Cuando el 26 de julio de 1953 Raúl Castro le quitó la pistola al jefe de la patrulla que intentó hacerlo prisionero en la Audiencia de Santiago de Cuba, encañonó a quienes hasta ese momento eran sus captores, y en menos de un segundo cambió radicalmente el rumbo de la enmarañada película que estaba viviendo, no solo salvó su vida y la de sus compañeros, sino también un pedazo de la Revolución que había comenzado a gestarse aquel mismo día.
Dicen que la rebeldía le había brotado mucho antes en Birán, cuando por mandato de su padre le tocó poner orden, primero en el bar y luego en la valla de gallos finos, o cuando juró ajustarle cuentas a aquel boxeador de barrio que había derrotado a su hermano en una pelea mal planificada.
De su fidelidad y de su servicio a la patria habló Fidel en ocasión del 1er. Congreso, cuando recordó que en el Partido y en la Revolución «no puede existir, ni existirá jamás el familiarismo», pero sucede que a veces «dos cuadros se juntan», y en este caso Raúl, además de un extraordinario cuadro, era su hermano.
Algo muy parecido acaba de recordarnos el Presidente cubano Miguel Díaz-Canel, al asumir el cargo de Primer Secretario del Partido, ocasión en la que evocó el inconmensurable aporte de Raúl a la Revolución, desde el Moncada y la Sierra hasta el proceso de continuidad que él preparó, condujo y lideró, siempre desde los territorios de la fidelidad y de la modestia.
Fue el mismo altruismo que describió Nikolái Leónov cuando comenzó a hilvanar su biografía Raúl Castro, un hombre en revolución, y se encontró con un escollo que parecía insalvable para el proyecto literario que se traía entre manos: su héroe, también su amigo, no busca publicidad, «más bien la evita», dijo.
Cuando el derrumbe de la Unión Soviética y la desintegración del campo socialista cayeron como una maldición sobre esta Isla, y los enemigos de siempre comenzaron a frotarse las manos, él no salió a pedir perdón ni a confesarse. Les aseguró a los suyos, como ya había probado en los días luminosos del Segundo Frente, bajo aquellos bombardeos inclementes, que sí se podía; y a la larga tuvo la razón: se pudo y se puede.
No fue la última prueba difícil; todavía faltaban la muerte de Vilma, compañera de todas las batallas, y la enfermedad de Fidel, que lo obligó a asumir los cargos a los que nunca aspiró.
Al frente del país completó un periodo fecundo, en el cual las carencias y el cerco no le impidieron ver más lejos para emprender la actualización del modelo económico y social cubano, la renegociación de la deuda externa y la promoción de las formas de gestión no estatales; lograr la liberación de los Cinco Héroes y capitanear las conversaciones y negociaciones con Estados Unidos, y apoyar leyes trascendentales para el país, incluida la conducción del proceso democrático de elaboración de la nueva Constitución de la República.
Ya había hecho lo suficiente como para ganarse el descanso, pero guerrero al fin, les dijo a los cubanos el pasado 16 de abril que mientras viva estará listo y «con el pie en el estribo», una frase que, para su pueblo que lo conoce, no necesita traducción.