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La victoria de los Talibanes

El mundo se concentra hoy en los acontecimientos de Afganistán. Los Talibanes culminaron su campaña de conquista con la captura de la capital, Kabul, y la fuga precipitada del presidente Ashraf Ghani. La desbandada o estampida de efectivos norteamericanos y sus colaboradores afganos es espectáculo diario en el aeropuerto. A todos viene el recuerdo de una fuga similar por parte de los norteamericanos de Saigón en 1975, momento en que se alcanzó la victoria vietnamita después de más de una década de guerra.

Concluye así un conflicto cuya duración —dos décadas—, bate todos los registros, en el que murieron casi 3 mil norteamericanos y más de 20 mil resultaron heridos, en su mayoría con serias mutilaciones de sus extremidades. En el momento de más presencia militar, 2011, llegaron a tenerse 110 mil efectivos; el mínimo fue de 4 mil en el 2021. Además, hubo casi 8 mil mercenarios amparados en el término de contratistas.  El total de gastos, hasta el 2019, alcanzó la astronómica cifra de $978 000 millones de dólares. Un costo inmenso e inútil.

Rastreando un poco de historia

EE.UU. se propuso derrotar a los Talibanes y edificar una suerte de Estado moderno en consonancia con sus valores, criterios e intereses. Aspiración fracasada, pues semejante proyecto debía instrumentarse en una sociedad que nada tiene que ver con la norteamericana, ni con sus esquemas de desarrollo e intereses.

Los norteamericanos ignoraron y subestimaron que ocupaban un país cuya sociedad, de cuarenta millones de habitantes, posee extraordinaria diversidad étnica y lingüística —catorce grupos diferentes reconocidos oficialmente—, y cada uno de ellos descansa en un heterogéneo y complejo cuadro de organizaciones tribales.

Sus primeros intentos hacia la formación de un Estado centralizado datan del siglo X. Las primeras instituciones monárquicas comenzaron a cristalizar en el XVIII. Tenían como denominador común, casi todo el tiempo, la primacía del grupo pashtún, mayoría histórica, que representa el 42% de la población total. Dentro de ese grupo existían diferentes tendencias: monárquicos, pronorteamericanos, muyahidines y, en su mayoría, Talibanes desde la década del noventa del pasado siglo.

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El 15 de febrero de 1989 el último soldado de las tropas soviéticas salió de la República Democrática de Afganistán tras una guerra que duró 10 años y costó la vida a casi 15.000 soldados del Ejército Rojo. (Foto: Alexandr Lyskin / RIA Novosti)

Washington —como es habitual— ignoró todo esto y mucho más: que nunca nadie logró consolidar su victoria sobre los afganos, comenzando por Alejandro el Magno y el imperio persa. Obviaron las lecciones del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el Imperio Británico, en su apogeo, no pudo conquistarlo. No sacaron experiencias de la invasión soviética (1979-1988) y su monumental fracaso, que arrastró con los restos de la fuerza de izquierda en Afganistán, el Partido Democrático —de inspiración marxista—, que se desintegró a fines de los setenta.

Pasaban por alto que los Talibanes habían logrado derrotar a los grupos de muyahidines —como se conocían los combatientes contra los soviéticos— que obtuvieron la victoria en 1979 y, sin embargo, para 1996 salían derrotados de Kabul ante los talibanes. Estos se establecieron como poder entre 1996 y 2001, año en que la intervención de EE.UU. y la OTAN los forzó al repliegue y la dispersión.

De espaldas a estas experiencias históricas, EE.UU. invadió Afganistán tras la acción terrorista de Al Qaeda en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001. No obstante, lejos de retirarse oportunamente tras lograr sus objetivos, se empeñaron en una guerra interminable para liquidar a los Talibanes. Veinte años después vemos los resultados.

El término Talibán significa estudiante, y se deriva de los discípulos afganos en los seminarios religiosos (madrasas), donde fueron educados en una interpretación y aplicación rígidas del Islam y de tradiciones pashtún de diez siglos atrás. Las madrasas se localizaban en territorio de Pakistán, y fue en ese país que los servicios de inteligencia paquistaníes entrenaron y promovieron la transformación de los estudiantes en combatientes.

En su abrumadora mayoría, el origen social de los Talibanes proviene de los sectores más empobrecidos: campesinos y pastores, con un extendido cultivo del opio y su tráfico a través de las fronteras vecinas. El opio es hasta hoy la «moneda fuerte» más importante de la población afgana. Una característica singular entre los Talibanes, así como en el resto de la población, es que prevalece la vertiente sunnita del Islam, único elemento unificador y de cohesión entre los Talibanes no pashtún.

El papel de Pakistán en alimentar y respaldar a los Talibanes ha sido particularmente importante. De este modo han buscado asociar Afganistán a sus objetivos geoestratégicos en la región, en particular en su diferendo con la India.

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Los Talibanes en el Palacio Presidencial de Kabul. (Foto: Zabi Karimi/AP Photo)

Además de Pakistán, el entorno geoestratégico abre múltiples interrogantes. Para Rusia supone una preocupación considerable, pues cuatro repúblicas centroasiáticas, ex-integrantes de la desaparecida Unión Soviética, poseen muchas interconexiones con Afganistán. Son ellas Tayikistán (27% de la población afgana está compuesta por tayikos), Uzbekistán (los uzbekos representan 9% de la poblaciónٕ), Turkmenistán y Kirguistán; lo que crea un clima de tensiones a lo largo de semejante extensión fronteriza.

Le sigue una especial vecindad con Irán, cuya población se ha extendido por Afganistán desde el siglo XVIII con la creación del Imperio Durrani. Su influencia cultural y comercial es considerable, aunque su afiliación mayoritaria al chíismo crea una separación no poco conflictiva. Finalmente, China, con un pequeño sector de frontera, podrá abrir grandes posibilidades de inversión y comercio, en caso de estabilizarse el poder de los talibanes.

La estabilización dependerá de varios factores:

a. Conservar su cohesión interna; b. Evitar en buena medida los extremismos que caracterizaron su anterior gobierno (1996-2001); c. Cumplir con los acuerdos suscritos con EE.UU., que los comprometieron a no amparar organizaciones y actividades terroristas (como hicieron antes con Al Qaeda) y a ofrecer garantías para la evacuación de ciudadanos norteamericanos; d. Garantías y seguridad en sus fronteras; e. Sofocar exitosamente cualquier oposición interna en algunas provincias por parte de ex-muyahidines (en particular en la provincia de Panjshkiri, en la que se trata de organizar semejante oposición).

Si este escenario se configura de manera estable, las posibilidades de inversión extranjera y comercio reportarán no pocos beneficios, pues Afganistán es particularmente rico en minerales de elevada demanda actual. A lo largo de estos veinte años el hecho cierto es —como bien destacan especialistas— que «la economía afgana está moldeada por la fragilidad y la dependencia de la ayuda internacional».

Repercusiones en EE.UU.

El debate interno en los Estados Unidos respecto a quién es culpable, ha ganado una intensidad extrema que casi iguala las discusiones sobre la pandemia. Todos los republicanos —los trumpistas en particular— y algunos demócratas, culpan al presidente Biden, en tanto este se defiende al argumentar que semejante desenlace era inevitable. No pocas recriminaciones han sido lanzadas por figuras prominentes de la OTAN.


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El hecho cierto es que los verdaderos culpables habría que buscarlos en las administraciones de Bush (hijo), por aferrarse al proyecto de la ocupación de Afganistán, y de Obama por persistir en el mismo propósito, incrementar hasta el máximo la presencia militar y, tres años más tarde mostrar —junto a sus aliados de la OTAN—, una temprana retirada de efectivos.

Trump desempeñó un papel clave con el Acuerdo de Doha (Qatar) suscrito con el Talibán —ignorando al gobierno de Kabul— en febrero del 2020 y mediante el cual se acordaba el retiro de todas las fuerzas de EEUU para fines del 2021 y el Talibán se comprometía a no albergar ni fomentar organizaciones ni actividades terroristas. Trump razonaba con alguna sensatez que dicha retirada era lo más indicado para cesar su involucramiento en guerras interminables como esta en la región del Medio Oriente.

Lo que ha hecho Biden es, simplemente, ejecutar los acuerdos de Doha en el plazo de tiempo previsto, aunque habrá que ver cuánto cumplen los Talibanes de su parte del acuerdo. La imagen del presidente norteamericano se ha desdibujado en medida apreciable, y es muy probable que esto repercuta negativamente para los demócratas en las elecciones venideras de medio término de 2022 y las presidenciales de 2024, lo que abriría las puertas a un retorno de los republicanos y de Trump, si finalmente decide lanzarse como candidato presidencial.

Lo que se cumple con este episodio de Afganistán, es lo que un analista escribía en The New York Times algunas semanas atrás: «Desde la II Guerra Mundial, EE.UU. no ha podido ganar una sola guerra». El desastre de Kabul, tras veinte años de conflagración inútil, así lo ratifica.

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