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De Vietnam a Afganistán

En enero de 20012, soldados estadounidenses patrullan el oeste de Kabul, Afganistán. (Foto: AP)

Pocos dudan que el desastre concretado el pasado 15 de agosto con la caída de Kabul, la capital afgana en manos de los talibanes, no viene de ahora, sino que tiene su origen en la invasión del país centroasiático por parte del entonces presidente George W. Bush a finales del año 2001.

El pretexto hace dos décadas para invadir Afganistán fueron los atentados terroristas del 11 de septiembre de ese año, cuando sendos aviones fueron estrellados contra las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York, destruyéndolas, mientras otro impactaba en Washington al edificio del Pentágono, con saldo total de cerca de 3 000 víctimas.

El reconocimiento de la autoría de ese golpe monumental a la mejilla del Imperio hecho por Osama Bin Laden, quien por entonces se ocultaba a la sombra del régimen talibán —desde donde dirigía la red terrorista Al Qaeda—, vino como anillo al dedo a los planes de emprender una cruzada de dominación en Asia Central y el Medio Oriente por parte de la administración Bush y sus halcones. En pocas semanas Afganistán fue ocupado y el régimen talibán depuesto, mientras Bin Laden corría a ocultarse en el vecino Pakistán. Estimulado por tan fácil victoria, Washington se proyectó sobre el régimen de Saddam Hussein —muy maltrecho desde la Guerra del Golfo (1990-91) y subsiguientes sanciones internacionales—, hasta invadir Iraq en marzo de 2003 y ocuparlo también muy fácilmente. Se sintieron en aquel momento dueños indiscutidos del planeta.

Pero la realidad demostró que eran cálculos erróneos, pues tanto en Afganistán como en Iraq se iniciaron acciones insurgentes contra los ocupantes extranjeros que, en la práctica, no han cesado nunca, y que fueron royendo como una lima sorda los recursos materiales y morales del Imperio y sus cómplices otanistas.

Las escenas inolvidables de funcionarios, jefes militares y policiales y otros vietnamitas con cargos prominentes en el Gobierno de Vietnam del Sur, subiendo en tropel a helicópteros norteamericanos desde la azotea de edificios el 30 de abril de 1975 en Saigón —hoy ciudad Ho Chi Minh—, parecen reproducirse ahora en el aeropuerto de Kabul, cuando miles de afganos vinculados al recién derrocado régimen de Ashraf Ghani o que prestaron servicios a otras potencias extranjeras intentan escapar por temor a posibles represalias de los victoriosos talibanes.

Por tal motivo, los analistas no han podido evitar las comparaciones entre lo sucedido en Kabul a partir del domingo 15 de agosto de 2021 y lo ocurrido en Saigón 46 años atrás, ante el desplome de los regímenes respectivos de Ghani, en Afganistán, y el no menos corrompido del survietnamita Nguyen Van Thieu.

Entre las similitudes de ambos conflictos aparecen en primer término que se trata  de dos costosas guerras por el dominio geopolítico mundial, iniciadas por Estados Unidos a miles de millas de sus costas, aunque pretextaran en el primer caso la lucha contra el comunismo y en el segundo el combate al terrorismo.

Son también semejanzas la disparidad de medios y recursos empleados por los contendientes en ambas guerras y el costo enorme de los dos conflictos, así como las consecuencias negativas para los perdedores, pues en el caso de Vietnam la debacle desató un síndrome de la derrota que afectó la política exterior de la superpotencia, al menos por espacio de tres lustros, y ahora se esperan también repercusiones más o menos significativas de este último revés.

Es de notar que si bien el Gobierno de Vietnam del Norte (RDV) recibió el apoyo material de la URSS, China y otras naciones del campo socialista, que permitió al Vietcong —apócope de vietnamitas comunistas— contar con armas modernas, incluidas artillería y tanques, los guerrilleros talibanes solo dispusieron de armas ligeras, la mayoría arrebatadas a sus enemigos, y muy poco sustento externo.

La conclusión que debería ser preocupante para Washington y sus estrategas militares es que, si en los años 60-70 del pasado siglo EE.UU. y sus cómplices fueron derrotados por otra sólida coalición, en Afganistán perdieron ante unos pocos miles de insurgentes mal apertrechados, lo que pone en duda la eficacia de un poderío militar superior ante una guerra irregular en ciertas circunstancias. 

Los hechos señalan que en Afganistán otros sembraron y Joe Biden recoge la cosecha, por cuanto la guerra victoriosa iniciada por Bush y sus halcones en el 2001 hubiese sido un éxito de haberse limitado al derribo del régimen talibán y la expulsión de Al Qaeda, pero la decisión de mantener la ocupación del país asiático sin tener en cuenta la experiencia soviética (*), demostraría ser fatal.

Ahora el ex presidente Donald Trump acaba de responsabilizar a Biden de la debacle y exigir en consecuencia la renuncia al actual mandatario.

El abominable Donald parece olvidar que fue él quien sentó las bases de este último desastre al suscribir el 29 de febrero de 2020 en Doha, Qatar, el Acuerdo Para Traer la Paz a Afganistán, con el movimiento talibán, por medio del cual Estados Unidos aceptaba un calendario para retirar sus tropas de aquel país, a cambio del compromiso de su contraparte de convenir la paz con el gobierno de Kabul y no realizar ni permitir que el territorio afgano fuese utilizado para ejecutar actos contra la seguridad e intereses de Estados Unidos y sus ciudadanos.

Cuando el 20 de enero de 2021 se produjo el accidentado traspaso de poder en Washington, el nuevo presidente heredó lo acordado por su antecesor en el cargo, dispuesto a cumplir el Acuerdo, pero, alegando la falta de voluntad del gobierno de Ashraf Ghani  para negociar, los talibanes desataron una gran ofensiva contra centros vitales y capitales provinciales, ocupándolas una tras otra, sin tener siquiera la consideración de esperar al 31 de agosto, fecha pactada para el retiro total de las tropas de EE.UU. y la OTAN. 

Ante los hechos consumados, existe consenso entre los especialistas acerca de que lo ocurrido en Afganistán puede cambiar radicalmente la situación en Asia Central y el Medio Oriente, donde el tablero geoestratégico ha resultado sustancialmente trastocado y, si de una parte el peligro del terrorismo fundamentalista puede amenazar a varias naciones colindantes, como Rusia, China, la India, Pakistán, Tadzhikistán y Uzbekistán, entre otras, también puede fortalecer entre ellas los lazos de alianza y cooperación ante ese flagelo.

Naturalmente que nada de eso conviene a Washington y ahora se precisa estar ojo avizor, pues Biden acaba de señalar en una entrevista: “Hay una amenaza a EE.UU. significativamente mayor procedente de Siria (…), del este de África (…) y de otros lugares del mundo que desde las montañas de Afganistán (…)”.

Ello puede significar un intento de desviar la atención del actual desastre y quizá ya esté maquinando junto a sus asesores un golpe de efecto espectacular, como el que ejecutó Ronald Reagan en octubre de 1983, cuando a pocas horas de la voladura del cuartel general de las tropas de EE.UU. en Beirut, Líbano —con saldo de 243 muertos—, lanzó la invasión a la minúscula isla de Granada como parte de la Operación Furia Urgente, y puso a la prensa a hablar de otra cosa. 

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