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El sistema acusatorio y la democratización de la administración de justicia

Existen dos grandes sistemas de procedimiento penal que resultan antagónicos. El primero se denomina sistema inquisitorial, y representa el extremo menos garantista. El otro se conoce como sistema acusatorio y deviene antípoda de aquel.

El sistema inquisitorial se caracteriza por la escritura, el secreto de las actuaciones, la prueba tasada y el acceso restringido. Un proceso escrito impide a terceros conocer el contenido de lo que se juzga, lo cual se relaciona con el secretismo; si, además, solo una selectísima pléyade accede al ejercicio judicial —acceso restringido— el acto de justicia se torna no solo incomprensible, sino impenetrable y de manera malintencionada, augusto. La prueba tasada, por su parte, impide la libre valoración, pues le indica al juzgador el valor que ha de ofrecer a determinado tipo de prueba: tasándolas. Convierte así el proceso en un acto más burocrático que valorativo.

Es probable que el primer aldabonazo contra aquella hierática justicia se encuentre en la Magna Carta que le fuera arrancada a John I of England —conocido consecuentemente como John Lackland o Juan sin tierra— en 1215. Allí, en el capítulo XXXIX, se declara: «Ningún hombre libre será detenido o encarcelado o desposeído o puesto fuera de ley o de cualquier otra manera destruido, ni le condenaremos ni le impondremos prisión, excepto por el juicio legal de sus pares conforme a las leyes del país».

Sin embargo, el sistema inquisitorial comenzó a menguar de forma significativa a partir de la Revolución francesa en 1789, en atención a la tríada republicana que proponía. El sistema acusatorio se impuso de forma gradual sobre su antecesor. La oralidad, la publicidad, la libre valoración de la prueba y la participación del pueblo en la impartición de justicia se implementaron como necesarios complementos de una república que concebía la justicia más como valor que como poder.

La incorporación del pueblo llano en la impartición de justicia se entiende como la humanización de un proceso que se consideraba extremada e innecesariamente severo, frente a una jurisdicción en exclusiva profesional —y hasta cierto punto esotérica—. Pocos años antes de la Revolución francesa, en 1764, Césare Beccaria publicó el ensayo De los delitos y las penas en el cual resaltaba la necesidad de la proporcionalidad entre las penas y los crímenes que las motivaban, junto a otros principios penológicos que hoy se entienden como básicos.

Distintos fueron los diseños para insertar al pueblo en el ejercicio de la justicia. Los más conocidos pudiesen ser: el jurado anglosajón, jury o grand jury —decide sobre hechos, se reserva a los letrados el derecho—; el sistema escabinado —los miembros del jurado se pronuncian también sobre derecho, pues entre ellos hay profesionales del derecho—; y los jueces legos que, en el caso cubano, conforman junto al juez profesional una suerte de escabinado.

La palabra «lego» posee varias acepciones, la mayoría religiosas, pero la más laica es la que interesa: «falto de letras» —no necesariamente una persona sin instrucción profesional, sino desentendida en ciencias jurídicas, lego en tanto novicio en derecho—. Así, un juez lego tiene el poder de decisión sobre el fondo del asunto —dispuesto en el Artículo 152 de la Constitución cubana— aunque carezca de la instrucción jurídica de uno profesional.

En el caso cubano, el Artículo 2.2 inciso f) de la Ley 82 «De los Tribunales Populares» refiere: «Para los actos de impartir justicia, todos los tribunales funcionan de forma colegiada y en ellos participan, con iguales derechos y deberes, jueces profesionales y jueces legos». La composición varía en dependencia de la instancia judicial. En los Tribunales Provinciales Populares intervienen tres jueces profesionales y dos jueces legos —Artículo 35 de la misma ley—. Esta instancia, en el caso del derecho penal, se encarga del juzgamiento de delitos cuya pena posible suponga la privación de libertad por más de 8 años. No significa que el mínimo imponible en la sede provincial sea de 8 años, sino que el marco sancionador (la posibilidad de sanción) incluye originariamente esa pena.

Por ejemplo: el Artículo 327.1, correspondiente al delito de «robo con violencia o intimidación en las personas», tiene un marco sancionador de 7 a 15 años; el Tribunal puede imponer 7, o incluso si aplicase artículos como el 17.1 relacionado con la edad —suponiendo que el acusado tenga 17 años—, el marco resultante podría quedar de entre 3 años y 6 meses hasta 7 años y 6 meses. El marco anterior devendría competencia municipal, pero esta viene marcada por el marco sancionador originario: de 7 a 15 años, sin importar las modificaciones que pueda sufrir a posteriori por circunstancias del hecho.

En el caso de los Tribunales Municipales Populares, la composición es de un juez profesional y dos jueces legos —Artículo 38—. Esta instancia se ocupa de delitos sancionables hasta los 8 años de privación de libertad. De igual forma, no significa que no pueda imponerse en esta sede una pena superior, pues la competencia deriva del marco originario. Un ejemplo de lo anterior es el caso reciente conocido como «clandestinos», con sanciones que llegaron a los 15 años cuando el marco originario era de 2 a 5.

Cada juez cuenta con un voto, con independencia de su condición. Para decidir sobre los hechos, o sobre el propio fallo —sanción o absolución—, se requiere una mayoría simple: tres votos en el caso provincial, dos en el municipal.

Esta responsabilidad no puede reservarse para ningún tipo de élite, pues iría contra la mismísima matriz de diseño institucional. El único requisito cuantificable, de alguna forma, es el que aparece en el inciso b) del Artículo 43.1: «buenas condiciones morales y (…) buen concepto público». Los candidatos emanan, de manera fundamental, de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), aunque la comisión de selección —y los candidatos— también la conforman la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), los Comité de Defensa de la Revolución (CDR), la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP) y la Federación Estudiantil Universitaria (FEU).

Los jueces legos electos —la comisión presenta las candidaturas a las respectivas asambleas del Poder Popular, con el visto bueno de los Tribunales— desempeñarán sus funciones ordinariamente por un período de cinco años, un mes cada cual.

EL JUEZ LEGO EN LA PRÁCTICA CUBANA

En Cuba se ha normalizado un discurso agresivo, conservador y que tiende a criminalizar la individualidad. Importa la Revolución, no tanto los revolucionarios; importa la masa, no el hombre.

Fidel Castro, durante el discurso pronunciado el 5 de enero de 1999 en conmemoración al XL aniversario de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), expresaba: «A veces ha habido descuidos, blandenguerías en nuestras leyes. Sí, hay algunos delitos que hay que combatirlos con todos los hierros (…), ¿por qué nuestro Código establece (…) que treinta años solo, si la alternativa es la pena capital? O, de lo contrario, veinte años. Y aquí hay quienes se ríen de los veinte años, porque saben que la Revolución ha sido benévola, generosa, que ha dado todo tipo de facilidades (…). Veinte años no asustan a mucha gente».

Ese tono, ese ninguneo de condenas que son harto severas, no comenzó en 1999, sino que puede encontrarse en la propia génesis de un proceso que en aras de ese «derecho a defenderse» —invocado recientemente por Yaira Jiménez Roig en representación de la cancillería cubana— se ha mostrado más severo de lo que a priori aconsejarían las reglas básicas de proporcionalidad.

Puede que esta sea la razón o quizá nada tiene que ver. Pero lo cierto es que esos jueces legos[1] —con cuya humanidad habría de iluminarse el tribunal, esos que le recordarían al juez profesional «lo dura que está la calle», esos que en principio serían mucho más empáticos con sus conciudadanos que aquel juez profesional que lleva demasiado tiempo togado— tienden a la desproporcionalidad, a esa filosofía que compartía Fidel con Carlos Gardel sobre la fugacidad de una veintena de años.

La justicia no se imparte para las masas, y la relación de esta con aquella es, en todo caso, incidental. Sin embargo, priman entre los legos —y algunos profesionales no están exentos— las valoraciones morales utilitaristas ante la empatía necesaria para ajustar la pena a la culpa. La deontología va bien para las formas, pero el contenido ha de analizarse con empatía. Es una cuestión de perspectiva afectiva, de entender la realidad circundante de aquel que se encuentra en el banquillo de los acusados.

En más ocasiones de las que pudiesen considerarse prudentes el juez profesional —en el nivel municipal[2] ocurre con mayor tesón— consume buena porción de la parte deliberativa en desmontar discursos agresivos, en retrotraerse a épocas enciclopedistas para relatar cuestiones de proporcionalidad de las penas, en erigirse defensor del sentido común —y del acusado— frente a excesos morales, en rescatar la sensatez que Fidel entendía como «blandenguería».

En última instancia, la influencia de los legos en la deliberación dependerá, en buena medida, del propio carácter del juez profesional y de su capacidad de humanizar el análisis forense; de su capacidad para enseñarle a los legos a mirar el caso desde una perspectiva empática, por encima de «valores nacionales» o «moralidad socialista». Pero trasmitir proporcionalidad a los legos no ha de formar parte del quehacer de los jueces profesionales, porque la deliberación pasa a convertirse en un segundo juicio en el cual el juez profesional, entonces, desempeñaría funciones de abogado defensor en lo tocante a la pena.

La colegiatura a nivel municipal en Cuba solo ha supuesto un ejercicio extra para el juez profesional, que ha de servir de escudo al acusado frente a la furia derivada del «fuera la escoria, no los necesitamos» impresa en la psiquis de los camaradas que resultan elegidos en organizaciones más revisionistas que marxistas. La posibilidad de un tribunal unipersonal en la instancia municipal se me antoja un alivio, incluso para un juzgador que, de facto, prácticamente juzga por sí. Las sanciones en el nivel municipal son apelables sin formalidad alguna y siempre quedará una instancia superior que evite excesos —al menos en la misma medida en que los evita con una colegiatura como la que hoy existe—.

La importancia de los legos se remonta a la necesidad de sumar al pueblo a impartir justicia y semejante ideal no ha de desdeñarse; empero, puede reservarse para instancias superiores. Ante la disminución del volumen de legos necesarios, podría escogerse con mayor cuidado a los que, en definitiva, irán a llevar luz, ponderación, mesura, a ese augusto poder que es la justicia.

[1] La valoración que sobre estos se hace en el artículo emana exclusivamente de la experiencia personal que acumuló el autor mientras estuvo vinculado al sistema de justicia y no supone una acusación contra esos actores.

[2] En el nivel provincial, al intervenir dos jueces legos frente a tres profesionales, las consecuencias de una valoración severa por parte de los legos no tienen tanta repercusión, en principio.

 

*** Este texto forma parte del dosier «La reforma penal en Cuba, una mirada en perspectiva».

 

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