Sembrado en una llanura que parecía no apta para combatir, con una pista de aviación por el frente; protegido por alambradas y sacos de arena a su alrededor y defendido por soldados bien armados con el apoyo de la aviación, el Escuadrón 37, de Yaguajay, parecía poco menos que un imposible para los rebeldes que intentaban rendirlo a finales de diciembre de 1958.
Camilo había dispuesto el constante estrechamiento del cerco sobre las posiciones enemigas que fueron cayendo una tras otra: los centrales Narcisa y Vitoria –en la periferia del pueblo–, el hotel Plaza, el Ayuntamiento, la estación de Policía y la planta eléctrica, una táctica que desalojó a la soldadesca del perímetro urbano y provocó 18 bajas en las filas contrarias, entre muertos, heridos y prisioneros.
Convencido de que la toma del cuartel no podía realizarse con el hostigamiento tradicional de su fusilería, el jefe de los rebeldes intentó incendiarlo, primero mediante la introducción de un tren cañero por la retaguardia del enclave y luego, con el empleo del llamado Dragón I, un blindado criollo, construido por los obreros del central Narcisa, que todavía se conserva en el Museo de la Revolución.
Más que para prender fuego al cuartel, aquel Dragón que salía en las madrugadas y echaba fuego por la boca sirvió para atemorizar a los sitiados, unos 350 hombres bajo el mando del capitán Alfredo Abón Lee, un militar de academia que venía por el rastro de Camilo desde la Sierra Maestra y que había asumido el mando del cuartel, luego de que el mayor Roger Rojas Lavernia abandonara la instalación aquejado de una supuesta «hernia estrangulada».
Mientras las fuerzas de la tiranía no encontraban salida en el interior de la instalación, sin corriente eléctrica ni agua potable, sin condiciones para enterrar los muertos y atender a los heridos y con algunos focos de sedición, los revolucionarios lamentaban su única baja, la del joven Joaquín Paneca, Panequita, como se le conocía cariñosamente, que el día de su muerte –24 de diciembre– cumplía 17 años.
En su afán por evitar muertes inútiles, durante una tregua Camilo regaló su reloj pulsera a Caballo Loco, el soldado enemigo que le cantaba a los rebeldes desde el interior del cuartel, obsequió tabacos a varios de los sitiados y les aseguró categóricamente que si se rendían la Revolución les pagaría de inmediato el dinero que les debía el ejército y «esta misma nochebuena nos comemos 20 lechones asados, todos juntos».
Ni las ofertas de Camilo ni el sinsentido de aquella resistencia desgastante que ya se había extendido demasiado convencieron a Abón Lee, cada vez más obstinado, quien todavía el 31 de diciembre intentaba gestionar una nueva tregua y confiaba en los refuerzos que nunca llegarían.
Camilo negó la propuesta con la que el militar batistiano intentaba ganar tiempo y amenazó con echar abajo el cuartel con la bazuca y el mortero que el Che había puesto en sus manos en las últimas horas de aquel año definitivo.
Fue entonces cuando el capitán Abón Lee comprendió que todo era verdad, que aquella sesión de espiritismo que había aconsejado el camino de la rendición no estaba equivocada y que, luego de 11 días con sus noches, en aquella batalla lo único que faltaba por hacer era sacar la bandera blanca.