Tras esos franceses llegó a Baracoa el doctor Enrique Faber. Bien parecido, simpático, buen médico, el tipo no cejaba de jactarse de su condición de cirujano de los ejércitos napoleónicos. Sin embargo, parecía escaso de apetitos. No gesticulaba ni alzaba la voz; no bebía aguardiente ni frecuentaba los lupanares. Su bondad era casi franciscana.