En la Cuba de entonces el duelo no era en sí una figura punible, pero sí lo eran su concertación y sus consecuencias. Pese a eso, todo hombre de vida pública que se respetara, si se sentía ofendido, nombraba a sus padrinos y esos se dirigían al ofensor para plantearle “la cuestión de honor”. Si el ofensor acepta el reto, nombraba a sus propios padrinos.
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