Estaría bien resucitar a cada rato a Fulgencio Batista para analizar una época marcada por el robo, el asesinato, la tortura y la corrupción, cuatro caras de un solo tiro de dados, a partir de las cuales se pudieran explorar otros aspectos, siempre y cuando no se mancille la historia verdadera y, mucho menos, la memoria de los que todavía pueden contarla.
Las revisiones políticas, sin embargo, pueden ser veleidosas, y máxime cuando las alimenta el rencor.
Batistianos furibundos de primera cría quedan pocos –debido a una natural disposición del almanaque–, pero ello no es óbice para que aparezcan nuevos adláteres, nacidos algunos tras la fuga del tirano, y que se erigen en defensores de lo que han querido creer, y difundir, con tal de atacar a la Revolución Cubana.
De nada vale que los testimonios y análisis históricos sean tan rotundos que, ir en su contra, sitúen a los «lúcidos revisionistas» en el terreno de la enajenación o del embuste insolente. No les importa, porque juegan las cartas de la manipulación y el olvido a partir de una supuesta «Cuba floreciente» en los años 50 del pasado siglo, de ahí la repulsa a El Padrino, por solo exponer el filme de Coppola, algunas situaciones perturbadoras en relación con la década idílica que tratan de glorificar, en especial el vínculo de Batista con la mafia.
Otros resucitadores van más allá, y se remontan al nacimiento de «el hombre de Banes» para magnificar su ascenso social y político a lo largo de una república sujeta a los derroteros de Washington, que tuvo en él a un fiel servidor. Tránsito histórico en el que el general emerge como personaje principal tocado por el aura de los elegidos, y despliegue de justificaciones ante sus barbaridades que, sin tirar por la borda alguna que otra crítica en función de un supuesto balance, recurre a ratos a un estilo hagiográfico para exponer la vida de Batista en correspondencia con la de cualquier santo. Propósito difícil –se comprenderá–, pues el escritor de marras debe desdoblarse en ilusionista para hacer creer que el presidente golpista no fue responsable del baño de sangre que enlutó a la nación, ni robó cuanto creyó necesario, que fue demasiado.
Ya en 2012, en ocasión de cumplirse 60 años del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, hubo un florecimiento de opiniones, principalmente en Miami, que trató de exponer «el caso Batista» desde diversos ángulos, la mayoría con el interés de convertir en «bueno» al hombre «malo», o al menos restarle responsabilidades. Dimes y diretes, junto a algún que otro examen parcialmente atendible, casi todos en función de analizar la Cuba de aquellos días y, en el paquete reflexivo, un reproche filtrándose cual mantra lacrimoso: Batista había sido incapaz de prever el «fenómeno Castro».
Libros dignificando a Batista han visto la luz unos cuantos, el último de ellos, el año pasado, y salido de la pluma de Zoé Valdés, todo un espectáculo la señora en el manejo ofensivo de una contrarrevolución supuestamente ilustrada. La señora Valdés se caracteriza por insultar a todo aquel que, con relación a Cuba, no piense como ella. No importa que se defienda a la Revolución, o se le critique desde las más aviesas intenciones, el pulgar de la señora decidirá –no pocas veces recurriendo a vulgaridades– qué vale o no vale, y hasta el tono de lo que se exprese. Quien no la siga es un envidioso (término que adora) y quien de ella se distancie, a causa de algún que otro disparatado análisis suyo, se ha pasado al campo enemigo.
Escritora profusa, le cuesta trabajo conservar un decoro literario y, como tal, responder a la imagen contestataria que de ella fabricaron sectores de la derecha europea. Sabe la señora lo difícil que es mantenerse en anaqueles en tiempos en que la lectura, por desgracia, ha pasado a un segundo plano, y sin más se refugia en el marketing de la literatura contrarrevolucionaria para ligar ficción con elementos reales manipulados a su antojo. Así surge Pájaro lindo de la madrugá, un libro que no es novela ni ensayo ni nada clasificable, sino más bien, ejemplo de un desconocimiento primario que cualquier estudiante de Historia pudiera poner de vuelta y media. E, igualmente, una sumisión a los pies del tirano –delante de cuya tumba, en Madrid, se hiciera retratar– con el ánimo de restaurar una Cuba existente solo en su imaginación.
La mayor parte del libro de la señora Valdés (nacida en 1959) recrea la conversación de dos hombres, con más de ochenta años de edad, que analizan la vida transcurrida bajo la presencia de Batista. Comoquiera que la autora ha dado muestra de ser en extremo emotiva (y hasta agresiva) en cuanto a las críticas a sus libros, he aquí algunos fragmentos provenientes de personas que están lejos de simpatizar con la Revolución e, incluso, vierten opiniones en contra del socialismo cubano, pero que, ¡valga Dios!, respetan la historia:
Janisset Rivero: «Las omisiones son significativas en la narración y perspectiva de los hechos. Omitir, por ejemplo, que el líder de los sargentos no era Batista, sino Pablo Rodríguez durante los hechos del 4 de septiembre de 1933, que el plan político de la Revolución del 1933 fue obra de los jóvenes estudiantes universitarios del Directorio Estudiantil Universitario (DEU) o que los decretos promulgados por el gobierno de los cien días encabezado por Grau San Martín fueron la base del posterior despegue económico y social de Cuba, es lamentable».
José Álvarez: «De entrada, ya se descubre la naturaleza subjetiva de las opiniones vertidas sobre la vida del dictador cubano. Sí, señora Valdés, aunque usted afirme que «Batista ha sido llamado injustamente dictador», su personaje no solo fue un dictador sino también un criminal y un ladrón. Vayamos por partes. Batista gobernó con el apoyo de las fuerzas represivas, realizó un par de elecciones fraudulentas, persiguió a miembros de los poderes legislativo y judicial, no se cansó de encarcelar y asesinar opositores y, al final, terminó huyendo como había llegado: amparado en la negrura de la madrugada y no como el pájaro lindo del título de este libro. El guajirito oriundo de Banes fue también un criminal».
Jorge Riet: «Este es un libro extraño, porque es un ensayo político camuflado en una débil ficción literaria, porque esta es una mera excusa para ofrecer una interpretación del personaje de Fulgencio Batista y los azarosos años que acompañaron a este personaje de la historia cubana. Precisamente, en el confuso diseño de la obra, cargada de un torrente de menciones a sucesivos acontecimientos históricos que desbordan al lector poco versado en la historia cubana, no acaba de encontrarse la pauta que realmente aclare al lector si se enfrenta a una novela o a un ensayo reivindicatorio de ese singular personaje que fue Batista. A tal extremo, que la autora convierte su pretendida ficción en un ajuste de cuentas escasamente literario contra la Revolución de Fidel Castro, aportando datos de los intentos reformistas de los gobiernos de Batista y pasando de puntillas, por las sombras del personaje y sus hechos, que resuelve con dudosas comparaciones de situaciones similares de sus enemigos».
¿Revivir a Batista?
Sí, pero en serio, para evitar los atracos.