropería del Oncológico; porque Minervis, su madre, fue enfermera, aunque hoy es celadora de un museo.

Nayivi y su madre Minervis (Foto: Hansel Leyva Fanego).

***

Al final de este capítulo Nayivi saldrá del salón con sonda vesical. Sin sensibilidad de la cintura para abajo. Y nunca volverá a caminar sola. Lo más que hará será dar unos pasos con las muletas de aquí a varios años.

Al inicio del capítulo el hospital Calixto García:

Como era enero había un frío terrible y eso acentuaba el dolor. Era raro: a veces no sentía nada y a veces no sabía si era en el pie izquierdo o en el derecho o si era en los dos.

Primer examen físico: pérdida parcial de movilidad, disminución de los reflejos y pérdida de sensaciones, todo eso en el miembro inferior derecho. Después de una larga lista de trámites, radiografías, papeles, resonancias; después de mantenerla ingresada por una semana y pico; después de una larga charla grupal sobre los resultados de los análisis, que mostraban en su columna un bulto impreciso y blanco, lo que en medicina se llama “imagen hiperdensa intrarraquídea”, el colectivo de neurocirugía decidió hacer un abordaje quirúrgico. Antes de eso, la doctora Diana Menéndez Ramírez, al frente del equipo médico, informó a los familiares que la paciente tenía un tumor, pero que hasta que no se le operara no se sabría si era maligno.

La intervención se llevó a cabo el 12 de enero de 2011. Encontraron la masa tumoral, que describe el resumen de historia clínica como “roja-negruzca y bastante vascularizada”, con “zonas de necrosis en su interior”. Intentaron extraerla. Pero antes de la mitad del proceso empezó un sangramiento incontrolable, tan fuerte que hubo que cerrar todo rápido. Ella empezó a recuperarse bien, pero ocho días más tarde otra crisis: una lumbalgia que solo se le alivia con opiáceos y amicodex. “Atrofia marcada de la musculatura de ambos miembros inferiores”, dice el resumen. “No hay control del esfínter vesical ni del anal”.

El 7 de marzo de 2011 el colectivo de neurocirugía emitió un diagnóstico definitivo:

  1. Enfermedad neoplásica (tumor) multiórganos (distribuido en varios órganos).
  2. Adenocarcinoma (tumor canceroso que aparece en las células glandulares que revisten algunos órganos internos) poco diferenciado (agresivo) metastásico, intrarraquídeo (en el canal vertebral), lumbosacro (región sacra y lumbar, partes terminales de la columna), sin primario definido (no se define el origen del cáncer).
  3. Metástasis pulmonar bilateral.
  4. Paraparesia residual (disminución de la fuerza, en este caso, de los miembros inferiores, como consecuencia de complicaciones en la operación).
  5. Vejiga neurogénica atónica (disfunción de la vejiga).

Nayivi apenas se enteraba de las cosas. Minervis se hizo cargo de casi todo. Años después le cuenta:

–Ese día [la doctora Diana Menéndez Ramírez] sale del salón buscando a la familia, nos dijo que era un tumor maligno.

Cáncer.

–Fue catastrófico.

Con metástasis en los dos pulmones.

–Antes de darte el alta nos reunieron a toda la familia, el jefe de Neuro con los demás especialistas, y nos dijeron que toda la familia tenía que aprender a inyectar, aprender a hacer esto y aquello. Y que tenías poco tiempo de vida. No dijeron exactamente qué tiempo, pero bueno, decir aquello ya… Figúrate tú, no es fácil. Después ellos deciden que se te ocultara eso, porque tú eras muy joven, ¿me entiendes?, podías pensar mal o atentar contra ti misma, no sé. Entonces decidimos no decirte nada.

***

Que siga viva a diez años del diagnóstico no prueba mala praxis o impericia del equipo médico que la atendió. Los estudios coinciden en que, en general, los tumores de origen desconocido son enfermedades de mal pronóstico y supervivencia limitada. Pero existe la regresión espontánea. En 2015, por ejemplo, la BBC reportó que una mujer de 74 años, paciente de carcinoma, se curó sin medicación. “No había duda del diagnóstico inicial. Pero ahora no aparecía nada en las biopsias o en los escáneres”, asegura su doctor, Alan Irvine, del hospital de St. James en Dublín. “Este caso demuestra que es posible que el cuerpo elimine el cáncer, aunque es poco frecuente”: un caso cada 100 000.

Hay referencias de estas curaciones para casi cualquier tipo de cáncer. Y varias hipótesis al respecto. La única manera de confirmar que Nayivi no tuvo cáncer sería volver a analizar la muestra que le extrajeron en 2011. Pero los resultados de las biopsias de pacientes oncológicos pasan a formar parte de un modelo llamado MOD 68-63, que se guarda durante cinco años.

En todo caso, según el diagnóstico, Nayivi estuvo al borde de la muerte. La prueba está en el párrafo que cierra el resumen de neurocirugía:

“Se interconsulta con la especialidad de oncología de nuestro centro y decide tratamiento con radioterapia con cobalto en el área lumbar relacionada con la cirugía como medida para aliviar el dolor y tratamiento paliativo-sintomático en casa, ya que esta paciente en particular carece de indicaciones para tratamiento oncoespecífico debido al compromiso sistémico avanzado”.

Y en el tratamiento que le indicaron:

–Morfina (calmante que se indica en condiciones de dolor extremo), 10 mg cada seis horas con chequeo estricto de los signos vitales. Modificar la dosis en dependencia de la respuesta de la paciente (eventualmente le aumentan la dosis a 20 mg).

–AINES (antinflamatorios no esteroideos: dipirona, por ejemplo).

–Antineuríticos. Carbamazepina (para evitar convulsiones), 1 tableta de 200 mg cada 8 horas.

–Tratamiento sintomático.

–Se realiza un resumen de historia clínica para presentar en la atención primaria de salud.

 Abajo

Un equipo de bomberos sube y baja a Nayivi cada día (Foto: Hitchman Powell).

En una posición superincómoda, entre acostada y sentada, alcanza el teléfono de la mesita y marca 105.

–Ordene –105 es el servicio de emergencias de bomberos.

–¿Puede ponerme con el jefe de turno?

El jefe bromea con ella cuando la reconoce.

No son ni las siete de la mañana. Nayivi lleva una hora despierta. Desde la cama, en su media parálisis, con ese tono suyo imperativo pero que cae bien, ya hizo que su madre sacara los percheros y que se los trajera uno por uno como un desfile de modas hasta que Nayivi conformara el outfit: blusa con tirantes, pantalón licra, medias, todo rojo. Después su madre la ayudó a lavarse con un trapo y un cubo, como cuando te ingresan con un acompañante que no tiene fuerza para llevarte al baño. Y le dejó en un táper el almuerzo, que es igual que la cena del día anterior. La ayudó a vestirse. Despertó a Thiago, le hizo el desayuno, lo alistó para la escuela.

A esa hora, 7:15 a.m., el padre y el hermano de Nayivi también salen al trabajo.

Thiago deja la puerta semiabierta cuando baja. Y ella se queda sola.

Mira el móvil. Se sienta. Se recuesta.

Llaman y empujan la puerta a la vez porque saben que está lista. Entran dos treintañeros sin cascos ni tanta parafernalia. Afeitados, machihembrados, musculosos. Con trajes negros de un material grueso y ribetes amarillos en los hombros y en los codos. De ese mismo amarillo, en letras mayúsculas en la espalda, las palabras “Salvamento Y Rescate”. Traen una silla de metal forrada en cuero naranja. Sientan a Nayivi, le amarran la barriga. Uno aguanta la silla por la espalda y el otro por las patas. Los bomberos le tienen tal confianza, llevan tantos años haciendo esto, que Nayivi los trata por sus nombres y conoce sus horarios, 24 por 72 horas –eso quiere decir que este es el equipo que la sube mañana. Y que ahorita la subirá el equipo que va a bajarla pasado mañana.

Sudan. Nayivi habla. Su collarcito blanco de Obatalá se le tambalea en el pecho. Sus piernas cuelgan. Parecen las piernas de otra persona: flaquitas y secas, como si hubieran ido marchitándose. A veces, con las crisis, hay que bajarla llorando y gritando y a la mayor velocidad posible porque parece que se va a morir. Esas veces se revuelve en el asiento y ellos tienen que hacer todavía más fuerza para no caerse los tres por las escaleras. Y de ahí, si no llega la ambulancia, llevarla en el camión los dos kilómetros hasta el hospital.

En crisis han tenido que bajarla tres, cuatro veces en un día.

En crisis han tardado y Thiago ha tenido que bajarla en hombros.

Una vez, en una crisis extrema, se desmayó tres veces en la escalera.

Nayivi tiene llave del edificio de al lado –no del 59, que está en ruinas, sino del 63–. Estos edificios empiezan en una puerta en la acera. Allí, en el hueco bajo la escalera del 63, plegado, guarda su sillón de ruedas –bajo la escalera de su edificio no hay espacio: está llena de tarecos. Y si en su casa cupiera un sillón de ruedas…

El chofer lo trae y ahí la dejan, feliz, hablando con todo el que se cruza mientras da rueda rumbo al policlínico a las 7:40 de la mañana.

***

La fisioterapeuta le aguanta la planta del pie y la pantorrilla, le dobla la rodilla se supone que hasta que toque el pecho. Nayivi aprieta el colchón y los dientes. Mientras le doblan una mantiene la otra pierna extendida, en un cilindro acolchado.

El próximo ejercicio consiste en levantar pequeñas pesas halando un cordel que pasa una roldana; como hacer mancuernas para los bíceps, pero a través de un mecanismo instalado en la pared. Otros días camina con ayuda de barras paralelas, hace banco de cuádriceps para los muslos o maniobras en el colchón para el equilibrio. Y otros días le dan magnetoterapia desde las rodillas hasta la columna, corriente estimulante en la pantorrilla, calor en los tobillos. Ahora, mientras levanta las pesas, la fisioterapeuta, una mulata atlética con ropa deportiva, revisa el celular. Luego se acerca y le dice que mejora. Nayivi asiente porque casi siempre también siente que mejora. Una vez logró salir en muletas de la sala de rehabilitación.

Nayivi en una sesión de fisioterapia (Foto: Hitchman Powell).

–¿Te han dicho algo de tus probabilidades…?

–Las probabilidades me las doy yo.

Son las 9:50 a.m.

El policlínico ocupa fácilmente la mitad de la calle Jovellar entre Aramburu y Marina. A unos cien metros de casa de Nayivi. Es una de las cinco instituciones de atención primaria a la salud en Centro Habana. El cartel dice Joaquín Albarrán, por aquel famoso urólogo.

Nayivi marca del móvil. “Ordene”, le responden. Está empapada en sudor y cansada. Huele a mentol por la crema que le untan para los ejercicios. Compra un pan con jamón, pide un cigarro, habla con cualquiera. Aprovecha el tiempo y también mata el tiempo, porque a veces los bomberos se demoran. Si están en el comando de Zapata y 6, Vedado, donde radican, vienen rápido –siete minutos en auto por la ruta que calcula Google Maps–. Y si está en crisis corren lo más que puedan. Pero si están en un derrumbe o algo, toca esperar. Ha pasado aguaceros en la acera. Los vecinos le han prestado sombrillas. Y ha almorzado allá abajo lo que sea que le traigan los vecinos. El último día de carnavales de 2019, por ejemplo, amaneció ahí, en esa “zona caliente” donde acaban las carrozas y la música y salen borrachos y llueven cuchillos. Los bomberos llegaron al día siguiente. Estaban “en un servicio que no podían abandonar”.

Subida. El chofer guarda el sillón de ruedas. Uno de los bomberos abre la casa, luego deja la puerta semiabierta detrás de sí.

Las 11 de la mañana. Se sienta, se voltea, se recuesta. Teje. Revisa el móvil. Las pastillas: ácido fólico, calcio, amoxicilina. Sobre la una llama a la vecina de abajo, que le calienta el almuerzo. Conversa con la vecina mientras come. La señora cierra la puerta detrás de sí. Nayivi mira el móvil. Se sienta. Se voltea. Se recuesta.

A veces los bomberos se demoran (Foto: Hitchman Powell).

 Arriba

Fue terrible: la espera de la muerte.

Minervis regresó para Centro Habana y le tocó compartir cuarto con Thiago, hacerse cargo del resto de la vida, inyectar a Nayivi cada tres horas. “Tenía tanta ocupación en la mente que no me daba tiempo a pensar en lo que me dijeron del poco tiempo de vida. Yo estaba viviendo el día con ella. Y así seguí: crisis, dolores, morfina, la casa, el niño, lava, cocina, esto, lo otro, así, vaya, horrible” –Minervis, desde entonces, repite la película con su esposo de Alamar: se ven a veces, una vez al mes si acaso, esporádico. Ella lo visita. Él a ella no. Por Mario.

Lázaro puso su catre en la sala al lado de la cama donde Nayivi se pasaba el día entero a cuatro patas. En esa posición se sentía más cómoda. De todos modos, en esa posición o en cualquier otra, lo más que hacía era halarse los pelos y meter la cabeza contra la pared. “Yo quería partírmela, sentir otro dolor que no fuera el de la pierna”. Hasta las paredes se desesperaban. Thiago lloraba a la par de Nayivi y parecía que iba a explotar el mundo.

A Lázaro le sonaba la alarma cada tres horas. En cuanto Minervis daba un pestañazo ya tocaba la próxima inyección: el tramadol, la morfina. Lázaro había estado todo el tiempo en el hospital, bañándose y comiendo en el hospital. Y del trabajo a la casa.

“Llora bajito que el niño te está oyendo”.

“Thiago, que tu mamá tiene dolor”, “Thiago, corre a la farmacia a buscar X”.

Y Thiago iba y volvía de la escuela con la vecina.

En el centro de rehabilitación Julito Díaz confirmaron la inminencia de la muerte. Le negaron el ingreso a Nayivi. Allí se suponía que mejorara la motricidad. Pero una doctora dijo que era mejor rehabilitarla en casa; que ciertos tratamientos, por ejemplo, la corriente analgésica, pueden activar las células malignas; que una paciente con cáncer avanzado no podía ocupar cama.

No lo pensó más y dejó a Lázaro. “Si yo iba a estar jodida para siempre no iba a joderlo a él”.

Rasiel Acosta Pérez, neurocirujano residente que firmó el diagnóstico definitivo, visitaba la casa de vez en cuando. Llamaba por teléfono. Le llevó un cake en su cumpleaños.

Como todo el mundo tenía trabajo, la abuela iba y venía desde Párraga de lunes a viernes.

Mario llegó borracho cualquier día y tumbó el lavamanos. Se adueñó del teléfono, así que Minervis pidió otra línea y ahora la casa tiene dos números. Funciona como dos casas distintas. En algún momento se plantearon mudarse. Mario no quiso. ¿Por qué? No se sabe. Pero hubieran tenido que permutar por dos y quién da nada por ese apartamento.

El pasillo hacia el baño es tan estrecho que no había cómo llevarla. Le pasaban trapos húmedos de vez en cuando. Después pusieron un toldo en el balcón por privacidad, por lo del cambio de sonda, y ese se convirtió en el baño nuevo: Nayivi se baña desde 2011 sentada en el balcón, con la blusa puesta.

***

Se agarró de la cama y fue deslizándose poco a poco, resbalando en el suelo con las medias hasta que se soltó y cayó sentada. Por la tarde su madre la encontró así. Pensó en un accidente. Había sucedido varias veces que caía de la cama y su abuela no podía levantarla. Seguía en el piso hasta que alguien llegara. Pero como ya había aprendido a inyectarse sola su abuela la cuidaba dos veces por semana.

–Bajé yo misma –le dijo a su madre, que trataba de levantarla.

A los dos o tres días lo volvió a hacer, con unas medias largas para halarlas y moverse las piernas como una marioneta que se controla sola. Se arrastró hasta la puerta, después se arrastró por las escaleras. Llamó al vecino de la planta baja y él la encaramó en el sillón de ruedas. “No sabía qué hacer. Fui hasta la esquina, viré, hablé con la gente. Cuando pisé la calle me di cuenta de que podía volver a ser persona”.

***

Aquella tarde la subió su hermano. Su madre le dio bronca igual que todos. Pero después de eso las escapadas no fueron escapadas, sino paseos. Nayivi no tenía ni 30 años y llevaba tres sin salir de la cama nada más que al hospital, ida y vuelta. Ya el dolor era parte de su cuerpo y prácticamente había resucitado. O la muerte no acababa de llegarle, que es casi igual. Así que otra tarde, después de dar rueda por todo San Lázaro hasta la avenida 23, se topó con la entrada del club La Red, en 19 y L. Un local talla S bajo tierra, al que nadie le hace demasiado caso a pesar de que está bien ubicado; cualquier lugar con alcohol y con música. Ella siempre fue bien discotequera. Me ha dicho varias veces que lo que más extraña de la vida es bailar casino. Había matiné dominguera. Lo anunciaban los carteles. Esperó en la acera hasta que le preguntaron si quería entrar y un buen samaritano la cargó escaleras abajo con sillón y todo. Y a los diez minutos estaba en la pista despelucándose como una loca y tomando tragos. Porque tiene suerte. Se le acercan hombres, la invitan a tragos. Y si son lindos les dice que son lindos.

Esos fueron los días repetidos durante un tiempo: de martes a viernes y los domingos, de tarde y de noche –La Red está abierta casi todo el tiempo.

Y se volvió una yonqui de los clubes: La Gruta, el Scherezada, el Pico Blanco.

Y se fue para Guanabo en una guagua y cogió playa la madrugada entera.

Y a veces en plena disco le daban unos dolores tan fuertes que no se le quitaban ni con música. Entonces: “Voy al Calixto un momento”, o alguien: “Yo te llevo”. La inyectaban y regresaba.

Y cuando cerraban las discotecas y nadie quería parar la fiesta amanecían en el malecón. Haciendo cuentos y riéndose. Porque se hizo de amigos que nunca la dejaban virar sola.

Bajar las escaleras arrastrada como un ciempiés le resultaba fácil. Subir no. Nunca pudo.

Nayivi Rangel Claro (Foto: Hansel Leyva Fanego).

***

14/10/2016 – 12:00 p.m.

Enfermería

Paciente Nayivi que se visita en el hogar para realizarle cura de escaras en región glútea y nos refiere el hermano que no se encuentra, que desde por la mañana está para el hospital Calixto García.

17/10/2016

Enfermería

Paciente Nayivi con diagnóstico de neoplasia multiórganos que acudió el pasado 14/10 al hospital Calixto García por las pésimas condiciones en que se encuentran las escaras en región glútea, las cuales se encuentran próximas al ano y al orificio uretral, y como la paciente no tiene control de esfínteres son factores predisponibles que atentan contra la evolución satisfactoria…

Ella culpa al roce de la escalera. Pudo haber sido el sillón o la cama. O todo a la vez. Pero en ese punto se le volvió a acabar la discoteca y todo lo demás. Una vez por semana la enfermera le curaba las heridas y las tapaba con un algodón con yodo.

Como las curas no le hacían efecto, esos viajes al Calixto eran para pedir que le operaran las escaras, un procedimiento extraño. Dos veces se lo negaron. La tercera, el doctor Carlos Alberto Martínez Blanco, entonces director del hospital, aceptó el ingreso. Tres meses de ingreso.

Una prueba llevó a otra y a otra. Pero el cáncer sin primario definido y la metástasis bipulmonar no volvieron a salir por ninguna parte. Desaparecieron. O nunca estuvieron. Cómo saberlo.

Solicitaron un cambio de médico. La asumió un joven neurocirujano llamado William De Jongh Peri, que en una nueva operación de columna lo que detecta es una hernia discal.

El dolor cedió. Ya no es dolor morfina. Es más bien un dolor diclofenaco. Con suerte, a veces, dolor dipirona.

Donde decía “neoplasia multiórganos” etc., ahora dice “paraplejia espástica”.

En el Julito Díaz le pidieron un papel que certificara que no tenía cáncer. Lo confirmó el hospital oncológico.

***

Carlos hasta dejó de trabajar para no dejarla sola. Aunque después empezó a vigilarla como un policía y a preguntarle si de verdad hacía falta maquillaje para ir al médico.

Él era asistente de gimnasio en el Julito Díaz. Quien ayuda al paciente a montar los aparatos, a cambiarse de un aparato al otro. Flaco con piercing, pelo engominado. En una sesión de esas Nayivi le dijo cualquier piropo y cuando Carlos se dio cuenta ya ella había cogido el P16 y había ido a pasarse un fin de semana con él en Boyeros.

Era una casa larga y espaciosa. Los fines de semana Nayivi andaba por aquella casa como si estuviera corriendo por el campo. Después él le pidió que se quedara. Una historia romántica. Vida nueva: comida el sábado con Minervis y Thiago, vender sus chucherías en el portal…

Hasta que en un ingreso, cuando empezó a orinar sangre y hubo que sacarle un cálculo de la vejiga, Carlos le armó un escándalo al enfermero que la ayudaba a ponerse el culero después de la cura.

–Yo he tenido la suerte de que cuando alguien me gusta, soy yo la que lo busca y trato de empatarnos. Y de que cuando vamos a terminar siempre soy yo la que dice hasta aquí.

Regresó para Centro Habana. A sentarse, a voltearse, a recostarse.

Once pastillas: la gabapentina. Tres tabletas diarias de por vida. Nunca hay gabapentina en la farmacia. Cuando la conocí, hacía tres meses que no tomaba la gabapentina.

No puedo estar aquí

Fachada de los edificios 59 y 61 de la calle Aramburu, Centro Habana (Foto: Hansel Leyva Fanego).

Dos horas antes en Facebook: “POR FAVOR PIDO AYUDA URGENTE”. Una explicación rápida. Ocho fotos: las paredes abiertas, escombros, vigas de apuntalamiento, techos huecos varios pisos hacia arriba.

[28/5/2020 8:25 a.m.] Jesús Jank Curbelo: Vi tu post
[28/5/2020 8:25 a.m.] Jesús Jank Curbelo: ¿Qué paso?
[28/5/2020 8:25 a.m.] Jesús Jank Curbelo: Estoy preocupado
[28/5/2020 10:12 a.m.] Nayivi Rangel: Te escribo luego.

No me escribió luego.

Lo que había pasado era el colapso del edificio número 59. Días antes, en el 57, se había caído un pedazo de techo. No mató a nadie, pero fue un aviso. Llegó una brigada de demoliciones para el 59, que es el paciente cero que ha enfermado a los demás edificios, pero el traqueteo de los martillos acabó también con el 61, porque esos edificios están pegados, prácticamente pared con pared.

–Fue por la mañana temprano –cuenta Minervis–. Hubo que gritarles que pararan, que pararan, porque se estaban cayendo las paredes. A esa hora subió el arquitecto, la de Vivienda, la delegada. Y mandaron a parar el derrumbe. Ahí fue que se pusieron a analizar cómo tenía que hacerse lo que tenía que hacerse.

Apuntalaron los apartamentos. Una de las cuatro vigas de la sala quedó frente a la cama de Nayivi, que estaba en Párraga donde su abuela. Las paredes en un hilo. Cuando llueve entra agua por las esquinas. El techo en la viga. Desplomes que ocurren de vez en cuando.

–Una noche cayó un pedazo de la sala del apartamento de arriba, un seboruco. Entró por el hueco de la pared, en el cuarto de Mario. Eran las cuatro de la mañana.

Minervis cuenta esto y se pone las manos en la cabeza. Viste de azul desde el moño hasta las chancletas. Ríe cuando habla. Pero tiene la cara melancólica.

–Al otro día me llama la señora de arriba. Cuando yo vi aquello, ay, Dios mío. Bueno, ellos los muebles de la sala los fueron rodando, tienen el comedor en un cuarto. Es que te da miedo asomarte. Porque sabes que estás en la azotea. Te crees que te vas a ir con la pared completa, porque tiene una separación así de lo que es el piso, ¿entiendes?

***

Thiago ya tiene 17 años, estudia para barbero y fluye como Bad Bunny. Quiero decir, el mismo bigotito, los mismos pelos, el mismo tipo de ropa. Si hubiera visto caminar a Bad Bunny por la vida real, esta mañana fuera calcándole el paso mientras lleva a su madre por la orilla de la calle, sin hablar ambos, buscando la sombra de los aleros, cortando camino desde Aramburu.

Hace un par de semanas que Nayivi regresó a Centro Habana. Tuvieron que reacomodarle el hábitat. Separaron la cama de la pared, aunque no hay cómo ponerla sin que una viga le quede en el medio. Ni hay un tramo de techo que no esté todo el tiempo al aplastarla. Tenía que haberse quedado en Párraga, pero tiene que hacer fisioterapia, que sigue para casos excepcionales en pleno cierre por coronavirus. Y sobre todo tiene que resolver el problema de la casa.

Interior de la casa de Nayivi (Foto: Hansel Leyva Fanego).

Ahora Thiago la lleva hacia la Plaza de la Revolución. Es su último recurso. Que alguien la atienda allí personalmente y le diga que están estudiando el caso, por lo menos.

Desde que en 2012 la mudanza no fue una opción, Nayivi y Minervis han enviado cartas a toda la estructura del gobierno pidiendo ayuda. Una casa en planta baja, en el municipio que sea, en la provincia que sea, lo más cerca posible de un hospital, donde Nayivi pueda reorganizar su vida y no seguir dependiendo de los bomberos. Donde pueda montar una mesita para vender tejidos y no seguir dependiendo del salario de sus padres, porque hasta este momento, mientras Thiago la lleva hacia la Plaza, el gobierno no le ha asignado chequera por discapacidad.

“Debemos comunicarle nuestra falta de competencia para darle atención a su problemática”, le puso en una carta el director municipal de Vivienda en octubre de 2019. Aludió al “déficit habitacional existente en el territorio”. Le aconsejó que acudiera a la dirección de Trabajo y Seguridad Social. Antes ella había escrito al diario Granma, que tiene una sección para publicar cartas de los lectores, pero el diario hizo la vista gorda. Antes había escrito al Canal Habana, que tiene una sección para leer cartas de los televidentes, pero el canal hizo la vista gorda. En Vivienda Provincial le dijeron que había que tramitar un expediente para aprobar un subsidio, que volviera otro día y otro día.

–Ya yo le escribí a [el presidente Miguel] Díaz-Canel. Envié una carta a Atención a la Población. He llamado a números del gobierno de Centro Habana, hasta que un día di con la secretaria del presidente municipal y me dijo “Ya sabemos tu caso”, y que acababa de recibir un correo electrónico que yo había enviado hacía un mes –me dijo una vez Nayivi.

–Fui al Consejo de Estado con el niño. Me entrevistó una funcionaria llamada Marlén Pérez. Me hizo una ficha y ese mismo día la envió al municipio. Ayer la llamé y me dijo que también la había enviado a la provincia –me dijo otra vez.

Su Resumen de Historia Clínica menciona la “vivienda en malas condiciones estructurales”, que no recibe ayudas económicas, el derrumbe del edificio de al lado, el drama de que se baña en el balcón.

Los bomberos le dijeron que habían transmitido su caso al gobierno. Personalmente.

Ahora, en la Plaza, en el departamento de Atención a la Población del Consejo de Estado, una funcionaria le repite que sí, que la ficha con su caso fue enviada. Nayivi dice que se da por vencida. Y Thiago la regresa buscando sombra en todos los aleros.

(Meses después, el 26 de julio de 2021, el Noticiero del Mediodía emitió un reportaje sobre cómo entregaban casas nuevas a ocho familias. Se las construyeron en instalaciones de una empresa de muebles. “Estaba loca por salir de Habana Vieja”, dijo una enfermera. “Más de 70 familias se beneficiarán en los próximos meses con nuevas viviendas, solo en este lugar”, dijo el periodista. “Le vamos a estar dando respuesta a la perspectiva de nuestro país, a las ideas de nuestra Revolución de seguir entregando viviendas”, dijo una funcionaria. “Estoy viendo en el televisor que dieron casas. En La Lisa, a personas que estaban albergadas. Y están hablando de que son personas que lo necesitan. ¿Yo no lo necesito?”, me dijo Nayivi en un audio de WhastApp).

***

[19/10/2020 12:15 p.m.] Jesús Jank Curbelo: ¿Cómo estás? ¿Por fin nos vemos mañana?
[19/10/2020 1:48 p.m.] Nayivi Rangel: Fui ayer al Calixto
[19/10/2020 1:48 p.m.] Nayivi Rangel: Por dolores
[19/10/2020 1:48 p.m.] Nayivi Rangel: Y hoy temprano también
[19/10/2020 1:48 p.m.] Nayivi Rangel: Ando buscando un carro para ir para casa de mi abuela porque aquí estoy sola
[19/10/2020 1:48 p.m.] Nayivi Rangel: Lo siento, pero
[19/10/2020 1:49 p.m.] Nayivi Rangel: Como mi mamá está en Párraga aquí solo está mi hijo y mi papá todos los días borracho
[19/10/2020 1:49 p.m.] Nayivi Rangel: Y así sola con este tiempo de humedad no puedo estar aquí.

***

Lo mejor que tiene la casa en Párraga es que es una casa (Foto: Hansel Leyva Fanego).

La casa en Párraga está llena de flores. En el jardín, en la sala, en los cuartos. Plásticas, naturales, en macetas, en la tierra, en un búcaro. Tantos adornos que no cabe un chícharo. Barroco nuevo. Pero queda espacio para moverse sin correr los muebles.

Lo mejor que tiene la casa en Párraga es que es una casa.

Minervis cocina. Se mudó para acá más o menos en la fecha del derrumbe, que coincidió con la muerte de su padre. Todo lo malo junto. Le tocó hacerse cargo de su madre, que tiene 78 y se pasa el día triste, zascandileando de aquí para allá.

Vida de Minervis: el museo, Thiago, Nayivi, la abuela, esposo a veces, la casa, lava, limpia, esto, lo otro. Sin descansar. Como si fuera eléctrica.

Diez de la mañana. Nayivi tejiendo. Anda con un vestido de tirantes que le deja afuera el tatuaje en la espalda. Es una mariposa en una flor. Un moño de pelo rubio. La última vez que la vi estaba negro. En fotos se lo he visto naranja y en varios tonos de rojo. Uñas despintadas, largas. Sus cadenas, sus pulsos. Descalza. La bolsa de la sonda se le arrastra por el piso.

Lo único que pasa las tres horas que estamos en el portal es un perro y un vendedor de aguacate.

–¿Estás mejor aquí que en Centro Habana?

–¿De qué me estás hablando? ¿De pararme allá afuera? Ah, sí, todo el que pasa me saluda. Pero me paro poco ahí. Muy poco. Hay vecinos que todavía no me conocen.

Nayivi dice que esto es la Siberia. Y tiene razón. Párraga está tan lejos del centro de la ciudad como la Siberia del centro del mundo. Donde acaba el trayecto de los taxis, el Google Maps me lleva por pasadizos cuesta arriba donde de pronto todo se vuelve monte. La carretera sola. En medio de alguna parte entre esas lomas, una escalera. Arriba, en la cima, la calle Pilar: un terraplén con casitas. Hay otra forma de entrar a Pilar y es dando tremenda vuelta laberíntica no sé por dónde. Es el recorrido que le toca a Nayivi cuando va al policlínico, que le queda a dos kilómetros de loma. De calle desbaratada. No hay una calle que sirva en el barrio y eso le tiene las ruedas en la llanta.

–¿Sigues tomando tus 11 pastillas?

–No. Porque ya no hay.

–¿Ahora cuántas te tomas?

–Las que encuentre.

Las compra por la izquierda. En un grupo de Telegram que se llama La Farmacia. 50 pesos el diclofenaco, 50 pesos la bolsa de la sonda…

Menos mal que el primero de abril pasado le asignaron la chequera: 1 030 pesos a ella –17 dólares, cambio no oficial– y otros 1 030 a Thiago hasta que cumpla 18.

Menos mal que a veces vende unos zapaticos o un tapete. Cuelga las piezas en Facebook, como si Facebook fuera una mesita de exhibición, y si alguien quiere algo se lo encarga.

Menos mal que algunos de sus amigos, que se fueron de Cuba hace mil años, le recargan el móvil.

Y que Thiago le hace las entregas a domicilio. Porque quién va a venir a la Siberia a buscar un zapatico tejido.

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