Pero sus estridentes ladridos/solo son señal de que cabalgamos
Johann Wolfgang Goethe
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El autismo moral de los intelectuales
A partir de las intervenciones del entonces primer ministro del gobierno revolucionario Fidel Castro Ruz, en la Biblioteca Nacional en junio de 1961 —resultado de las reuniones convocadas ante la reacción suscitada por el documental PM—, conocidas como Palabras a los intelectuales, se hizo frecuente recurrir a la frase pronunciada allí: «Dentro la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho».
Resulta un hecho simbólico, y al mismo tiempo decisivo, que al comienzo de su alocución en un encuentro con personas del campo de la reflexión y producción cultural, el Comandante colocara encima de la mesa su pistola. Hay una anécdota de esa misma reunión que es importante resaltar, cuentan que el dramaturgo y poeta Virgilio Piñera se paró y confesó públicamente: «Tengo miedo».
La justificación del mandato concluyente antes mencionado en la historia de la política cultural cubana posterior a 1959, radicaba, y todavía consiste, en que en ella, de acuerdo a determinados funcionarios, se permite una posibilidad amplia a los creadores de todas las especialidades. Su límite «apenas» se encuentra en la no admisión de valoraciones negativas hacia lo que es considerado «la Revolución», es decir, hacia el poder instaurado por los guerrilleros de la Sierra Maestra.
Esa regla del juego respecto a la postura que debían adoptar los representantes de la cultura en general, se condensó en un reduccionismo político que trajo enormes consecuencias para la vida de la nación. Ella se convirtió en la apropiación de la Verdad, sin discusión, no en algo con lo que se debía establecer una escucha, una relación.
La sociología del conocimiento nos permite volver sobre la infausta determinación que se transformó en guía por excelencia para estimular la indiferencia hiriente, la injuria, el resentimiento. ¿Por qué un «elegido» determina lo que está dentro y lo que está fuera? Al mismo tiempo, ella condenó a muchas personas al ostracismo, sirvió de instrumento y coartada a grandes y pequeños abusos de poder. ¿Quién no ha sufrido esas costosas lástimas?
Pocos años más tarde se clausuraron las ediciones El Puente, aconteció el penoso «Caso Padilla», se establecieron los acuerdos del Congreso de Educación y Cultura de 1971 que abrió las puertas al Quinquenio Gris, y fueron ninguneadas figuras que no merecían tal tratamiento, como José Lezama Lima y Dulce María Loynaz, reconocidas solo al final de sus vidas o ya fallecidas. Otras palabras revalidaron después aquellas primeras: «la calle es de los revolucionarios».
Es increíble cómo un país con una tradición de pensamiento impresionante fuera cercenado en su más profundo ser social. La dimensión moral y su estrecha dimensión con el magisterio la podemos calcular a través de una conversación de José de la Luz con el general Narciso López en 1848: «[…] Cuba no está preparada para gozar de la independencia: para que lo esté soy yo maestro de escuela». En su colegio El Salvador hubo preocupación por estimular la meditación en el aprendizaje, por lograr un equilibrio de las distintas capacidades del educando, aquí se aprendió a estudiar y a enseñar.
Habría que retornar verdaderamente a las raíces martianas. No se necesita un palacete para estudiar a ese pensador, que señalara como criminal al que estimulase el odio entre cubanos y quien escribiera en 1876: «Profesar una opinión y defenderla es un uso digno de la libertad de pensamiento» y «En bien se recoge el bien que se siembra».
Restringir la libertad de expresión tuvo un efecto devastador en el plano moral, en la conciencia de la población: el triste silencio cubano. Qué ironía que en nuestra sociedad comenzaran a manifestarse rasgos de los tiempos en que éramos colonia de la metrópoli española. Emergió así un escenario donde lo que ha predominado no es tanto el control de acuerdo con la ley, sino más bien la vigilancia acerca de lo que pueden hacer, o están dispuestos a hacer, los individuos.
La censura más eficaz no es la que se manifiesta sobre la palabra impresa o hablada, sino aquella que impide que los pensamientos se tornen conscientes. Un sistema de prohibiciones como la que se engendró a partir de ese «dentro» y «fuera», deja su huella en los seres humanos.
La censura invadió la moral individual y colectiva para transformarse en autocensura, que es, en definitiva, su fruto más doloroso y pródigo. Era necesario moderarse, rehuir las verdades peligrosas, envolver en nieblas las expresiones arriesgadas. Sin embargo, aun en la obediencia, la inteligencia resulta un arma de doble filo, pues el pensamiento mismo es la libertad.
El futuro que nunca fue presente
Recuerdo que crecí con una deuda y una culpa. Lo poco que llegué a ser o a alcanzar se lo debía por completo a la Revolución, he ahí la deuda. No fuimos los gestores del cambio, he ahí la culpa; por tanto, la única manera de demostrar nuestra adhesión a lo político, era estudiar y trabajar incondicionalmente para hacer del futuro una sociedad próspera.
Cuando comencé a trabajar era la época de los asesores soviéticos en las universidades. Sin que alguien me lo indicara explícitamente, advertí que en todas las ponencias que se presentaban a algún evento científico, los participantes incluían al menos una cita de Carlos Marx o Federico Engels, era un acuerdo tácito, donde se demostraba el revolucionarismo del que formábamos parte.
Insinuar que aspirábamos a hacer el doctorado o a ascender de categoría docente, sin que los jefes de departamento hablaran de ello, era mal visto.
En mis últimos años de trabajo académico oficial, vino a entrevistarse conmigo el jefe de la Seguridad de la facultad a la que pertenecía. El motivo era mi asistencia a un encuentro de especialistas de Ciencias Sociales en EE.UU. Su objetivo era que le reportara si algún «enemigo» decía algo inapropiado contra la Revolución. Contesté con mucha amabilidad, «¿Aquí el primer enemigo sabes quién es?: el rector». Terminé prestándole un libro de Michel Foucault.
Qué admirable si en 1961, en vez de sacar una pistola, el Comandante hubiera subrayado los versos del poeta alemán Hördelin: «Desde que somos diálogo/y podemos los unos escuchar a los otros». Eso sí habría significado una fundamentación en firme.
Una postura digna es tomarse en serio al otro, colocar al otro como punto de partida; a ese otro que no tiene poder, que no tiene palabra, pero sí dolor. Mucha razón tuvo José Lezama Lima cuando escribió en Sucesiva o Las coordenadas habaneras: «Cuando la imaginación del Estado es plena y saludable, está en la obligación de crear alegría creadora, de convertir la alegría en un alimento natural, terrestre».
Nuestra tierra se hace habitable por las plantas en sus múltiples especies, y no por la Planta, y se hace hermosa por las flores, y no por la Flor. La realidad plenaria, tierra y alma, llegará a ser habitable por las ideas, no por la Idea, por las filosofías, no por la Filosofía.
En La lección de Auschwitz, su autor, Joan-Carles Mèlich escribió:
«Si el lenguaje no es capaz de reconocer y de acoger al otro en su más radical alteridad, entonces nos encontramos en un universo dominado por la gramática de lo inhumano. En un mundo así nadie se atreve a preguntar, porque preguntar significa poder pensar que las cosas podrían ser de otra manera. Preguntar es imaginar la posibilidad de un mundo alternativo […] La gramática es inhumana si es capaz de habituarse al horror».
¿Qué conmemoramos esta vez? ¿Quién ha visto rememorar amenazando con un arma? Como Virgilio Piñera, también tengo miedo. Sin embargo, nos queda José Martí para transformar la moral en un estilo de vida y la ética en una estética. La esperanza es la virtud principal de los tiempos difíciles.