El 2015 tuvo al concurso televisivo La Neurona Intranquila como denominador común: Leonardo Romero Negrín comenzó a competir en La Liga Juvenil —en un maratón de programas que se extenderían por más de dos años—, y yo participé en la temporada 5 para adultos. Los dos resultamos ganadores en nuestras respectivas competencias. Antes de conocernos personalmente nos seguíamos y admirábamos, pero eso lo supimos después.
Comencé a asistir a las grabaciones de La Liga Juvenil, en parte por apoyar a los muchachos, en parte por mantenerme vinculada a un espacio que tantas satisfacciones me dio. Allí conocí a Aixa, su mamá, profesora de Español y Literatura de un instituto preuniversitario. Desde el inicio me llamó la atención el vínculo tan estrecho de cariño y compenetración que existía entre ellos.
De la mano de su madre, Leo conoció el teatro, el cine, los museos y las galerías de la ciudad. Por ella disfrutó sus primeros libros y se convirtió en un lector feroz. Iban juntos a todas partes, como dos novios. Sin sobreprotegerlo, ella estaba al tanto de sus pasos, de su rendimiento escolar, de sus intereses.
Vivían en La Habana Vieja, en un apartamento pequeño. Era el último piso de un edificio muy antiguo, de esos a punto de derrumbarse, adonde no llegaba el agua por las cañerías. Para tenerla en la casa, debía cargarla desde abajo, en faenas largas y pesadas. Los dos, madre e hijo, porque eso también lo hacían juntos.
Leonardo fue un niño pobre. Pobre y humilde, términos que suelen confundirse, pero que no son idénticos. Nunca le importó. Fue enseñado a disfrutar lo que tenía y, desde muy pequeño, sus amigos fueron su mayor riqueza: niños pobres como él, después adolescentes pobres como él, más tarde jóvenes pobres como él.
Se iban juntos a la playa, o a algún concierto de esos en una plaza o un parque, y eran felices. Como cuando llegaron muy temprano a la Ciudad Deportiva para ver a los Rolling Stones en su notoria presentación en Cuba. En esa ocasión, tuvo la suerte de que cayeran en sus manos dos de los emblemáticos pullovers que los músicos lanzaron al público. Supieron también sus compañeros del talento y la paciencia que mostraba al repasarles las asignaturas que les ofrecían dificultad. Sin pretextos, sin regaños, sin apuro.
Su pasión primera, sin embargo, era estudiar. Formarse como Físico teórico era su vocación, su sueño. A ello dedicaba sus mayores energías. Varios concursos municipales y provinciales lo vieron participar y ganar. Por eso, obtuvo el derecho a cursar el duodécimo grado en el Colegio San Gerónimo, de la Universidad de La Habana, excluido de realizar las pruebas de ingreso.
Antes, tuvo que cumplir el Servicio Militar Activo en el Combinado del Este, todo el tiempo haciendo guardias de madrugada. Llevaba libros para que lo acompañaran en su vigilia obligada. Me contaba que así se entretenía, que el tiempo pasaba más rápido. Allí padeció de una lesión de rodilla que le costó un ingreso; sin embargo, no causó baja, cumplió hasta el final con su reclutamiento.
Hallaba gracioso que visitara mi casa y pasara horas conversando conmigo de Historia y de Física con mi esposo. No eran comunes en un joven su amabilidad y paciencia para con las personas mayores. Su interés por el conocimiento era ilimitado. Nunca estaba apurado: afuera lo esperaba su bicicleta, eterna compañera de viajes extraordinarios. Me enseñó a jugar Scrabble, que desde entonces practico. Yo intentaba tener un flan preparado para brindarle cuando venía.
La cuarentena, con su necesidad de inmovilidad y distanciamiento, hizo que el teléfono fuese nuestra única vía de comunicación. No me faltaron sus llamadas, ni su ofrecimiento a hacernos los mandados, o buscarnos algo en algún lugar. En su bicicleta, claro. O hasta caminando, si fuera preciso.
Demoró Leonardo en tener un teléfono móvil. No lo exigió, sabía que lo tendría cuando sus padres pudieran comprárselo. No se quejaba por ello. Tampoco tenía computadora. Cuando fue campeón de la Liga Juvenil de La Neurona se ganó un Tablet. Recuerdo su cara feliz, su sonrisa grande, cuando lo recibió. Se ganó también un fin de semana en Varadero, adonde fue con su mamá. Nunca había salido de La Habana.
He dicho que con Leonardo hablábamos de Historia. Más específicamente de Martí, de quien siempre quería saberlo todo. Éramos entonces dos estudiosos, dos amantes del Apóstol, para los que el tiempo no parecía transcurrir. A veces me llamaba para precisar una fecha, una cita, un personaje. Como todo maestro que se precia de serlo, si en ese momento no podía darle la respuesta, lo llamaba yo después. Con su dulzura y bondad características, esperaba por mí.
En agosto pasé por una situación personal que me sumió en el más atroz de los dolores. Sé que Leo lloró conmigo. Que sufrió, que hubiera dado cualquier cosa por devolverme la sonrisa. Ahora sufro yo por él. Y lloré cuando vi el video donde se observa a Leonardo siendo detenido tras sacar un cartel, un rústico cartel que dice «Socialismo Sí, Represión No».
De haberlo enarbolado un estudiante universitario como él, en una manifestación de cualquier lugar del mundo donde Socialismo fuese una mala palabra, hubiera sido señalado como ejemplo, como un joven que quiere lo mejor para su país. Leonardo también quiere lo mejor para su país. Y un país mejor, donde «la ley primera de la República sea el culto a la dignidad plena del hombre».
La mamá de Leo me contó que él nació en medio del ciclón Irene, el 14 de octubre de 1999. Al salir de alta del hospital, con su niño en brazos, el fotógrafo de un medio de prensa le tomó una foto, que salió publicada en primera plana. Era el 20 de octubre, Día de la Cultura Cubana. Ahora se ha desatado también un ciclón alrededor de Leo: un ciclón de amor, de solidaridad, de defensa de la verdad, de voces que se alzan para pedir sensatez acerca de un joven cubano que se atrevió a alzar la suya en un reclamo colectivo: «Socialismo Sí, Represión No».
2 de mayo de 2021