El violín ha quedado en un lado de aula o de escuela, donde convive con otros instrumentos. Son días de supuesta pausa, de largo confinamiento, y el aula, ahora, está cerrada. En medio de lo apacible, al violín y al aula le atraviesan sueños similares. La segunda necesita que le devuelvan la algarabía; el primero extraña la caña desbrozándole las cuerdas y, de cierta forma, se parece demasiado a la algarabía, también, su necesidad de contacto.
Esa imagen de soledad, esa sensación de vacío aparente, pueden ser fuertes, pero hay historias más aciagas queriendo arrebatarles el vuelo a uno y otro; queriendo negarles la música.
Cuando han faltado las cuerdas, el profesor le ha improvisado unas de cables de teléfono, o algún artesano le ha devuelto vida a las cañas para que vuelvan a recorrer las cuerdas. Y el aula ha recobrado sus mejores notas. Después de todo, se le puede quitar a un niño un instrumento, un juguete, un algo material, pero nunca —nunca— se le puede quitar un sueño… Sobre todo, si ya lo ha soñado demasiadas veces. Y, mucho menos, se le puede arrebatar la música.
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No hay escenario cerca como el que está anhelando en su regreso. Por eso »