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Díaz-Canel en su berenjenal

La aparición de Díaz-Canel en mangas de camisa, apoltronado en el escenario de matorrales del palaciego salón del Partido, marca el momento en que el fantoche se convirtió en déspota.

Celosías de caoba de una Sierra Maestra con aire acondicionado, resguardaban la silla giratoria desde la que el nuevo dictadorzuelo ordenó romper cabezas. “Por encima de mi cadáver. Estoy dispuesto a todo”, unas palabras que marcan el antes y el después de la ilusión castrista.

Una botellita de agua fría es cuanto queda de los días románticos de las montañas, los arroyuelos y las guerrillas. La mesa redonda es ahora cuadrada y, en derredor, cuatro cuadros políticos escuchan con la boca cerrada. El dictadorzuelo Díaz-Canel, presidente vitalicio del consorcio Castro e Hijos, SA, será conocido a partir de hoy, simplemente, como “El Singao”. Así lo ha dejado dicho, como demandan los nuevos tiempos, la estrella de cine triple X, Mia Khalifah.

El gerente de la empresa Castro e Hijos habla de revolución, mientras la revolución que tanto desconoce, la de los miserables y los indignados, se adueña de las calles y las plazas. Porque la revolución de la Sierra degeneró en tiestos de malanguitas y jardines verticales, lámparas de luz fría y canceles de lujosa majagua. Díaz-Canel no es más que es el encargado de defender las cuantiosas inversiones inmobiliarias de los Castro, y un paquete de valores llamado “Continuidad”.

La compañía Continuidad Inc. ha experimentado una actividad frenética en los últimos doce meses: 27 campos de golf, 200 marinas, 1800 habitaciones de hotel. Hasta ayer, el bisne marchaba a pedir de boca, y el pueblo esperaba por su pedacito detrás de las alambradas.

Ni en tiempos de Gerardo Machado, mucho menos en los de Batista, la furia del populacho se había manifestado de manera tan rotunda y multitudinaria como este 11 de julio. Al día siguiente del asalto al Palacio Presidencial, aquel 13 de marzo de 1957, más de 500 mil personas marcharon en La Habana para expresar su repudio a las acciones de José Antonio Echeverría y sus pistoleros. Pero eso fue solo en La Habana, y posiblemente orquestado por Batista. En cambio, este 11 de julio, centenares de miles de manifestantes marcharon en toda Cuba, desde el cabo de San Antonio hasta la punta de Maisí, para expresar su asco por la Revolución castrista.

Fue el más grande acto de repudio a la revolución en la historia del país al que el mundo entero identifica con esa palabreja. ¡Cosas veredes! Era el fin de una época y el amanecer de otra.

Hasta ayer Díaz-Canel fue un vulgar fantoche, pero esta mañana se convirtió en un brutal asesino. Ayer era un deslucido guajiro villareño. Hoy ingresa, escoltado por Tabernilla y Carratalá, a la galería de retratos atroces de una nación atroz.

De solo verlo hundido en su sillón de cuero, pasando revista a las tropas antimotines, nos hervía la sangre. Pero la culpa es de Raúl, que abandonó el poder y renunció al trono justo en el momento en que se vislumbraba la ineluctable decadencia y resquebrajamiento de su reino milenario. ¡Después de mí el diluvio! Raúl abandonaba el poder y ponía en las manos del guajiro villareño, y de su gordita retozona, una guataca y un berenjenal, con la encomienda de devolverle cada año una cosecha de peras.

Ah, pero el anciano olvidaba el adagio que reza: “No le pedirás peras al berenjenal”, y sucedió que a las doce en punto de la noche del 10 de julio, el reino de Castrópolis se deshizo entre las manos del fantoche, y que las berenjenas se convirtieron, casi mágicamente, en espantosas ratas de cloaca que se arrancaron las bridas y corrieron a las tiendas MLC para saquearlas de las mercancías que con tanta avaricia había acumulado, durante seis décadas, el gallego bandido dueño de la plantación.

Hubiera sido mejor que Canel contara el chiste cruel que es nuestra historia revolucionaria y nos mandara a la cama, antes que aferrarse a los brazos del sillón y declarar abierta la caza de contrarrevolucionarios. Que fácil hubiera sido admitir, como lo hizo en Twitter la ya imprescindible Mia Khalifah: “¡Me equivoqué! ¡Soy un singado!”, o una singada, en este caso. Pero, ¡no!, Díaz-Canel tuvo que proclamarse dictador y enviar a las calles sus cuadrillas de casquitos antimotines, tomando la senda de los milicos latinoamericanos.

Un Martí de bronce que se parece sospechosamente a Fabio Grobart, lo observaba desde su zócalo, mientras Díaz-Canel lo explicoteaba todo, y enumeraba las faltas de su desgobierno, pero sin admitir culpas ni pedir excusas. Que el pueblo se echara a las calles esta mañana era responsabilidad del Imperio, concluyó, como si él mismo no se hubiera convertido en una especie de Calígula.

Se equivocaba de eras el dictadorzuelo. Hoy puede reprimirse a un pueblo, pero no a la Internet, porque el último invento del imperio obliga a represores y reprimidos a hacer uso del mismo medio. Lo que significa que todos somos súbditos del mismo emperador.

Díaz-Canel ignora, o prefiere ignorar, la imperiosa cláusula democrática del nuevo imperialismo. El papel periódico, con el que se controlaba a la Cuba antigua, ya no nos sirve ni de papel higiénico. Porque también la suciedad se ha trasladado a las redes y allí nos limpiamos todos con todos. Incluso una guaricandilla como Khalifah puede ensuciarse en su presidencial figura.

Por muchos escenarios montañosos que construyan con jiquí y madreselvas, Díaz-Canel y sus tropas ya no están en la Sierra. La batalla no es con Winchester y Katyushas, sino, como dijo su jefecito, con simples ideas. Exactamente lo que está en faltante, este 11 de julio, en el almacén de Castro & Hijos, SA, y lo que le sobra al pueblo desesperado que tomó las calles.

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