Fue Lilia Esteban, la compañera de Alejo Carpentier, quien le llamó con el epíteto exacto: la indómita. Siempre le dije así –Marta Rojas, la indómita– porque lo era, o mejor dicho, lo es, porque ahí está contra viento y marea, contra relojes y almanaques, conquistando nuevos espacios, ahora justo cuando acaba de despedirse, en la memoria del futuro.
Entre las muchas lecciones de quien fue madre, amiga y hermana a la vez de quien esto escribe, se halla la capacidad de la reinvención. Con haber sido la cronista de la gesta del Moncada, tendría méritos sobradísimos para dejar una huella.
La propia manera en que se adentró en los sucesos del asalto a la fortaleza militar santiaguera, protagonizado por los jóvenes revolucionarios de la Generación del Centenario del Apóstol, encabezados por Fidel, revela su carácter: tuvo la intuición y la audacia suficientes como para advertir que el súbito estruendo nocturno no provenía de la Conga de los Hoyos, sino del cuartel. Algo grande estaba sucediendo y allá fue, como lo hizo después en el juicio a los moncadistas, como después en la selva del Vietnam combativo y resistente contra el imperio, como en su periplo por los lugares más recónditos y humildes de Nicaragua tras los pasos de los alfabetizadores.
Ella, sin embargo, sabía que se debía a la novela. Para la jovencita santiaguera lectora de Julio Verne y Françoise Sagan, una brújula la orientaba irremisiblemente a la fabulación narrativa. El periodismo, sobre todo el reportaje al pie de los acontecimientos, allanó el camino del oficio, la curiosidad, la investigación y la imaginación.
Para algunos la novelista sorprendió mucho, a la primera entrega siguió otra y otra más y así, desde El columpio de Rey Spencer a la que terminó hace apenas unos días –espero no permanezca inédita por largo tiempo– y discutió con su vecino y amigo Senel Paz y leyó en voz alta a Virginia Alberdi y, para no faltar a los detalles, pidió de mí precisiones sobre el estilo del saxofonista César Alejandro López, puesto que un personaje como este dominaba un pasaje de la narración.
A la novelista de Santa Lujuria, El harén de Oviedo, Inglesa por un año, El equipaje amarillo y Las campanas de Juana la Loca le hubiera venido justo el Premio Nacional de Literatura que le fue esquivo, mas ello no es tan importante como sí que sus ficciones se renueven en los lectores de hoy, y la coloquen, definitivamente, entre las (y los) novelistas que no deben estar ausentes en las lecturas de mañana.
Cuando ello ocurra –confío en la justicia poética–, todos sabrán de la pasión por la escritura de una mujer indómita e inabarcable.