Lo conocí en la oficina del director del Hospital Mario Muñoz Monroy de la ciudad de Colón, en Matanzas. Terminaba una reunión con la dirección del centro hospitalario en la que participó el gobierno municipal, y un fabricante de pinturas por cuenta propia (en vía de convertirse en PYME). Se ponían de acuerdo para pintar la fachada del inmueble.
Miguel Ángel Paz Chil, es el presidente de la Cooperativa No Agropecuaria de Construcción, Servicio de Andamios y Cofres (SANCOF), de Matanzas, una de las más grandes y eficientes del país. Quise conversar con él, pero estaba apurado, y acordamos que nos veríamos cualquier otro día en la capital provincial. Y así fue.
Mi intención era partir de aquel encuentro fortuito para abordar la participación de la cooperativa, creada en 2013 a partir de una entidad estatal y solo 13 socios (hoy son 254, entre ingenieros, arquitectos, diseñadores, economistas, más todos los oficios vinculados a la construcción), en la batalla contra la COVID–19.
En la actualidad, el promedio de edad de la cooperativa es de 43 años. Veintiséis de sus miembros son militantes del Partido y 11 de la UJC. Sus trabajadores cuentan con seis secciones sindicales.
Cuando indago sobre las ganancias mensuales que obtiene un socio por su trabajo –hay lógicas diferencias entre los que producen y los que no–, las cifras que ofrece, sin ser pequeñas, están por debajo de lo que yo imaginaba.
¿Cómo evitar que sus socios prefieran el trabajo por cuenta propia y abandonen esta forma socialista de producción? «Las ventajas de estar en una cooperativa como esta, insiste, trascienden lo estrictamente monetario». Y según las estadísticas, la estabilidad laboral es alta.
Existe una reserva interna para la atención a los socios y una externa, para los programas sociales.
«A todos los que han enfermado se les mantuvo una garantía salarial –explica el ingeniero Miguel Ángel–, incluso al que se considera de alto riesgo y no debe asistir al trabajo o al que fue señalado como contacto. Se distribuyen módulos alimenticios y se organizaron ferias. Las reservas están creadas.
«Solo hubo que especificar que durante este año sería utilizada en función de la pandemia, y eso lo aprobó la Asamblea. Apadrinamos el consejo popular de Ceiba Mocha, asumimos oficialmente la atención de dos consultorios, pero terminamos atendiéndolos a todos, porque no íbamos a diferenciar entre el médico de un vacunatorio y el de otro.
«Gabriel, nuestro comunicador, estuvo al frente de esa tarea durante 45 días. Él y el chofer terminaron enfermos. Pero hemos tenido activa participación en los hospitales, por ejemplo, en el Faustino, que el año pasado tenía un flujo inadecuado de pacientes y trabajadores.
«Hubo que reformar el hospital en menos de una semana y en plena crisis, cuando estuvo contaminado. Nos metimos y resolvimos ese problema. Se necesitó después que ampliáramos 80 capacidades en la EIDE, en los albergues de primaria, para convertirlo en un centro de aislamiento que funcionara como extensión del hospital pediátrico, y lo hicimos en solo cinco días».
Pero existen programas que son anteriores a la pandemia, y que la COVID-19 ha redimensionado, como «Donamos por tu vida», creado en 2016. Desde entonces sus socios han aportado 671 donaciones de sangre, y se proponen cerrar este año con otras 150.
Gabriel Torres Rodríguez, el comunicador, tiene 32 años. Sobre el apadrinamiento al consejo popular de Ceiba Mocha, añade: «A la escuela secundaria básica donde se encontraban los vacunatorios asignados se le dio un mantenimiento general, desde el punto de vista constructivo y de pintura».
«El apadrinamiento no se limitó al poblado, pues hay comunidades de difícil acceso con personas impedidas físicas, a las que hubo que vacunar en sus casas. La cooperativa garantizaba la alimentación y el transporte, el traslado de la vacuna, de las muestras y test rápidos, de medicamentos para personas con tratamientos oncológicos o de diabetes.
«El carro también operó como ambulancia, no solo para casos de reacciones ante la vacuna, también para otros más específicos, y para el traslado de los médicos y del personal de salud que vivía en lugares muy alejados».
De regreso, Miguel Ángel me sugiere que pase por el edificio de 12 plantas en cuyo piso superior se encuentra El Polinesio matancero y no puedo refrenar mi curiosidad. La cooperativa que dirige se encargó de su nuevo diseño y termina las labores reconstructivas.
La pandemia tendrá un fin, y aun cuando empecemos a vivir una nueva y diferente normalidad, me alegra comprobar que la ciudad se prepara para ese día. Ojalá, pienso, la calidad del servicio esté a la altura del espacio creado. Desde lo más alto, me deleito con el paisaje de la ciudad y su bahía.
Al partir, tropiezo con un grupo extraño de personas que mezcla colores frente a una de sus paredes laterales. Entre ellos está el pintor paisajista y escultor Jesús Alberto Mederos.
El proyecto, concebido para los dos edificios de 12 plantas, impactará en los habitantes y en los visitantes de la ciudad, porque ambos se encuentran muy cerca uno del otro, en diagonal, y pueden observarse desde muy lejos.
Ya el primero exhibe orgulloso la obra terminada: los colores de la bandera del 26 de julio con la estrella del Comandante en jefe al centro, y en los bajos, paisajes campestres de la provincia.
En el segundo de los edificios, un poco más atrás, se dispondrán los colores y formas de la bandera cubana, y la estrella solitaria al centro. También, como en su antecesor, la obra se rematará con paisajes campestres.
Mederos está eufórico. Sabe que Matanzas será identificada, incluso desde el aire, por esas obras. Sabe que la ciudad necesita del arte, y del compromiso. Que los demonios de la muerte serán vencidos, y entonces, tendremos escuelas y hospitales, restaurantes y entornos urbanos tocados por la magia del buen hacer, y del arte. Miguel Ángel y Mederos, cada uno a su manera, son constructores de la paz. Saben que a la larga siempre triunfa la vida.
