Rolando Garbey explora un viejo periódico y tras enjaular un bostezo trata de recordar la última vez que se vio reconocido en la prensa. Las imágenes de antiguas glorias brotan ante sus cansados ojos como esas sombras que aparecen después de mirar hacia el sol y suelen producir dolor de cabeza…
Minutos antes, cuando nos conocimos en la puerta de su casa, me recibió con un fuerte y firme apretón de manos, acompañado de un cortés buenos días. ¿Buen síntoma para iniciar el diálogo?
Le hablo de la épica y viril naturaleza del boxeo, y un fuego feliz comienza a danzar en el mismo centro de sus intensas pupilas. Me mira fijamente e intuyo que para él boxear fue la brújula con la que se orientó hasta encontrar su camino. Todavía vestido de silencio descubre una risa diminuta y aguda. ¿Estará listo para narrarme el millar de memorias que corren por sus venas? Se reacomoda con calma contra el respaldo de la silla de metal en la que se sentó en el portal y murmura: “Yo soy boxeo”. Definitivamente hay pasiones que merecen ser contadas….
“Empecé jugando béisbol. Era el torpedero del equipo de Los Olmos, en Santiago de Cuba. Un día en el barrio el entrenador Ovelio Wilson me dijo, ¡ven acá, el único de por aquí que no es boxeador eres tú! Imagínate, le dije que no, pero al otro día me aparecí en el gimnasio y a pelear se ha dicho. No sé de dónde saqué un gancho y ¿tiré aaa?, ya, a Diógenes Celé. Gané siete combates seguidos. Ahí empezó la cosa”, afirma mientras se humedece los labios con la lengua, y el dulce viento que corre le inspira a continuar hojeando las páginas de su biografía.
“En medio de un bembé en Santiago, Alcides Sagarra fue a buscarme: ¿Qué tú haces aquí?, peleas mañana en el nacional de segunda categoría, dijo algo molesto. Fui corriendo para el Ateneo Deportivo y al final gané la competencia. De allí para la Escuela Nacional con 15 años”, legitima dándose una vigorosa palmada en los muslos e inclinándose hacia delante con impaciencia.
“La medalla de plata en los 71 kilogramos en los Juegos Olímpicos de México 1968 la saboreé. Perdí con el soviético Boris Lagutin, campeón de Tokio 1964. Yo era un niño. Entonces no existía en nuestro país esa presión por una presea. Fui junto a Enrique Regüeiferos de los primeros en ganarlas para el boxeo cubano.
“Aquí nos recibieron por las nubes. Estaba el Comandante en Jefe, que nos felicitó”, asegura sonriendo, en tanto cruza los brazos y se agarra los codos con las manos abrazándose a sí mismo de felicidad. Se rasca el cuello con el dedo índice. Se toca la barbilla habitada por algunos islotes de pelo canoso. Aclara la garganta y continúa dialogando arrastrando un poco la erre.
“El bronce olímpico de Montreal 1976 tiene mérito. El yugoslavo Tadija Kacar fue mejor en la semifinal. Hice mi boxeo, pero bueno….”. Respira profundamente varias veces como alguien en lo alto de un trampolín. Sus grandes ojos no paran de moverse, en tanto flexiona sus largos y anchos dedos como si estuviera conteniendo el deseo de cerrar los puños.
“Tengo dos títulos en Juegos Centroamericanos y del Caribe. Los de 1970 y 1974. En aquella época era candela la cosa. Me acuerdo de las broncas con el venezolano Alfredo Lemus y el mexicano Emeterio Villanueva. Eran bravos y con calidad. Los jueces siempre alzaron mi brazo”.
Posa su dedo meñique sobre el labio. Traga saliva y su nuez de Adán va arriba y abajo como un boxeador esquivando ganchos. Sus pensamientos se detienen solo instantes.
“Gané bastante. Los tres oros en Juegos Panamericanos es algo que pocos han logrado. En esa época el arbitraje nos llevaba tenso, por eso el triunfo de 1975 no lo olvido. Allí logramos un récord, pues Andrés Molina, Regüeiferos y yo ganamos en la final por nocauts seguidos”, asegura, y las arrugas que van desde su nariz hasta las comisuras de la boca se acentúan, parecen más alegres.
Algunas gotas de sudor comienzan a perlar su rostro. Hace calor. Se levanta y ajustá el pulóver azul en el que resalta la palabra Cuba. Hunde las manos en los bolsillos del mono del mismo color marca Puma y me invita a entrar en la casa. El interior es agradable: una linda sala donde muebles, adornos, cuadros y medallas lucen una interesante armonía.
“Yo fui campeón en uno de los mundiales más fuertes de la historia. el de 1974 en La Habana. Los rivales eran candela. Antes de la final comí mucho”, dice mirándome con el rabillo del ojo, mientras con ambas manos reacomoda con celo una de las fotografías que tiene junto a Fidel en la pared, “Hice una mala digestión, cuando terminé la pelea vomité como nunca. Yo regalaba algunas libras, nunca llegué al peso exacto. Te imaginas cuando chocaba con esos blancos que solo comían carne”, indica mientras se estruja las manos y me da un golpecito en la espalda.
“La fiesta por ganar el Mundial la hicimos en Tropicana. Fidel nos regaló a todos, incluidas nuestras esposas, un reloj”, asevera, mostrándome una vieja y llamativa pieza de pulsera plateada, a la que el tiempo no ha logrado detener.
Regresamos con calma al portal. Toma asiento y la silla de metal deja escapar un chirrido que hiere los oídos. “¡Aquí está lo bueno!”, dice con las manos en gesto de rendición, al ver las tazas de oloroso café que dejó su amable esposa sobre una mesa. Da un sorbo. Enciende un cigarrillo, le da una profunda calada con los ojos cerrados y exhala todo el humo.
“A mí me resultó más duro pelear acá que en el extranjero”, recalca. “El cubano es muy exigente. De mis rivales aquí Luis Felipe Martínez fue el más complicado”, abunda en tanto la ceniza del cigarro alcanza una longitud que desafía la ley de la gravedad. “Tenía un estilo único. De los extranjeros Lagutin, y Villanueva a quien le fue bien en el profesionalismo”.
Se cruza de piernas. Deja descansar uno de sus zapatos sobre la rodilla y relata cómo en los Panamericanos de 1967 le ofrecieron 25 mil dólares por abandonar la delegación. “¡En aquel tiempo eso era dinero, pero se quedaron con las ganas!”, enfatiza dando un sorbo definitivo al café, y sujeta la taza como si esta fuera a echar alas y salir volando. Confirma mientras entrecierra los ojos para ver la hora en su reloj de pulsera dorado, que se retiró a los 28 años, pues era la edad exigida en su etapa. “Mira mi cara, no tengo marcas de golpes”, expresa palpándose con orgullo, a la vez que recalca su infinito cariño por Alcides Sagarra y sus otros preparadores.
“Los boxeadores de mi tiempo eran más responsables. Es verdad que fumábamos y hacíamos otras trastadas, pero sabíamos cuándo parar. Cumplíamos a pesar de tener menos condiciones.
“Desde que me retiré he sido entrenador y con resultados, aunque a alguien le duela. Por mis manos pasaron Sixto Soria, José Aguilar, Jesús Sollet y Guillermo Rigondeaux, entre muchos”, ratifica asintiendo con la cabeza envuelta en canas de color ceniza.
Frunce el ceño. Sus cejas están extrañamente pobladas y tienen un aspecto de reflexión constante. Guardamos silencio unos segundos hasta que él rompe su mutismo. “Antes de que me preguntes”, señala, pues su corazón no sabe ir con calma, “las mujeres tienen derecho a boxear. Están en todo. ¿Que impide que suban al ring? Perdemos medallas. Aquí las hay dispuestas. No lo entiendo”.
Enciende otro cigarro y contempla cómo crecen las cenizas. Cerca se escucha el murmullo de gente que camina por la acera y una voz masculina, que luego de un fuerte silbido, le suelta a una muchacha que tiene unas piernas como para chuparse los dedos.
“Mi familia es muy deportiva”, prosigue dejando escapar un profundo suspiro, “mis hermanos Marcia y Bárbaro practicaron atletismo y béisbol. Mi padre y abuelo jugaron pelota. Un hijo mío estuvo con los Industriales. Lo de nosotros viene desde la raíz”.
De repente hunde el rostro entre sus manos. Sus ojos se ponen duros como el acero y el dolor se abre paso en las palabras.
“Cuando Rigondeaux abandonó el país me acusaron. Dijeron que no era idóneo para trabajar en el equipo nacional. Junto a otros compañeros fuimos a juicio y ganamos. Soy cubano de ley. Mis hijos están en el extranjero, pero les enseñé a defender su país”.
Garbey se levanta. Da un paseíto y distingo en él un casi imperceptible atisbo de estilo al andar. “ Soy un agradecido de la Revolución, ponlo ahí bien grande para que no se te olvide, ¡ponlo!”, me indica rozando con su dedo índice la agenda en la que tomo notas y ya casi cierro. “Gracias a ella estudié. Hice una maestría. Si no es por el boxeo hubiera sido barrendero o vendedor de pirulí. Él es mi vida”, legitima con un apretón de manos que firma la despedida.
(Tomado de Trabajadores)