Llegamos al Van Troi 1, municipio de Caibarién, tres meses después del naufragio. El sillón pequeño de madera aún sigue en la sala del apartamento 1 del bloque a; pero ahora está vacío. Lázaro Jiménez González, el abuelo, nos habla con un nudo en la garganta y es difícil preguntarle sobre lo ocurrido. Nunca sospechó nada de la salida de su nieta Lisbetty Alfonso Jiménez y los dos pequeños.
El 26 de febrero, cuando llegó del trabajo, estaban Quirenia Estevez Moreno y Yania Cruz Alonso sentadas en la casa. Lisbetty le dijo que iba a llevar el niño al médico porque seguía mal de la garganta.
«Ese día se despidió como siempre:
–Abuelo nos vamos, danos un beso–, me dijo y nos abrazamos fuerte. La primera noticia me la dio en una llamada Omar Figueroa Castro, pareja de Lisbetty y residente en Miami. Me explicó que los iba a sacar del país. Entonces pasaron un día y otro y otro, sin tener noticias de ellos. El 2 de marzo volvió a llamar para decirme que ya habían salido y que iban a full para Estados Unidos. Esa misma tarde mi nieta se comunicó, dijo que estaban en una casa de Cayo Hueso, pero me engañó. La realidad es que estaban en cayo Sal», rememora.
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En la madrugada del 5 de marzo Sekiel Castro Vergel (Kiko) y Omar entraron al cayo bahamés en una lancha más pequeña. La embarcación de la recogida inicial había sido interceptada, en alta mar, por guardacostas
norteamericanos y Juan Manuel Ortueta, detenido porque seguía ilegal en el país norteño, ahora debía ser devuelto a las autoridades cubanas.
A tres millas náuticas de cayo Sal, Bahamas, la pequeña nave zozobró en la madrugada. La hija de Lisbetty fue la primera en desaparecer. Los 23 cubanos restantes luchaban por mantenerse a flote con lo primero que apareciera a la vista: galones de gasolina, pedazos de madera, retazos de sogas en el borde de la lancha. Pocos llevaban salvavidas. Leandro Rodríguez Hernández se sujetó de una boya pequeña que emergió a la superficie.
«La mar estaba picada y el oleaje golpeaba fuerte. Cuando nos hundimos, todo el mundo se tiró al agua y empezó a nadar, en medio de aquella oscuridad. Lisbetty no paraba de dar gritos: –¡Ay, mi hija, mi hija, nadie me la ayudó! ¡Mi hija, mi hija!–, nos decía a los hombres», describe Jorge Luis de La O Machado.
Yania no recuerda mucho. Salvarse fue un milagro, ella no sabe nadar. «Yo sobreviví aguantándome de los galones. La gasolina me fue quemando, eso provoca un ardor que no se puede resistir. Fueron 14 horas en el mar, sin agua, sin comida, pasando frío. Yo entré a un agujero que había en la lancha, ahí fue donde único pude respirar un poquito. El agua me daba por la cintura y podía respirar. Llegó un momento en el que me estaba asfixiando y salí, pero volví a entrar porque Quirenia me dijo que estaba pasando cerca un tiburón. Ella con los pies me impulsó otra vez para dentro. Ya después no recuerdo más nada. Estaba hablando y delirando, no sabía de mí, yo estaba en otro mundo», señala.
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Yanniel Morales Caraballo indica que a muchos se les iba la mente; de momento hablaban contigo y no se entendía qué decían. «Lo que uno pasó fue un trauma que te bloqueaba. Estábamos en shock, no sé».
Alrededor de las ocho de la mañana emergió un paquete con varios salvavidas y algunos pudieron usarlos. Según Quirenia, eran muy pequeños y apenas les mantenían la cabeza fuera del agua. La lancha fue virándose hasta adoptar una posición vertical.
Roberto Bermúdez Rodríguez se pudo subir en la proa y desde ahí comenzó a mirar los alrededores, en busca del mínimo indicio de tierra. «Los otros miraban para arriba y me decían que el único que se iba a salvar era yo».
«Uno de pronto estaba sosteniéndose y miraba a un lado y otra persona había fallecido, o estaba gimiendo. Tratabas de levantarle la cabeza para que no se ahogara, pero perdías las fuerzas mientras intentabas ayudar a los otros. Los hombres fuimos rotándonos el niño. Javier Barcacia Alfonso (Tuty) lo tuvo cargado hasta el último momento. El pequeño guapeó muchísimo, muchísimo, pero a las 12 horas ya no aguantó más por la hipotermia», agrega Yanniel.
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A las diez de la mañana seis hombres deciden salir a nado hacia cayo Sal, con el objetivo de volver a incendiar algunas ramas de mangle como señal de auxilio. «Teníamos pocas posibilidades de sobrevivir, decidimos nadar en grupo para que no nos atacaran los tiburones. Cuando alguno se retrasaba no podías regresar a salvarlo, tenías que continuar nadando. Mi hermano menor no podía más, tenía muchas quemaduras en el cuerpo. Traté de darle los primeros auxilios, pero estaba muy mal. Me quité mi salvavidas y se lo puse en el cuello, pero seguían pasando las horas hasta que falleció delante de mí y no pude hacer nada», narra José Yuniel León Vega, uno de los tres pescadores que había logrado incluirse en la tripulación.
«Yo les digo que no cometan la locura que hice. Por ganar cuatro kilos se pierden cosas más valiosas que el dinero. Nosotros perdimos las vidas de dos niños inocentes y a mi hermano. ¿Al final para qué, para lograr qué objetivo? Lo más valioso que hay es la vida», agrega.
A las cinco de la tarde, los náufragos cubanos fueron rescatados por un buque de la Real Fuerza de Defensa de Bahamas. De las 24 personas fallecieron 12, entre ellas, la madre de los niños. Alejandro Tejeda Pérez describe que llegaron a tierra bahamesa el 6 de marzo. «Ahí nos estaban esperando con ambulancias, equipos médicos, nos tomaron las huellas y nos tiraron fotos para identificarnos. Estuvimos dos meses en Bahamas recuperándonos de las quemaduras y en algunos casos con tratamiento siquiátrico por el trauma. Tuvimos también oportunidad de llamar a nuestros familiares en Cuba. Yo no pude hablar casi, mi familia lloró mucho».
Las unidades de las Tropas Guardafronteras de Cuba y las Fuerzas Armadas Revolucionarias desplegaron una búsqueda aérea y naval. Detectaron la lancha, con folio de Florida, en la bahía de Cadis. Había sido arrastrada por las corrientes marinas hacia las aguas territoriales cubanas sin personas a bordo.
El 29 de abril los sobrevivientes fueron devueltos a las autoridades cubanas por el Aeropuerto Internacional José Martí. Después de cumplir con los protocolos sanitarios orientados para estos casos, fueron trasladados a un centro de la Dirección de Identificación, Inmigración y Extranjería del Ministerio del Interior. Según los procedimientos de higiene y epidemiología, se les realizó una prueba pcr e ingresaron en un centro de aislamiento. Luego retornaron a sus hogares en la provincia de Villa Clara.
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Para Quirenia, lo que vivieron fue una película de terror, una catástrofe. «Nunca vamos a olvidar todo eso, es imposible. En nuestro caso íbamos en una lancha y mira lo que nos pasó. En el mar no hay nada seguro», concluye.
Hace unos días visitamos, en Remedios, a Olga Lidia Machado, madre de Jorge Luis. Para ella su hijo todavía sigue muy afectado emocional y sicológicamente. «A veces no duerme bien, tiene muchas pesadillas, se levanta de mal carácter, se siente frustrado, inestable. Él antes no era así. Recuerdo que la segunda noche después de llegar a la casa, empezó a gritar y a gritar por el niño desaparecido. Jorgito todavía está muy mal y todos nosotros con él», comenta.
Lázaro, el abuelo de Lisbetty, destina las fuerzas que le restan para enviar su mensaje a todos los que están en planes de salir ilegal del país: «Les pido no hagan caso a esas noticias que se publican en el exterior sobre las llegadas exitosas. Eso no es así, hay un riesgo muy grande para la vida. Nosotros hoy estamos sufriendo. Todo el que queda en el camino, el que no llega a Estados Unidos deja una secuela en la familia. Esto nos deja vacíos, estamos intentando llevar una vida, pero por dentro nosotros también estamos muriendo».