‘Crecencio’
De niño nunca me gustó mi segundo nombre. Lo odiaba. No solo porque en el aula mis compañeros y hasta algún que otro maestro se burlaban de un nombre que desentonaba tanto con los ‘Yusimisisleidys’ de mi época, sino también porque me parecía feo, horrible.
Cuando tuve la edad mínima para comprender conceptos como el amor y la muerte, mi madre me explicó que mi segundo nombre me lo habían puesto en homenaje a un hermano de mi padre que no logró tener hijos porque, con apenas 26 años de edad, lo habían secuestrado en Argentina, 13 años antes de yo nacer. Mi mamá me decía que, por eso, debía sentirme honrado y orgulloso de mi segundo nombre. Lo habían secuestrado (y posiblemente asesinado) solo por ser fiel a la Revolución Cubana y prestar sus servicios en la embajada de la isla en Buenos Aires.
Aún así, en la inocencia y la ingenuidad de la niñez, no comprendí el honor que llevaba en mi carné de identidad, la muestra de amor que mi padre perpetuaba al menor se sus hermanos al nombrarme como él.
No fue hasta llegar a la Universidad, tras interiorizar el dolor de mi padre y mis tíos por la incierta ausencia del hermano desaparecido, que cobré real conciencia de quién había sido mi tío Crescencio, el Negro, como cariñosamente lo llamaba la familia.
El Negro nació nueve años antes del Triunfo de la Revolución, en las lomas yaguajayenses de La Garita, en el norte de Sancti Spíritus. No tuvo ropa ni zapatos hasta los nueve años. No fue a la escuela primaria. Vivía en piso de tierra, sin corriente eléctrica, ni servicio médico alguno. Su madre, mi abuela, murió antes que Crescencio cumpliera los diez años, murió de tuberculosis porque la familia no pudo pagar el tratamiento con antibióticos que necesitaba. Antes de llegar a la adolescencia, Crescencio quedó huérfano de madre y vivía en una loma, en medio de la miseria.
Tras el triunfo de la Revolución, a medida que el país pudo extender salud, educación y comida para todos, mi tío Crescencio comenzó a estudiar, se preparó intensamente y logró llegar a ocupar un puesto en el cuerpo diplomático de Cuba.
Para la familia, fue algo asombroso, increíble: el último de los hermanos logró superarse, salió de la miseria y la ignorancia de la loma, llegó a La Habana y de ahí logró viajar hasta Argentina, a defender aquellos ideales enseñados por el padre, aprendidos con la Revolución Socialista, gestados con el proceso social que dejó atrás el desamparo en que nació, un proceso que le permitía ser alguien por sus habilidades y destrezas sin importar de dónde venía, que le garantizaba derechos básicos a sus sobrinos y a los hijos que nunca tendría, que le daba la oportunidad de una vida mejor, más plena, con la dignidad restaurada.
En Buenos Aires, solo por creer y defender el socialismo cubano, por declararse comunista y fiel a Fidel Castro, acabaron con su joven vida.
Él no era un militar, no era un miembro del Gobierno, no tomaba decisiones… simplemente era miembro del cuerpo de seguridad de la embajada cubana. Pero por amar la Cuba socialista, le arrebataron la vida, en plena juventud. Sus captores y asesinos, pagados por Estados Unidos, confirmaron luego que mi tío no se quebró, que no traicionó, que no lograron sacarle ninguna información a pesar de la rigurosa tortura de varios días.
A veces imagino, especulo, sobre las cosas qué pudiera haber pensado mi tío durante esos terribles días antes de que lo mataran, a quién de la familia hubiese anhelado darle un último adiós, para quién sería su último pensamiento. Pienso a veces en aquello que planificaba con sus 26 años para su vida futura y que le arrebataron tan injustamente.
Lo peor es que la familia estuvo 36 años esperando alguna noticia. Solo se sabía que lo habían secuestrado. Dicen que su padre, mi abuelo, murió senil preguntando insistentemente por su hijo, el más chiquito, aquel que despidió un día con la promesa de volverlo a ver tras cumplir el deber con la Patria. Dicen que mi abuelo, ya sin conciencia, repetía ¿y ‘el Negro cuándo va a venir?’.
A mi abuelo le quitaron su hijo más pequeño, le quitaron la posibilidad, incluso, de enterrarlo. Más de 20 años después de la muerte de mi abuelo, cuando se cumplían 35 años de la desaparición de mi tío, mi papá comenzó a orar por su hermano. Cada día durante un año estuvo pidiéndole a Dios que le diera alguna noticia, que acabara con la incertidumbre. Mi papá pedía al cielo saber algo: si el Negro estaba muerto o si estaba vivo, algo que les quitara la incertidumbre, porque después de aquel 9 de agosto de 1976 no habían sabido nada más de Crescencio.
Un año después de estar orando, la noticia llegó finalmente: habían encontrado los restos mortales de mi tío, en un tanque relleno de concreto, en Argentina. Fueron 36 años de sospecha, pero la certeza de la muerte aún era demasiado dura, implacable.
Lloraron todos abrazos, rabiosos, tristes, indignados… todo se confirmaba: al Negro lo habían matado.
Durante el sepelio, palpando el dolor de la familia, viendo las lágrimas de quienes lo conocieron, sufriendo por el sufrimiento de mis seres queridos comencé a amar mi segundo nombre, Crecencio, un nombre que desde entonces llevo con orgullo. Nunca estaré a la altura de mi tío, pero es un honor llevar su nombre, dar el placer a mi padre de comprender, aceptar y estar feliz por esa elección que hizo para llamarme, y más que eso, me honra amar la causa por la que murió injustamente.
Hoy se cumple un aniversario más del secuestro de mi tío, otro triste 9 de agosto en que la familia Galañena recuerda que le quitaron un hijo solo por creer y trabajar por la Revolución Cubana. Eso nunca lo olvidaremos, para él también fue una cuestión de Patria o Muerte.
En video, más detalles del secuestro y la desaparición:
https://youtube.com/watch?v=wYU-0cQkUZA&rel=0
(Tomado de Cubaenresumen)