Fue en un parque de Baracoa donde me pidió que lo buscara si quería tener otro hijo. Jorge y yo estábamos en el final del viaje más importante de nuestras vidas y, en ese momento, augurábamos que otro, aún más intenso, nos uniría para siempre.
Desde ese día, él y yo pasamos dos años construyendo cada pedacito de nuestra relación, como dedicados hilanderos. Con suavidad y dulzura preparamos el momento ideal. Lo planificamos todo, hasta el mes en el que queríamos que naciera nuestro hijo. Durante el embarazo él siempre estuvo ahí, atento, delicado, sonriente, tan embarazado como yo. Desde que apenas se me notaba la pancita, papá le cantaba y le ponía sus temas de rock favoritos. Se quedaba pegadito, con la oreja puesta en mi ombligo, para ver si recibía alguna señal de vuelta.
Cuando papá llegaba y le hablaba, aunque fuera de lejitos, el bebé comenzaba a dar pataditas rítmicas. Ellos tenían una comunicación especial, una extraña clave morse mediante la cual se acariciaban y se decían cosas lindas, tarareaban canciones y se tocaban suavemente a través de mi piel.
El único momento en el que nos separamos fue cuando entré al hospital a parir. Nos separaron. Los padres no pueden entrar a las salas de preparto y menos durante la pandemia. Mientras yo tenía contracciones, él se tomaba unas cervezas con sus amigos. Yo estaba asustada, aterrorizada, marchita. Él estaba feliz, emocionado, radiante. Por suerte somos muy distintos, papá y yo. Tenemos maneras muy diferentes de afrontar las cosas, eso nos hace invencibles. Cuando llegó el bebé, papá se quedó con nosotros en el hospital la semana que estuvimos ingresados y nunca más ha vuelto a dejarnos solos. No han podido volver a separarnos.
Yo sabía que aquel muchacho con un nomeolvides detrás de la oreja podía ser un gran padre. Pero no imaginé que el nexo con su bebé sería tan profundo. Durante los primeros meses del niño, compartíamos todas las actividades. A medida que Oliver ha ido creciendo y decidiendo, yo me he quedado al margen de varias rutinas que ellos prefieren hacer juntos y solos.
Oliver solo come cuando su papá está en casa y se sienta a su lado. Solo hace caca en su sillita con su papá. Solo duerme la siesta de la mañana sobre el pecho de su papá. Se baña con su papá. Hace sonidos, gestos y movimientos que son como chistes internos entre ellos. Por las noches, estira la patica para sentir que su papá está ahí. Cuando hay que salir de pronto, el bebé prefiere que vaya yo si su papá está jugando con él. Hago las tareas domésticas porque ellos prefieren estar juntos. Así pasan los días muy unidos, hasta que a papá le toca trabajar y entonces Oliver se apega a la teta y a mis desafinadas canciones.
Cuando llega del trabajo, Oliver sabe que Jorge tiene que desinfectarse y bañarse antes de cargarlo. Pero va caminando detras de él, tambaleándose, y espera ahí, con ojos brillantes, a dos metros de distancia, hasta que papá pueda tocarlo. Ellos tienen un amor físico. Necesitan tocarse, morderse, babearse. Ellos se disfrutan tanto que a veces siento que sobro en ese mundo, pero luego de unos minutos de amor intenso él me dice: «Mamá, este bebé te necesita». No sabemos cómo sería nuestra vida si papá tuviera, al menos, una teta.
Para suerte nuestra, yo llevo las tetas en esta relación y en los momentos de apapachamiento materno, Jorge cruza de la primera infancia a la preadolescencia, porque Diego también lo prefiere a él para las tareas de la escuela, para las series, para los juegos, para los documentales de deportes. Y cuando se juntan los tres… ¡ay! Abrazo de hombres, puños cerrados, Oliver como un machito asado, juego de manos, situaciones peligrosas, objetos punzantes, carreras de obstáculos, lanzamientos al aire. ¡Desesperación total de mamá!
Entre nosotros nos entendemos y sabemos que papá es imprescindible para mucho más que jugar. Sin embargo, cuando Oliver va a las consultas, la doctora pregunta por el pipi, la caca, la comida y las cosas que sabe hacer el bebé mirándome fijo a los ojos. Papá está a mi lado, pero ella no lo interroga, porque supone que yo alimento al niño y él trabaja, que yo visto al niño y él lee el periódico, que yo baño al niño y él ve un partido de fútbol, que yo duermo al niño y él sale a la calle a «tirarse a una jevita». Yo sé que mi buena doctora piensa eso de papá, porque «todos los hombres son iguales». Entonces yo le digo: «Tienes que preguntarle a él, porque es quien pasa más tiempo con nuestro hijo». Ella se queda de piedra.
Algo parecido ocurre cuando llaman por teléfono familiares, amigos, y preguntan si el papá me «ayuda con el niño». Les contesto que quien le ayuda soy yo. Yo busco el agua, seco los pipis que va dejando el bebé por toda la casa, busco el calzoncillo limpio, toallitas húmedas, cambio las sábanas, busco la ropita, recojo juguetes, los auxilio en sus dinámicas y cuando siento un chiflido de papá es que el bebé me necesita. Esa es nuestra realidad. Una realidad que provoca el asombro de no pocas personas a nuestro alrededor. Pero para nosotros ese comportamiento es normal. Algo que hemos heredado de nuestros hogares, de nuestras infancias diferentes, pero semejantes en muchos aspectos.
Es difícil reivindicar la figura del padre, sobre todo ante estructuras, imaginarios sociales y perspectivas que se basan en realidades muy complejas. No todas las mujeres tienen la posibilidad de compartir la maternidad con un compañero de viaje. No todas pueden estar acompañadas desde el inicio, por múltiples circunstancias. Pero quisiera que los buenos padres, los presentes, los que están al tanto de todo y los superespeciales, como el de Oliver, no cargaran con el mal genio que les toca a los malos padres.
Yo quisiera que, cuando una laboratorista vaya a pincharle el dedito al bebé, no diga: «Solo la mamá con el niño». Quisiera poder decirle, sin que ella ponga mala cara: «El niño se siente más seguro con su padre». Quisiera que mi bebé no deje nunca de tirarle los brazos a su papá, que los ojos le sigan brillando cuando lo vea llegar y que sus chistes internos se hagan, con los años, más complicados y simpáticos. Quisiera que ellos se tengan siempre y que, cuando Oliver crezca mucho, se halen la barba uno al otro. Quisiera sentir siempre la emoción que me provoca verlos juntos, amándose, tocándose, jugando a vivir sin miedo bajo la mirada protectora de mamá.
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