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La luz que emerge tras abrir un sobre

Los años 60 del siglo pasado resultaron decisivos para la consolidación del nuevo proceso que comenzaba entre nosotros desde que, en 1959, la Revolución cubana tomó el poder. La opción socialista, que pronto fue declarada por la máxima dirección del país, parecía aceptada e incluso bien recibida por la mayoría, sobre todo dentro del mundo intelectual. Pero eran diferentes las vías desde las que se pensaba la política cultural del país, lo cual generó fricciones, tensiones entre grupos y personalidades que se decantaban por unos u otros.

La cultura, magma supraestructural tan complejo, fue caldo de cultivo para esas luchas manifiestas en diversos hechos trascendentales, algo que, sabemos, lo sigue siendo pues realmente se trata de uno de los rubros más conflictivos y polémicos dentro de la sociedad.

La literatura ensayística insular (también la fictiva, pero dada su peculiaridad, sin el nivel de análisis o teorización de aquella) ha reflejado ya algunos de esos enfrentamientos iniciales, en libros como Polémicas culturales de los 60, de Graziella Pogolotti; Tiempo de fundación, de Alfredo Guevara (y otros títulos suyos); Tomás G. Alea: Volver sobre mis pasos (Selección de Mirtha Ibarra), entre otros. No es fortuito que estos dos últimos autores estén relacionados directamente con el cine, como quiera que fue ese uno de los “campos de batalla” donde con mayor vehemencia y fuerza se manifestaron las aludidas contradicciones y choques entre tales grupos.

A esos textos se suma ahora, aportando nuevo y revelador contenido, La historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948-1964), de Iván Giroud, director del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.

Dogmáticos y heréticos

Resulta más que oportuno, imprescindible, antes de entrar “en materia, remontarse a los orígenes, lo que precedió a los principales fenómenos que aquí se exponen, de modo que en el primer capítulo “Entre dogmas y herejías” (una frase que, dicho sea y no de paso, hubiera preferido para nombrar el libro todo) se retrocede al año en que pudiera comenzar esta historia: 1948.

Giroud rastrea la existencia de cine clubes, dentro de los cuales se registra el primero justo ese año, algo que ilustra sobre el hecho del indudable interés que despertó siempre el séptimo arte entre nosotros, ante todo en el sector artístico e intelectual, y donde nombres como Cine Club de la Habana y Sociedad Cultural Nuestro Tiempo pusieron los cimientos del ICAIC y de la gestión cinematográfica de los primeros años revolucionarios.

Resulta útil comprobar las dificultades que, en medio de gobiernos dictatoriales como el de Fulgencio Batista, encontraron estas iniciativas durante los años 50, pero también las diversas reacciones que movimientos internacionales dentro de la historia del cine (como el Neorrealismo italiano, la Nueva Ola francesa, o el Free cinema británico) generaron en las diferentes fracciones de las directivas políticas que ya se movían en el país. Las mismas que serían heredadas en las iniciales décadas del nuevo orden sociopolítico, incluso cuando ya se habían creado instituciones como el propio Instituto de cine, y su subordinada (aunque con una indiscutible autonomía) Cinemateca de Cuba, que como vemos aquí, fue primero un cineclub.

Desarrollar el cine en Cuba es una prioridad esencial para el recién estrenado gobierno revolucionario una vez que toma el poder en enero de 1959. A finales del primer mes se establece la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde con la sección de Cine”, se lee en el siguiente acápite de esta primera parte.

Pero, a medida que avanzamos en la lectura, nos daremos cuenta de lo que ya sentábamos en la introducción a esta reseña: la casi unánime aceptación del sistema social elegido por la directiva revolucionaria (el socialismo) no excluía la existencia de posiciones encontradas, incluso antagónicas dentro de las tres franjas que, sin lugar a dudas, se disputaban el control en la gestión cultural —y no solo dentro de la esfera fílmica— del país.

O sea, si se respiraba un clima de apoyo a las nuevas fuerzas políticas, un espaldarazo incondicional a la Revolución triunfante dentro de la clase intelectual, no era así cuando de diseñar y encauzar las políticas a la hora de administrar el arte y la cultura se trataba.

Esas tres secciones, según tiene a bien dejar sentado el libro, fueron el Partido Socialista Popular, el ICAIC y el periódico Revolución, con el suplemento cultural de este, Lunes de Revolución, lo cual no excluye que, dentro de las filas de esas mismas instituciones, hubiera contradicciones y posiciones diversas, como se demuestra en las páginas que siguen.

Tal apuntara la ensayista Zuleica Romay en su texto de presentación en la Casa del Festival recientemente, “empalmado como un collage en que ensayo y testimonio enhebran un solo discurso, este libro posibilita, si nos situamos a la distancia adecuada, apreciar las colisiones y alianzas, las sinergias y divergencias, los amparos y rechazos que favorecieron o entorpecieron el despegue del proyecto revolucionario cubano en su primer sexenio”.

La propia dinámica en los avances sociales, la complejidad de la situación política (la contrarrevolución armada en el Escambray y otras zonas rurales, la invasión imperialista en Girón, el recientemente decretado embargo económico por parte de Estados Unidos…) harán doblemente problemática la instauración de una directriz cultural que, mientras respetara la libertad artística, la educación (también) estética y el aprendizaje en lo que recibíamos desde otros lares, evitara confusiones y con ello la entrega de armas al enemigo desde la supraestructura.

Fantasmas que polarizaban, por una parte, el dogmatismo del “realismo socialista” procedente de la aliada Unión Soviética, y, por otra, las posiciones “torremarfileñas” de grupos e intelectuales que defendían el presunto derecho del artista a mantenerse de espaldas al maremágnum social, se enfocaban en los debates y discusiones del momento.

Las puntas del iceberg

El cine, que por razones obvias centraliza La historia en un sobre…, constituirá un caldo de cultivo esencial para la manifestación de esas contradicciones, que Iván Giroud, auxiliado no solo de las grabaciones parcialmente inéditas dejadas (y entregadas a él) por el presidente del ICAIC, Alfredo Guevara, sino por buena parte de la bibliografía y, sobre todo, material de prensa que circuló en la época —el cual arroja no poca luz sobre esta y sobre los “forcejeos”, como acertadamente les llama en algún momento, en materia ideoestética y política—, usa para armar este «sobre» cerrado y oportunamente abierto décadas después.

En el manejo acertado y riguroso de tales fuentes, se aprecia un mérito incuestionable en el texto, que también mantiene un saludable distanciamiento respecto a posiciones individuales y de grupo(s) que afloran en las reuniones y (des)encuentros llamados a capítulo.

Es, quizá, la postura más cercana a la del documentalista que, si bien sabemos nunca ha comulgado con la “objetividad” atribuida por algunos, al menos nos acerca desde una mirada amplia e inclusiva a zonas de la realidad que nosotros, en tanto receptores, debemos descodificar, sopesar y valorar, para emitir a posteriori juicios de valor.

Pero me refería al cine como principal motivo no solo de enfoque para revelar el caldeado y tenso clima político-cultural del momento, sino de principalísimo “campo de batalla” donde se manifestó aquel, aunque la intensidad y encono de ese panorama trascendieran los límites de la pantalla grande para abarcar, ya hemos dicho, la cultura y, sobre todo, la política en torno a su desarrollo y enfoque en los inicios de aquella década fundacional.

Es el controvertido corto documental P.M., de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal (1961) el catalizador que despliega la tormenta, pero bien sabemos que no debe confundirse el signo con lo que representa, y si bien aquel actuó como tal, a lo que apuntaba era a esas ostensibles diferencias de criterio respecto a la cultura, su proyección social, su administración y enfoque al pueblo.

El detonante fílmico levantó una marea de desacuerdos, de posiciones opuestas, de choques que tuvieron lugar en diversas reuniones celebradas en Casa de las Américas, el ICAIC, y la Biblioteca Nacional, adonde llegó todo con la reunión que el presidente Fidel Castro sostuvo con artistas y escritores durante varios viernes, y cuyo documento resultante se conoce como Palabras a los intelectuales.

Prohibido por la dirección del ICAIC de manera inconsulta respecto a miembros de su junta y asesores, pero a la vez trasmitido por la TV en un programa regido por Lunes…, el pequeño filme tuvo el mérito, la misión histórica de poner el dedo sobre la llaga de conflictos acuciantes: la exhibición cinematográfica en sí, pero también la realización, el papel del creador; las influencias foráneas, la postura del artista ante obras reaccionarias y su asimilación; las bizantinas luchas entre forma y contenido; los límites de la libertad artística, y muchos otros polémicos rubros vinculados con el arte y la cultura, con las gestiones de elaboración y trasmisión, y con el papel de los dirigentes en esas funciones.

Con lujo de detalles, pormenorización, rigor, Iván Giroud va desandando la madeja, hilvanando sus partes, ofreciendo los testimonios rescatados y transcritos (sin revisiones estilísticas persiguiendo la mayor fidelidad ) con un sentido relacionador y vinculante, que le permiten saltar de los hechos puntuales (además del corto de marras hubo un documental inglés, Primary, que también generó debates y posiciones enfrentadas entre cineastas e intelectuales) a otros más generales que colmaron las posturas estéticas y políticas entre posiciones rectoras en aquel decisivo momento histórico —las ya conocidas, pero imprescindibles de retomar por su relación con lo expuesto, polémicas entre Alfredo Guevara y Blas Roca, por ejemplo, respecto a la exhibición de ciertos filmes extranjeros, o los choques entre el primero y el cineasta Tomás G. Alea ante la diversidad de criterios respecto a aspectos de la creación cinematográfica y la gestión tanto empresarial como política del ICAIC.

La cuidadosa documentación que lo respalda, la valía testimonial (los aportes de connotadas figuras de la cultura respecto a P.M. y la manera en que se manejó todo o la definitoria reunión extraordinaria entre la dirección del Instituto de cine y miembros del Partido Socialista Popular, que justamente alimenta el contenido del susodicho “sobre amarillo”, con el discurso de Alfredo Guevara y las intervenciones de Titón y otros miembros) permiten a cada lector armar (o al menos intentarlo) el intrincado caleidoscopio del momento, informarse de primera mano y formar sus propios juicios en torno al complejo mundo político y cultural que se agitó en la época, y que late dentro del papel.

Como todo buceo inteligente y revelador en el pasado (un pasado formador, decisivo), ello nos permite entender mucho del presente.

Acerca de la edición y otros aspectos

Con un diseño sobrio pero elocuente (la cubierta de RAUPA alude a una estética predominante en la época que protagoniza el libro, los iniciales 60: el pop-art, guiño también a la cartelística cinematográfica del momento, como sabemos en su edad dorada) La historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948-1964), logró, en la edición de Camilo Pérez Casal, una plasmación de su texto bastante cuidadosa pero no exenta de numerosas erratas: una conjunción o preposición que falta o sobra, cierta palabra cambiada, pero ya sabemos que hasta un mínimo signo (tilde o coma) puede variar un significado y no siempre el contexto es suficiente para esclarecerlo.

Hay algunos aspectos de distribución en la materia que, ya en directa consulta con el autor, hubiera podido ser diferente; digamos, en la útil sección final de los anexos, el número 5 (Memorando de Tomás G. Alea a Alfredo Guevara), a mi juicio debió colocarse no en esa condición sino como ítem fundamental del libro, y situarse antes de las páginas que ocupan la citada reunión extraordinaria, por cuanto el director del ICAIC responde en buena parte de ese discurso a impugnaciones que le hace el cineasta, y que al aparecer después ocasiona entendibles dudas en el lector.

Quizá también debió agregarse, además del segmento “Selección de lecturas sobre cine en Cuba (1948-1964)”, otro con bibliografía propiamente dicha, más general, que seguro consultó Giroud en sus investigaciones.

Pero son apenas detalles que no empañan en lo absoluto el brillo y alcance de un libro ya imprescindible en el desentrañamiento de nuestros procesos históricos y culturales, mucho más allá del cine. Queda ya como un sobre para abrir una y otra vez en nuestros estantes.

(Tomado de Cubaliteraria)

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