Hemos aprendido a convivir con los actos de repudio. La consolidación de supuestos principios o valores revolucionarios, que son fácilmente identificables por algunos —entre los que me encuentro— como extraños a la Revolución cubana, ha sido uno de los mayores éxitos de la propaganda política oficial. Esta ha logrado la naturalización de consignas y usos políticos como los que aseguran que la «calle es de los revolucionarios», o la creación de brigadas de respuesta rápida, formadas por civiles que deben actuar enérgicamente ante lo que se denomina contrarrevolución; aunque se trate de un desfile de mujeres armadas con gladiolos.
Los actos de repudio no son nuevos, han sido usados a destajo como arma política, sobre todo desde 1980. Creo que es sano diferenciar un acto de repudio a una política de un Gobierno hostil al cubano —como puede ser y ha sido una invasión del ejército de los Estados Unidos a un país del tercer mundo o la misma política de bloqueo del Gobierno del norte a Cuba—; de los actos de repudio que se ejecutan contra personas, viviendas habitadas, familias, de personas que se han identificado como contrarias al régimen político o al sistema socialista.
Los primeros actos de repudio de los que hablamos son una expresión del derecho de una sociedad civil o un Gobierno a hacer público su rechazo a prácticas que nuestra misma constitución repele; como las invasiones armadas, la intromisión de países en los asuntos de otros pueblos sin razón legítima, las sanciones injustas de potencias mundiales a países en desarrollo, etc.
Los actos de repudio contra personas naturales son contrarios al espíritu y la letra de la Constitución de 2019, como lo eran también de la Constitución de 1976. El derecho a la libertad de palabra, religiosa, de manifestación y asociación siempre ha estado protegido en ambos textos legales, como también hemos contado con el derecho a no recibir tratos crueles, inhumanos y degradantes.
Los actos de repudio a seres humanos que piensan diferente y creen que el Estado y el Gobierno deben organizarse y trabajar de otra manera, o que trabajan para organizaciones no relacionadas con el Estado cubano, no forman parte de ningún derecho constitucional ni de ningún otro tipo, reconocidos en el ordenamiento jurídico cubano.
Si la Revolución cubana es una sola, como subrayó Fidel Castro en La Demajagua, en 1968, entonces los principios de la Revolución deben haber sido siempre los de la república martiana soñada, aquella que debía erigirse con todos y para el bien de todos.
Si la Revolución cubana es una sola entonces cabrán en ella no solo los revolucionarios; Martí pensaba que también serían aceptados, en la suya, hasta los españoles sabedores de la dignidad ganada por la libertad de Cuba.
La Revolución depende de la legalidad, del Estado de derecho, de la democracia y la transparencia de la actuación del Gobierno, para no ser solo un nombre en un frontispicio. No hay Revolución, después de más de sesenta años de su triunfo, sin orden, sin cumplimiento de la ley, sin aceptación de la diversidad, sin conciencia de la complejidad cultural de la patria.
Los actos de repudio, a personas que alguien ha considerado contrarrevolucionarias, violentan el derecho humano a la defensa contra un ultraje; es un acto de barbarie que puede convertirse en cualquier momento en un acto más grave. Es un asalto a la dignidad, la privacidad, el hogar, la familia y la disciplina social.
Solo la ley, la fiscalía, la policía, los tribunales pueden hacer valer la legalidad. Lo demás es un uso peligroso de los ánimos de las masas; es una activación de las bajas pasiones, de la revancha y del odio.
La Revolución cubana no se hizo, con sangre y sacrificio, para esto. Los que se creen dueños de la Revolución porque tienen cargos, o son protegidos —por ahora— por alguna institución, deben defender la legalidad, porque esa es la única que puede garantizar la paz para todos y todas.
Un acto de repudio puede ser un acto contrarrevolucionario, porque Martí no lo hubiera permitido, porque Céspedes no lo hubiera permitido. Se puede repudiar al agresor que nos quiere quitar la libertad, pero no a los seres humanos que han escogido una opción política diferente a la oficial.
Es un error, repetido hasta el cansancio en los últimos meses, creer que la Constitución y las leyes son y defienden, solamente, a la mayoría que votó por la carta magna de 2019. La Constitución y las leyes son para todos y todas, también para los que no están de acuerdo con su contenido y alcance. Esa es la gloria de la república y la legalidad.
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