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Mario Miguel García: la COVID-19 me salvó de los golpes

Mario Miguel García: la COVID-19 me salvó de los golpes

Mario Miguel García Piña sabe de golpes de la policía cubana, aunque a él no le hayan hecho un solo rasguño. Detenido en Bejucal tras las protestas del 11 de julio, supo en la prisión de tortura, fe, compasión, perdón y llanto. Quince días duró su encarcelamiento. Cuando revive aquellas horas, supone que la COVID-19 lo salvó de los golpes.

***

El domingo 11 de julio Mario amaneció con resaca. La noche anterior Argentina había ganado la Copa América y, como buen seguidor, celebró el triunfo con música y ron.

Esa mañana lo despertó un amigo enfermo de COVID-19. Había dado positivo a un test de antígeno y le pidió a Mario que le llevara algunas cosas al centro de aislamiento. Era un día normal en Bejucal, Mayabeque.

Nueve de la mañana. Dos kilómetros de ida y dos kilómetros de vuelta. Mayito —así también le dicen los conocidos— hizo el recorrido a pie a falta de transporte. Regresó cansado.

“Pasé por la casa de unas amistades que son como familia y nos pusimos a conversar”, recuerda Mario. “Entonces vimos los videos de San Antonio de los Baños en las redes sociales. No entendimos qué pasaba, el Internet estaba intermitente”.

Recibió varios mensajes de su esposa por WhatsApp. En Palma Soriano —a donde ella había ido a cuidar a su madre recién operada— había manifestaciones en la calle.

La esposa le pide que si en Bejucal pasa algo, no se meta. “En Palma Soriano están dando golpes y hay enfrentamiento entre la policía y el pueblo”, lo alertó. “Esto va a terminar mal”.

En Bejucal no pasa nada, o pasa muy poco. Así lo creía Mario cuando le contestó. “No te preocupes”, le dijo. “Yo casi voy a almorzar a la casa y aquí es difícil que algo pase”.

La conversación se corta. La nuestra. En la videollamada apenas he podido verlo bien. “La conexión está pésima en Bejucal”, se excusa. La imagen ha estado congelada y pixelada. Bromeamos con el término congelado y el calor. Hay mucho calor, como aquel mediodía del domingo 11 de julio.

Mario Miguel es músico y director del grupo Enfusión. Tiene ficha en la enciclopedia cubana Ecured. Hace trova, canta y toca guitarra.

Regresa en la memoria a la jornada de protestas. De camino a su casa, varios muchachos le señalaron la calle 7, le dijeron que fuera hacia allá, a una de las arterias principales de acceso al pueblo. Motivado por la intriga y la curiosidad, da media vuelta y se va casi trotando con ellos. Se pregunta si también en Bejucal la gente ha salido a la calle. “¿Será? No puede ser”.

Calle 7, esquina 18. La manifestación pasa gritando: “Queremos un cambio”. Son cientos de jóvenes. Mario se pierde en la multitud. Pocas caras son conocidas; aunque con mascarilla solo es posible distinguir los ojos. La mayoría de los que gritan eufóricos no son de su generación, son más jóvenes. Mario tiene 38 años.

“Empecé a caminar a la par de ellos, sin gritar. Una cuadra después sí comencé a manifestarme”.

Al llamado de “únanse” de la multitud, Mario recuerda que otras personas salían de sus casas. “Amas de casa ponían la tranca y se iban con nosotros”.

Bejucal es un pueblo conguero. Los bejucaleños suelen “arrollar”, unirse a la fiesta, recorrer las calles con la música. Pero el coro de aquel domingo era diferente y en el pueblo no había fiesta. “Era la primera vez que Bejucal se unía en un tumulto caminante que no fuera una conga: otra singularidad”, dice Mario.

“Libertad”, “las calles son del pueblo”, “queremos un cambio” son las frases que recuerda. Aquel momento lo estremeció y, en medio de la calle, comenzó a llorar.

DEL CIELO CAE AGUA FRÍA

En el Sapo, un barrio cargado con el estigma de la marginalidad, desde los techos algunos vecinos lanzaron botellas plásticas con agua fría para los manifestantes. “Unos se unían, otros nos aplaudían, filmaban videos, nos saludaban con el puño cerrado o los dedos en señal de victoria”, evoca Mario.

A esas horas cerca del mediodía, bajo el efecto combinado de resaca, almuerzo pospuesto y calor sofocante de julio, Mario casi desfallecía. 

“En ese momento solo pensaba en Cuba, y sacaba fuerzas para seguir”, recuerda. A su espalda, la gente hablaba de un levantamiento nacional. “Me alegraba saber que formaba parte de eso”.

Recorren la calle 13 con destino a la estación policial. Una cuadra y media antes, algunos con ánimos caldeados anunciaron actos violentos.

—Pa’ arriba de los policías que ellos son poquitos y nosotros somos más, sugirió uno de los muchachos.

—No sé qué va a pasar ni cómo van a reaccionar, pero nosotros somos pacíficos, llamó Mario a la calma. Ellos son seres humanos como nosotros, están haciendo su trabajo, son víctimas como nosotros y también tienen familia.

Aquel llamado a la calma pudiera ser la causa, contradictoria, de que Mario haya sido acusado de “cabecilla”.

A “ojo de buen cubero” Mario calcula unas 2 000 personas reunidas alrededor de la estación de policía. Allí cantaron el himno nacional. “Era nuestra forma de decirles que todos somos cubanos, que si estábamos allí es porque sentíamos por la Patria herida y necesitada. Que también los abrazábamos a ellos”.

UN HOMBRE NO SE ESCONDE PARA LLORAR

En la sede municipal del Partido Comunista comenzó el enfrentamiento verbal entre manifestantes y militantes que ocupaban el portal del edificio. Sobre ese momento Mario no tiene mucho detalle, porque la debilidad lo hizo irse a la casa de un amigo.

Agua con azúcar para reponer rápido las energías, y de vuelta a la manifestación. Sintió que debía regresar cuando escuchó las campanadas de la iglesia.

“Luego me entero que el sacerdote Eduardo sacó y mostró la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre. Fue un momento muy sensible. Se rezó una avemaría. El padre llamó a la ecuanimidad, a la no violencia, a manifestarse desde un punto de vista cívico, correcto”.

Mario es católico de formación. El gesto del sacerdote de Bejucal y las exclamaciones de “Dios está con nosotros, Dios está con Cuba” lo hicieron llorar de nuevo. Al borde de sus 40 años no se esconde para llorar. Mucho ha llorado desde aquel 11 de julio. Pero no siente vergüenza de su dolor, ni de su esperanza.

Frente a una imagen de José Martí, en el barrio conocido como “Tres Minutos”, Mario terminó su participación en las protestas. Allí cantaron el himno por segunda vez y él decidió que era tiempo de regresar. Se sentía débil… y emocionado.

Cuando llegó a la casa de otro amigo faltaban pocos minutos para la tanda de penales de Italia e Inglaterra en la final de la Eurocopa. Pero Mario no tenía espacio en su cabeza para el fútbol.

“Esa noche casi no pude dormir. Mis amigos me llamaban y no podía hablarles porque aún lloraba de la emoción. En mi cabeza, una vez que cerraba los ojos, resonaba el espíritu de cambio y libertad”.

PREMONICIONES

La premonición del lunes 12 de julio la hizo un amigo en medio de la euforia de la manifestación del domingo: “Mario, posiblemente a esta hora mañana estemos detenidos”, le dijo. Así sucedió.

El lunes temprano Mario supo que las protestas en Bejucal “se habían puesto calientes”.

“Después del himno la gente volvió a subir al centro del pueblo. Ahí hubo careos con otras personas y con la policía, y hubo hechos muy desagradables como que algunos le tiraron piedras a una farmacia”.

Mario lamenta esos sucesos. No puede narrarlos porque no estaba presente. Tampoco hubiera participado. Siempre llamó a no llegar a ese punto porque le restaba legitimidad a la protesta pacífica.

De camino a varios sitios de Bejucal notó el movimiento de personas vestidas de civil que parecían de la Seguridad del Estado. Alertó a una amiga que lo acompañaba y recordó el pronóstico del día anterior.

Mientras esperaba para cobrar su salario en la Dirección de Cultura, se le acercaron dos agentes. Eran las dos de la tarde. Mayito era el último en la cola y no quedaban muchas personas. Allí mismo fue esposado y conducido a una patrulla, para “conversar” en la estación policial. Antes de entrar al carro alzó las manos esposadas para avisar a Leyda, la amiga que lo había acompañado todo el día.

Ni multas ni antecedentes, nada. Mario jamás había entrado más allá de la recepción de la estación de policía. Había ido solo como acompañante.

Le quitaron el cinto, los cordones de los zapatos, los pulsos de la mano y lo obligaron a apagar el móvil. Pudo hacer una llamada. Una amiga recogió sus pertenencias e indagó la causa de la detención, pero no tuvo respuesta. Mario le pidió a Leyda que le avisara al cura, a su esposa, a sus amigos y que cuidara a Barza, su gata.

DECIR LAS COSAS A TIEMPO Y SONRIENTE

Seis de la tarde. En una celda sin ventanas, con un calor insoportable, en la prisión conocida como “El Técnico” de San José de las Lajas, Mario se encuentra con Abel Lescay, estudiante, músico y amigo suyo. Abel le cuenta que lo habían sacado de la casa temprano en la mañana, sin ropa porque dormía desnudo, por el pelo. Luego le dieron tonfazos por las nalgas.

En todo eso pensaba Mayito mientras esperaba en la celda de interrogatorios. Allí había sido llevado para conversar con dos muchachos menores de 30 años. Intentaron acusarlo de cabecilla, de ser uno de los instigadores de la manifestación. La única “prueba” que argüían era la popularidad de Mario entre la gente de Bejucal.

“Preguntaron por mis ideas políticas. Aproveché y desembuché todo esto que he guardado durante mucho tiempo”: escupió la piedra en su garganta, el nudo que lo había hecho llorar de rabia y emoción.

“Cuba necesita un cambio. Un cambio de verdad. Radical. No los adornos y retoques que hacen de vez en cuando”, espetó. “En esto se nos va nuestra vida. Tengo lo mismo que contar ahora, con 38, que cuando tenía 28 años. No creo en la gestión de Díaz-Canel. La experiencia nos ha demostrado que su política está basada en la improvisación. Además, yo no voté por él”.

Ajustados a un viejo guión, los agentes acusaron a Mario de anexionista y otras descalificaciones por el estilo. Entonces, en su defensa, Mario habló de José Martí, de la República que soñaba… y de nuevo hubo lágrimas.

Fueron varias horas de conversación con los agentes, según recuerda.

“La mía ha sido una vida dedicada al arte y la cultura de mi barrio. Creo en el poder del arte para transformar y sensibilizar. Nunca me he escondido para decir lo que pienso. Siempre con respeto. Por eso mi vida, mi actuar, hablan por mí. Salgan y pregunten. No tengo nada que esconder. En la Cuba que sueño puedo trabajar con todo tipo de personas, sin prejuicio, aunque no pensemos de la misma forma”, recuerda haberles dicho.

—Tú acabas de cometer un delito contra la seguridad del Estado, le dijo uno de los agentes.

—Entonces soy un preso político, respondió Mario.

—No. En Cuba no hay presos políticos.

—Pero, yo lo que hice fue manifestarme públicamente contra el sistema. Entonces soy un preso político, ¿no?

—No. Tú estás aquí por desorden público y propagación de epidemia.

—Ok. Eso puedo entenderlo. Ustedes coincidirán conmigo en que quienes salieron a la calle tras el llamado del presidente también incurrieron en esos delitos.

—No. Ellos estaban dando una respuesta contundente por la Patria.

EL PRESO 245

Dos veces en menos de 48 horas Mario tuvo que desnudarse frente a varios oficiales: hombres y mujeres. Le revisaban el pelo, la boca, lo hacían agacharse.

“Olvídate de tu nombre, ahora eres el preso 245”, le dijo la enfermera que hizo su expediente.

Un test de antígenos confirmó que era positivo al COVID-19 y fue aislado en una celda de seis literas vacías. Allí solo se tuvo a sí mismo. Y a Dios: sin nada que leer, arrodillado, la oración era su consuelo principal.

—¿Qué, estás rezando para que te saquen?, bromeó un carcelero.

—Estoy rezando por Cuba, y en mis oraciones también estás tú. También rezo por ti, le respondió.

Seis comidas diarias, interferón y duralgina durante cuatro días, y luego nasalferón para completar el tratamiento. Caminando por la celda, encontró debajo de una de las literas retazos de un libro de perfeccionamiento empresarial. El texto no era atractivo ni en un momento de semejante tedio. Entonces comenzó a orar en voz alta.

“Hablar con Dios fue lo que me mantuvo en calma hasta que, tres días más tarde, fui trasladado a la “prisión del SIDA” —así le llaman en Mayabeque a una cárcel con presos seropositivos—. Me reuní con mi amigo Abel —que había sido trasladado antes por ser positivo al COVID-19— y otros enfermos”.

LA COVID-19 LO SALVÓ DE LOS GOLPES

Pasaban las tres de la tarde. Muy cerca se escuchaban golpes y órdenes de gritar consignas.

¡Viva Díaz-Canel!, ¡Viva Fidel!, ¡Abajo el bloqueo!, ¡Viva la Revolución!, se entendía entre grito y llanto.

“Aquello nos puso muy mal. Les estaban dando golpes a varios muchachos. Se escuchaba. Dimos patadas a las rejas. Les gritamos abusadores. Era indignante. Era tortura”.

En un pabellón largo detrás de la “zona roja” de la prisión, había más de cien jóvenes. Los presos los fueron contando uno por uno, mientras iban entrando. Casi todos de varios municipios de Mayabeque, en especial de Güines “donde hubo actos de violencia severos”.

Un nuevo compañero de celda confirmó los hechos que habían escuchado esa tarde. Contó las historias de varios: uno con la nariz partida con una tonfa, otro con un golpe en la frente, una muchacha a quien halaron por el pelo, y él mismo, que llegó esposado con la “shakira”, como llaman la cadena en la cadera a la que atan las esposas.

“Me dieron como si yo me estuviera defendiendo. Me tiraron en el piso, me dieron golpes. Y escuché cómo el patrullero trató de defenderme y dijo que era un abuso”, le contó el otro preso a Mario. “Alcancé a oír cómo un oficial que parecía de alto rango dijo que el patrullero era un flojo, que estaba bueno para darle golpes a él también.

”Eso te llena de impotencia. Cala dentro de una forma diferente. ¿Acaso aquello era para escarmentarnos a nosotros, para corregirnos? Solo lograron llenarnos de indignación”, recuerda. “No se puede vivir en un país donde pasan estas cosas. Donde la policía, a espaldas del pueblo, golpea a alguien con las manos esposadas. Ni siquiera se justifica con aquellos que cometieron actos de vandalismo, porque para ellos también hay una ley penal. Les dieron golpes a muchachos de veintitantos años”.

Las torturas en Cuba eran una idea abstracta para Mario. Pero cuando “uno empieza a escuchar un grito de agonía por los golpes, es una cosa horrible; quien recibe los golpes no puede defenderse.

”Es una experiencia dolorosa porque de alguna manera es una tortura a ti mismo. Si tienes un mínimo de sentimientos, aquello no te causa curiosidad: te causa profundo dolor y es muy duro sentirlo”.

Mario cree que la COVID-19 lo salvó de los golpes. Las miradas de “pocos amigos” a su llegada cambiaron cuando el patrullero anunció que estaba contagiado.

“Me trataron como un apestado. No querían tocarme. Creo que me libré gracias al coronavirus”.

SANTIAGO, APÓSTOL SALVADOR

Después del séptimo día en prisión, él y sus compañeros de celda comenzaron a escuchar aplausos. A medida que un detenido era liberado, los compañeros aplaudían, y el gesto se expandía de pasillo en pasillo. Sucedía en la mañana o en la noche. Siempre traía alegría y esperanza.

Poco a poco también soltaron a los compañeros de Mario, algunos aún con PCR positivo. A él le informaron que cumpliría prisión provisional hasta la fecha del juicio.

Días más tarde, Mario fue ubicado junto a otro “supuesto cabecilla” de Bejucal: Roberto Chaviano, especialista y conservador en el museo del municipio.

“Allí, con aquellos presos, hablando de nuestros sueños y motivaciones, me vi reflejado en otras caras, otras pieles y entendí que hay más personas como yo, con los mismos pensamientos y ganas. Empecé a ver la magnitud de lo que había pasado”, reflexiona. “Me sentí acompañado por personas que también sueñan una Cuba mejor, donde se pueda hacer y crear sin tanta traba”.

Gestiones del cura de Bejucal y un grupo de abogados apresuraron la salida de varios detenidos.

Tras dos PCR y un test de antígenos negativos, Mario supo que su libertad estaba cerca. Era el 25 de julio, día de Santiago Apóstol y algo le decía que esa fecha sería importante para él. Sería puesto en libertad provisional —pendiente de juicio— junto con Chaviano, a quien le ofrecieron un frasco de nasalferón para continuar el tratamiento en su casa.

Era la hora del almuerzo. Había pollo frito. Ambos les entregaron su bandeja con comida a los enfermos que seguían allí.

“Me fui con alegría y un poco de dolor por la incertidumbre con que quedaba el resto. El mayor Ibrahím del Centro de Detención “El Técnico” nos llevó hasta la estación de la policía en Bejucal. En el camino nos preguntó si nos habían maltratado”.

Mario recuerda la amabilidad y la nobleza del oficial. Fue —junto a la instructora política de la prisión que le dio agua tras 24 horas con sed— de los policías “más humanos”.

En Bejucal firmó el acta de su prisión domiciliaria como medida cautelar, y se fue a casa.

Por la calle la gente lo saludaba. Mario nota gente nueva que lo conoce y le sonríe. En las redes sociales son más las solicitudes de amistad. Amigos y desconocidos por igual habían publicado y compartido mensajes para exigir su liberación.

A pesar del carné de identidad extraviado en una de las prisiones, visitó a sus familiares y amigos. Les contó sus vivencias y sus dolores.

“No dejé de llorar. Me sentí muy acompañado. El teléfono no paró. Por fin pude hablar con mi esposa después de quince días. Desde Palma Soriano ella movió cielo y tierra. Mis amigos en Bejucal también”.

Mario menciona a su padre, de 76 años, que a veces no comprende bien qué pasa pero es dueño de una sensibilidad que él heredó. Lo recuerda el día de su salida exigiendo el abrazo después de dos semanas sin verlo. Mario primero se lo negó por miedo a contagiarlo de COVID-19. Luego lo abrazó.

TENDRÁN QUE ACUSARNOS A TODOS

Tose. Tose. Tose. Cada quince minutos Mario tose. Podrían ser secuelas de la COVID-19. Él cree que son reacciones adversas al nasalferón.

“Te quedas pensando si valió la pena. Creo que sí. Tengo que sentirme orgulloso de haber participado pacíficamente de una manifestación como esta. Ninguna familia quiere poner un mártir. Yo no tengo madera de héroe”, dice. “No pertenezco a nada. Soy un cubano más, que no estaba haciendo otra cosa que ser coherente con el pensamiento martiano, que quiere lo mejor para su país, que no necesita que nadie lo convoque. Fui espontáneamente, como espontánea fue la protesta en Bejucal”.

Mario cree que no había otra manera de visibilizar el sentir de la gente, que no había nada más que decir en las redes sociales. Y se disculpa con quienes piensan distinto, pero cree “que no hay momento para las revoluciones. Se hacen y punto”.

Una hora y 40 minutos de conversación, y me disculpo por haberle hecho revivir su tragedia. Pero Mario está habituado: ha tenido que contar las historias una y otra vez. En su perfil de Facebook agradeció a amigos y a aquellos que desde el 11J no lo han dejado sentirse solo.

“Es la confirmación de que uno ha caminado limpio por la vida, ha sembrado y ha sido buen amigo”, reconoce. “He salido sin rencores, no tengo odios ni resentimientos por nadie. Quizá tenga que ver con mi formación cristiana y humana.

”Eso sí, la parte más dura que viví reafirma que hay cosas que cambiar; que el diálogo es necesario y el cambio tiene que venir desde dentro, desde todos los cubanos donde quiera que estén, sin importar cómo piensen. La Cuba que sueño no puede estar basada en odios ni venganzas: debe ser una Cuba plural y reconciliadora”. 

En espera de lo que diga la Fiscalía, Mario no se atreve a vaticinar nada, pero conserva su esperanza y la confianza en su inocencia.

“Lo único que hice fue caminar en paz por las calles junto a un grupo de personas y gritar que queremos cambio y libertades”, reitera. “No encaré a ningún policía ni otra autoridad o persona que pensara diferente a mí. De eso es de lo único que me pueden acusar; pero como yo hay miles de cubanos: tendrán que acusarnos a todos”.

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