«Me acababan de decir la hora. Eran las cuatro menos cuarto de la madrugada y se había parado un motor. Seguía entrando agua y ya me llegaba al nivel de la cintura. ¿Qué es lo que pasa? –pregunté. Cargué al niño de Lisbetty Alfonso Jiménez, que dormía encima de mí envuelto en una capa, y fui a llevárselo. Apenas las linternas de los celulares me alumbraban el rostro. Intentaron encender el motor, pero no arrancaba. Sekiel Castro Vergel (Kiko) y dos hombres empezaron a picar un galón de gasolina con un cuchillo. No dio tiempo a nada. La lancha se hundió», nos cuenta Quirenia Estevez Moreno, y se tapa el rostro con las dos manos. Queda en silencio y no dice más nada.
Hacía dos meses que Juan Manuel Ortueta Manso había llegado a Miami en un chapín, como se le conoce en Caibarién a los botes o balsas rústicas. A los pocos días, contactó con ella y, a través de WhatsApp, iniciaron una relación amorosa.
«Chateábamos de cómo estaba la vida aquí y allá, de las niñas y la bobería esa del enamoramiento. Siempre decía que me iba a llevar para afuera, que no me preocupara por los 15 de la niña. Yo nunca había pensado en irme, le tengo pánico al mar y no sé nadar, pero andaba loca con la situación económica y entonces él empezó con aquello de llevarme. Me escribió que venía a buscarme dentro de poco. Yo tenía que decidir», relata Quirenia.
Juan Manuel la llamó el 26 de febrero para avisarle de la salida: «Tú lo que tienes que hacer es montarte con ellos y tienes que irte porque yo voy a entrar a buscarte». Así le dijo, y aceptó. «Se me apareció la oportunidad y la agarré, de todas formas, cuando llegara allá, si no me gustaba, me separaba de él y seguía con mi vida», agregó.
Ella dejó a sus dos niñas con la hermana mayor y no dio muchas explicaciones, solo que se iba de viaje por unos días. Sería un trayecto rápido, sin complicaciones. Según Juan Manuel, en pocas horas llegaría con éxito a la costa de la Florida, igual que él.
Llevó consigo, exclusivamente, un monedero con el carné y un poco de dinero. No pensó en las 90 millas de distancia, en la profundidad de las aguas, en las marejadas que vuelven el mar Caribe un infierno de olas, en los tiburones y, mucho menos, en el coronavirus.
Al día siguiente, un desconocido la recogió en una motoneta e inició el recorrido. «Primero me llevaron al Van Troi 1, donde me estaban esperando Lisbetty con sus dos niños. Luego se fueron incorporando otros durante el viaje», relata.
Roberto Bermúdez Rodríguez fue una de las personas que se sumaron. Contaba con los 10 000 dólares para costearse la salida, ya que había vendido una moto recientemente. Fue contactado por un conocido de Caibarién, alias Pepe. En el caso de Leandro Rodríguez Hernández, unos familiares y amigos le prestarían el dinero al llegar a Miami.
«Cuando nos bajamos del carro llegamos a un terraplén y nos empezaron a guiar monte adentro. Caminamos varios kilómetros y atravesamos un cañaveral. Los hombres estuvimos ayudando a Lisbetty con sus hijos pequeños, la niña de seis años y el varón de dos. Era un camino bastante intrincado», describe Leandro.
Las noches del 27 y el 28 de febrero durmieron a la intemperie, sin comer ni bañarse. El guía los había dejado solos. No contaban con insumos, solo con unos dulces y tres litros de agua para ocho adultos y dos niños. «Lisbetty era la que llevaba en una mochila galletas, jamonada, barras de maní y algunos medicamentos», refiere Quirenia.
Con el paso de los días continuaban uniéndose más personas hasta sumar 20. En la tarde del 1ro. de marzo, llegó otra vez el guía y los acercó a la Playa Nazabal, Encrucijada. Otra noche acostados a la intemperie, soportando el hambre, el frío y las picaduras de los jejenes.
En la mañana siguiente, José Yuniel León Vega, pescador de la zona, caminaba por el litoral costero, cuando a lo lejos divisó a un grupo de personas gritando y haciendo señas hacia una embarcación que se acercaba.
«Vi un reguero de gente metiéndose en el agua y haciendo bulla. Me mandé a correr para buscar a mi hermano y mi primo, que estaban pescando más abajo. Nosotros tres nos unimos al grupo y hablamos con Juan Manuel y Kiko, los lancheros, para que también nos llevaran. Ellos nos dijeron: ¡Móntense, guajiros, se la ganaron!», comenta.
Junto a los dos cubanos que timoneaban la embarcación, en total sumaban 25 personas a bordo. A las 10:45 a.m., arrancaron los motores. Ya en el mar, la meta era llegar, sin ser descubiertos por los guardacostas estadounidenses.
Si lograban llegar con éxito a suelo estadounidense, podrían permanecer en el territorio y, transcurrido un año, recibir la condición de Residente Permanente por las autoridades del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS, por su sigla en inglés).
Pero el «sueño americano» empezaba a verse lejano. Después de haber recorrido más de 160 kilómetros, se quedaron sin combustible, mientras se acercaban a Cayo Sal, Bahamas.
«Nos bajaron de la lancha, con el agua al nivel de los hombros. Tratamos de ayudar a Lisbetty para llevar a los niños hasta la orilla. Nos dijeron que iban a salir con la poca gasolina que les quedaba y recargar el combustible. Regresarían dentro de un rato a recogernos. Nos dejaron 20 pomitos de agua, unas galleticas, sorbetos y lascas de jamón para ir sobreviviendo», señala Leandro.
Sin embargo, el «rato» en el cayo bahameño se convirtió en tres días. Las pocas galletas y el agua que tenían las dejaron solamente para los pequeños. La inhóspita zona contaba con unas palmeras que prácticamente no tenían cocos. La desesperación y la sed los ahogaba.
Al tercer día, trataron de incendiar el cayo en busca de auxilio, con una fosforera que José Yuniel traía para encender los cigarros; pero no funcionó. Apenas tenían agua para los menores. Se acostaron a dormir y esa madrugada del 4 de marzo otra embarcación regresó.
«A las 3:30 a.m., apareció Kiko en una nave más pequeña. Éramos mucha gente para tan poca lancha. Yo me senté en la popa porque me daba mucho mareo y había vomitado en la salida», recuerda Quirenia.
«Subimos a bordo y ¿qué pasó? La película del Titanic», se pregunta y responde a la vez Roberto. «Después de una hora y media, como a 30 o 40 nudos, empezamos a hundirnos en cuestiones de segundos. Primero se apagó el motor y, 15 minutos después, la lancha se hundió», relata.
La primera en desaparecer fue la niña de Lisbetty. Al darse cuenta, la madre comenzó a gritar. Todos buscaron de dónde aguantarse. Iniciaban las 14 horas más aterradoras de sus vidas. Quedaban 24 personas vivas, con menos de cinco salvavidas, tres mujeres no sabían nadar…