24/September/2023
HAVANA CLIMA

rectificacion de errores

Lo que un día fue, no será

Cuando mi pueblo nació, a mediados del siglo XIX, hacía más de cincuenta años que el ingenio estaba ahí. Desde entonces comenzaron a crecer juntos, entrelazados. La prosperidad de uno marcaba la del otro. De la pequeña fábrica llamada Santísima Trinidad, que competía con un puñado de trapiches similares, pasó a ser, finalizada la centuria, el Central Josefita, único del municipio y principal fuente de trabajo de cientos de personas.
A él acudían abuelos, padres e hijos, en una suerte de procesión generacional que unía a los hombres con la industria. El humo de su larguísima chimenea, el silbato que marcaba las horas, el olor a caña molida y azúcar, eran parte del pueblo, tanto como las calles, las aceras y los parques.
Así fue hasta que un día de 2003, después de más de doscientos años de rentabilidad, el Josefita —rebautizado Manuel Isla en honor a un héroe local muerto en el asalto al cuartel Moncada— apagó sus máquinas y hoy no es más que un ruinoso esqueleto.
El nuestro fue de los centrales caídos en un campo de batalla conocido como «Tarea Álvaro Reynoso». Su cierre, como el de otras setenta fábricas de azúcar, no solo dejó a miles de hombres y mujeres sin el trabajo habitual, sino que arrancó de cuajo el sustento espiritual de un país que, para bien o para mal, se movía al ritmo del azúcar de caña. De los 156 centrales operativos en 1959, sobreviven 56, y solo 38 de ellos molieron en la zafra 2020-2021.
Después de más de doscientos años de rentabilidad, el Josefita apagó sus máquinas y hoy no es más que un ruinoso esqueleto. (Foto: José Manuel González Rubines)
Para encontrar pueblos fantasmas en Cuba, desde el año 2002 solo hay que guiarse por las chimeneas sin humo de los centrales muertos.
No obstante ahora, con el entusiasmo de quien llegó de pronto y encontró una realidad inesperada, el III Pleno del Comité Central del Partido Comunista ha acordado, providencialmente, «salvar» la agroindustria azucarera. Ya se han hecho estudios, trazado estrategias y establecido metas. Como es habitual, el presidente ha llamado a un «cambio de mentalidad» y sentenciado una verdad cardinal y novedosa: «Si no hay caña no habrá ni azúcar ni derivados». Todos estaban de acuerdo y aplaudieron alegres, como si pudieran paladear el sabor del azúcar por producir.
Un amigo, veterano trabajador de nuestro fallecido central, se preguntaba cuando supo la noticia: «¿Salvar la industria azucarera de quién? ¿De ellos mismos, no? Ellos fueron los que la convirtieron en chatarra».
Y no es injusto quien piense de ese modo, pues entre los altos dirigentes que se «sorprendieron» al saber que el azúcar no solo es parte indisoluble de la nacionalidad cubana, sino que también es un producto exportable, de esos que en nuestra economía no sobran, y aplaudían el nuevo afán salvador; están muchos de los que hace veinte años apoyaron la sentencia de muerte de la referida industria.
Viéndolos tan optimistas en sus bonitas guayaberas, recuerdo otra escena igual de chocante de hace un par de meses: un reportaje en el NTV daba cuenta del «resurgimiento» de algún barrio vulnerable de La Habana y presentaba como un tremendo logro que se estuviera terminando la construcción de un edificio multifamiliar, cuyas obras habían iniciado, nada más y nada menos, que en 1987.
Este arte de «sorprenderse ante lo cotidiano» no es ni remotamente nuevo por estos lares, como tampoco lo es el de enmendar o desechar estrategias estudiadas y aprobadas, rectificar rectificaciones u ordenar ordenamientos. Sin embargo, válido es preguntarse qué pudiéramos hacer nosotros, los que sufrimos estás idas y venidas de los humores del poder, para desterrar tales prácticas que tanto nos afectan.

En otros países el mecanismo para premiar o penalizar la administración pública es el de las elecciones: si un partido o un candidato no cumple con lo que de él se espera, pues tampoco podrá aspirar a ser reelegido. Por supuesto, no es este el «ungüento de la Magdalena» que salva de todos los males, dado que también puede generarlos, como es el caso, por ejemplo, de Bolsonaro en Brasil.
Otro mecanismo efectivo es el ejercicio del periodismo, ante cuyos ojos escrutadores no valen consignas ni buenas intenciones, sino resultados concretos. También son comunes las protestas populares como forma de presión, algunas de las cuales terminan en procesos loables, como la constituyente en Chile y la reciente elección del joven presidente de izquierda Gabriel Boric.
Sobre cualquiera de estas vías pesan en Cuba prohibiciones, lastres y estigmatizaciones que les impiden desarrollar la función social a la que están llamadas. La participación y el control popular son intrínsecos al socialismo, o deberían serlo. Entonces, la política y la administración pública no pueden ser materias ajenas a la ciudadanía, dado que tampoco le son ajenos los efectos nefastos de las malas estrategias.
En el camino de dejar la política en manos de un grupo selecto de «iluminados», hemos perdido la industria azucarera, la ganadería, la carne de cerdo y ahora vemos como nuestro dinero tiene menos valor que nunca, mientras en las tiendas en MLC —que no renuncian a sus ganancias en beneficio del pueblo, como se pide que hagan los empresarios y comerciantes privados— están muchas de las cosas que necesitamos para tener un mínimo de dignidad y confort.
Compete a cada uno de nosotros ser más ciudadanos y menos súbditos. Presenciando escenas como las del III Pleno y otras que demuestran esos dulces olvidos y simpáticos asombros, resuena en mis oídos el estribillo de la canción de José José que algunos chóferes de ómnibus se empeñan en no dejar morir: «lo que un día fue, no será». ¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?

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La hora de las facturas

La vida civilizada exige responsabilidades. En la medida en que las poblaciones y los países se desarrollan, crecen los derechos, pero, paralelamente, y a tenor de leyes, reglas e instituciones, crecen los deberes respecto a la suertede los otros. La existencia y felicidad de cada ser humano —esos bienes sin precio— demandan siempre un cuidado extremo. Quien los dañe ha de responder en proporción a lo que afectó. Con los cargos de dirección —asientos privilegiados para guiar y organizar las comunidades— el requerimiento de valoración y respetohacia los demás se eleva exponencialmente. Mientras más alto se comete el error, mayores repercusiones.
Lo anterior puede resultar tan obvio como que el Sol sale por el Este. Sin embargo, al menos en el contexto cubano del últimomedio siglo se ha violado tanto…
Diariamente en cualquier país del mundo funcionarios, ministros, primeros ministros, incluso presidentes o monarcas, son criticados y enjuiciados en público, en medios de comunicación, instancias ciudadanas o entidades jurídicas. Algunos terminan emplazados en causas legales, condenados por sus errores, y, en muchas ocasiones, conducidos a pagar de la forma que la ley respectiva estime conveniente, por los perjuicios causados a sus compatriotas. 
Revísese, por ejemplo, cuántos exmandatarios, de todos los continentes y linajes, están o han estado en procesos penales —y hasta encarcelados— en las últimas décadas. En la extensa lista existe diversidad de ideologías, delitos (cometidos o no), capacidades intelectuales e historiales humanos. Desde Alberto Fujimori hasta Lula da Silva, desde el rey Juan Carlos hasta Álvaro Uribe, desde Jacob Zuma hasta Chun Doo-Hwan, desde Carlos Menem a Moussa Traoré…
Por supuesto, en la vida cotidiana de las naciones con cierto funcionamiento democrático, las fallas más comunes de gestión y dirección —a cualquier nivel— no tienen por qué desembocar en causas penales y prisión. Eso sí: cuestan con mucha frecuencia el puesto que se ejerza. Y la posibilidad de revocar en sus cargos a quienes dirigen constituye instrumento de control efectivo y operativo en manos ciudadanas. Asimismo, los mecanismos de fiscalización pública y transparencia, permiten, dado el caso, develar turbios o ineficientes manejos y cortar por lo sano.
Para no ir muy lejos en el tiempo, ¿alguien recuerda lo que sucedió al ex primer ministro japonés, Yoshiro Mori, mientras presidía el Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, a solo cinco meses de la cita deportiva? En una reunión del propio comité, Mori hizo el desafortunado y sexista comentario de que «las mujeres hablan mucho» (cosa que puede parecer insignificante comparada con tantas y flagrantes violencias de género en el orbe). La opinión pública le cayó encima con todo. Finalmente, el ejecutivo tuvo que pedir perdón en público y renunciar a su cargo. Para muchos resultaba incompatible su mirada discriminatoria con el espíritu del olimpismo.
El jefe de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, Yoshiro Mori, renunció y se disculpó por comentarios sexistas que provocaron indignación pública. (Foto: Pool/AP)
Ahora, examínese con ecuanimidad y cordura el pasado reciente de Cuba. Contabilícense, sin saña, pero sin olvido, las distorsiones, disparates, vejaciones, errores de cualquier tipo y alcance que han pesado sobre generaciones. ¿Quién pagó por tales desatinos? ¿Sobre quiénes recayó la responsabilidad? ¿Se hizo (o al menos se buscó honestamente) la justicia, que es a veces el único consuelo sobre las heridas?
¿Cuántos funcionarios, empezando por el Máximo Líder, pagaron el absurdo de la Ofensiva Revolucionaria, «que barrió tantos pequeños y medianos negocios en el país»? ¿Quiénes dieron la cara por avasallar a decenas de intelectuales, artistas, religiosos, homosexuales, en los funestos campos de trabajo forzado que respondieron al dulce nombre de Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP)? ¿Y de los timonazos en la economía, llevados a cabo a contrapelo, casi siempre, de lo que recomendaban los mejores científicos del área, dentro y fuera de la Isla? Para enfocarnos solo en el sector del azúcar: fallida Zafra de los Diez Millones y, años más tarde, desmantelamiento de la industria azucarera (travestido irrespetuosamente con el nombre de «Tarea Álvaro Reinoso»).
En la llamada Causa 1 de 1989, según la narrativa oficial, el país estuvo al borde de una implicación muy seria en el delito de tráfico de drogas a nivel internacional. Altos mandos de las Fuerza Armadas Revolucionarias y el Minint, encabezados por el general y héroe de la república Arnaldo Ochoa, terminaron condenados a muerte o prisión. Y su superior, el Ministro de las FAR de entonces, ¿acaso no debía controlar que algo así no sucediera? ¿Se le exigió al menos, como sanción moral, renunciar a su cargo? Ya sabemos la respuesta: no solo siguió hasta completar casi medio siglo en tanestratégicopuesto, sino que después presidió la nación 12 años, «sin prisa, pero sin pausa», como rezaba su slogan.
General Arnaldo Ochoa
¿Qué decir del funesto «Ordenamiento monetario» y su aplastante peso sobre la vida de los más vulnerables? ¿Y las exclusiones y maltratos a los cubanos que se fueron, para después, cínicamente, incitarlos a enviar remesas y mantener en pie la derruida supervivencia nacional?
Y, ya que estamos en pandemia,¿quién ha pagado la tozudez de apostarlo todo solamente a la muy loable creación de vacunas nacionales y no haber comprado —mientras estas llegaban— al menos un lote de ámpulas para personal médico y población de riesgo; o haber renunciado sin explicaciones lógicas al mecanismo de obtención gratuita de la OMS (Covax), y esperar, y esperar, que nosotros sí, y que haremos cien millones, y que para agosto el 70 por ciento vacunados, y que por esta vida y que por la otra, mientras el sistema de salud colapsa y mueren cientos de personas, muchos más de lo que salen en el parte estatal, como ya nadie duda?
Por cierto, en este horrendo capítulo, un aspecto no menor: durante 2020, el año en que supuestamente debimos prepararnos para enfrentar lo peor, el Estado/Gobierno invirtió en «Servicio empresarial, actividades inmobiliarias y de alquiler» 4 138.8 millones de pesos, mientras que en salud pública y asistencia social, 84.5 millones. Las asfixias de hoy vienen, en gran parte, de ese sinsentido por el que nadie ha dado la cara.
Así las cosas, podrían citarse cientos de entuertos. A lo más que hemos llegadocomo asunción de responsabilidades —después de muchos trastazos y probadas ineficiencias— es a las disculpas leves y diluidas en el plural de modestia o en la conjugación impersonal: «nos equivocamos», «cometimos errores», «hubo tendencias negativas», «se distorsionaron los objetivos», «el modelo ya no nos funciona», «pudo haber algún exceso».

Obsérvese si no la impunidad con que duermen hasta el momento los uniformados que golpearon y humillaron a manifestantes durante el estallido social del pasado 11 de julio y cuyos desmanes fueron filmados y vistos por miles de cibernautas. Claro, quien les dio «la orden de combate», y ratificó un mes más tarde «no me arrepiento ni me arrepentiré», tampoco parece que vaya a ser procesado por tal disparate político de terribles consecuencias humanas.
Ah, pero algún día —junto con los imprescindibles mecanismos de participación y democracia— llegarán las facturas. Y muchos de los que se sentaron al banquete de la mesa patria a esquilmar, humillar, destrozar la existencia de sus compatriotas, no podrán seguir evadiendo el costo. Esa clase parásita, la burocracia conquistadora que tan bien describió el profesor Mario Valdés Navia, tendrá al fin su citatorio a requisa.
Ojalá sea sin enconos, sin ánimos revanchistas o de venganza. Ojalá todo el dolor no se haya transformado en rencorpara ese instante. Ojalá la decepción no se haya enquistado como piedra amarga enese minuto. Pero ojalá, también, que ese proceso doloroso y purificador, sea. Porque las llagas que no se limpian con el agua oxigenada de la auténtica justicia, corren el riesgo de cerrar en falso y seguir generando infección (de odios) ad infinitum.
Entonces no habría solo que determinar responsabilidades, sino también, tristemente, comenzar a fundar desde cero. Como en una tierra desierta.

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