Una y otra vez el ruso Muslim Gadzhimagomedov lo buscó sobre el ring. Un golpe al aire, otro más, un tercero, y con cada intento fallido se diluían las esperanzas de un hombre que es campeón mundial en los 91 kg y llegaba a Tokio para ampliar su reinado.
Sin embargo, sobre el ring encontró un fantasma, una sombra acostumbrada a subir al primer lugar y dispuesta ahora a conquistar su segunda corona olímpica. Cuando por fin el árbitro señaló al cubano como el vencedor, Julio César se volteó a las cámaras y lo dijo muy claro: “Yo soy la Cruz”.
Como en otras tantas ocasiones, el capitán del buque insignia lució impresionante sobre el encerado. Una finta, un movimiento de torso, una provocación con la guarda baja para incitar al contrario y tentarlo a golpear primero. Solo entonces Julio César iba al contraataque. Una entrada rápida, precisa, y otra vez afuera, a diluirse sobre un ring que cuando pelea la Cruz parece mucho más grande, más resbaladizo.
El primer round fue un inobjetable 4-1. Desde las gradas, Roniel Iglesias, otro campeón, se lo decía una y otra vez. A su lado, otra voz tomaba el Kokugikan Arena con un grito largo de “capitán”, como si la palabra tuviera eco en medio del sonido de los golpes de Julio César. Un asalto después la historia terminó 5-0 y “la sombra” tenía más de la mitad del camino recorrido. Entonces sería mucho más difícil encontrarlo sobre el cuadrilátero.