Entre todos los momentos luminosos del deporte cubano existe uno especialmente mágico. Ocurrió en septiembre del 2000 en Sydney, mientras aquí muchos llenaban de emoción aquella madrugada. Punto a punto hasta el final, ataque, defensa, un pase rápido y desde una esquina Regla Torres en el aire para hacer realidad lo imposible. Por un instante Eugenio perdió la ecuanimidad y a Mireya la sonrisa no le cupo en el rostro. Triples campeonas olímpicas —dijeron al unísono—, y todo un país las amó más todavía.