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Si el ajedrez es lucha –tal era la máxima del excampeón mundial Emanuel Lasker–, ¿cuánto de lucha puede haber en la imagen de dos personas que, durante cinco o seis horas, permanecen inmóviles frente a un tablero? Es una paradoja, pero la clave de ese misterio tal vez la hallemos en Las ciudades invisibles, novela de Ítalo Calvino, escritor italiano nacido en Cuba.
Impedido de visitar cada ciudad de su vasto imperio, el emperador chino Kublai Kan encomienda esa tarea a Marco Polo. El veneciano regresa abundante de relatos asombrosos: describe ciudades aéreas, interminables, sutiles; alguna donde no se intercambian mercancías, sino recuerdos; otras que estimulan los deseos, las pasiones… No son ciudades que puedan ser atrapadas en la frialdad de una postal, sino íntimas, contadas desde la fantasía o la nostalgia que despiertan.
Un día Kublai descubre que, en lo adelante, no tendría necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: con retenerlo jugando interminables partidas de ajedrez era suficiente. Mientras discurría el juego, el Gran Kan imaginaba batallas en las que iba ganando nuevos territorios. Torres, alfiles y peones dejaban de ser tacos de madera para convertirse en lanceros, arqueros, escuadrones de caballería…
Con sus ejércitos avanza victorioso por tupidos bosques, valles cubiertos de flores primaverales; ríos que bajan de las montañas, y en cuyas riberas abrevan vacas y ovejas, mientras hermosas mujeres lavan allí sus bultos de ropas, y los chiquillos chapotean felices. Sin embargo, una pregunta inquietaba a Kublai: ¿cuál es la verdadera apuesta de este juego? El fin de cada partida es una victoria o una derrota: ¿pero de qué? ¿Qué se gana, qué se pierde? Tras el jaque mate, bajo el rey vencido solo quedaba un cuadrado negro o blanco. Los tesoros conquistados eran vana ilusión, de repente reducidos a una casilla de madera cepillada: la nada.
Polo, sin embargo, le dijo: Señor, en la casilla que se posa su mirada, veo un agujero sin duda taladrado por una carcoma; veo también el pequeño nudo de una rama que no llegó a crecer, malograda quizá por una de esas tardías heladas que ocurren en primavera. El árbol del que se hizo el tablero, así como esa clase de insectos, abundan, en una región que conozco. Allí hay lujuriosos bosques, valles cubiertos de flores primaverales, ríos bajando de las montañas, en cuyas riberas abrevan vacas y ovejas, mientras hermosas mujeres lavan sus ropas…
La inquietud de Kublai Kan –quién sabe si la misma del lector– también pudiera responderse con más interrogantes: ¿cuál sería la finalidad de este juego? Bueno, preguntémonos para qué sirve la imaginación. ¿Y para qué la literatura, el arte? ¿Qué utilidad tiene soñar? Pero el ajedrez no solo abona la fantasía y la creatividad. Diversos estudios han demostrado que la práctica sistemática del ajedrez contribuye a elevar el coeficiente intelectual de las personas, en tanto mejora la capacidad para resolver problemas; asimismo potencia el desarrollo de las habilidades lectoras, de lenguaje, matemáticas, de memorización y concentración.
O sea, el ajedrez no solo tiene la virtud de preparar para la vida, sino que también lo hace aportando felicidad. Por eso aplaudo con fervor la decisión de celebrar una nueva Olimpiada de ajedrez en Cuba, así como organizar más torneos internacionales, según ha declarado recientemente nuestro Presidente Miguel Díaz-Canel.
A finales del siglo XIX La Habana era considerada El Dorado del Ajedrez, pues solía ser visitada por los más importantes jugadores de la época. Dos veces estuvo acá Paul Morphy, y también en La Habana fueron celebrados dos matches por el campeonato mundial –1889 y 1892– entre el austríaco Wilhelm Steinitz y el ruso Mijaíl Chigorin.
Apuntemos que, desde antes, fue Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, nuestro primer gran impulsor del ajedrez. A él se debe la traducción de Las leyes del ajedrez, obra del famoso jugador francés Luis-Charles Mahé Da La Bourdonnais. Es precisamente, en ese contexto, en el que pudo surgir un José Raúl Capablanca, campeón mundial desde 1921 hasta 1927, porque los genios son como la buena semilla: solo germinan si el terreno es fértil.
La popularidad del ajedrez decayó tras la muerte del campeón, pero resurgió con más fuerza tras el triunfo revolucionario de 1959. En este impulso jugó un papel fundamental nuestro Guerrillero Heroico Ernesto Che Guevara, fuerte ajedrecista, quien, por su relevante contribución a la promoción de este juego, fue nombrado Caballero del Ajedrez por la Federación Internacional de ese deporte. Ha sido el Che el único cubano, y una de las pocas personas en el mundo, al que se le ha concedido semejante título honorífico.
Hitos importantes de ese impulso fueron la celebración de los torneos Capablanca in memóriam, a partir de 1962, en los que participaban los más fuertes jugadores del mundo; así como la Olimpiada de 1966, a la que asistieron el campeón mundial vigente, un excampeón, y dos que luego lo serían. La simultánea gigante, que con 6 840 tableros se realizó el 19 de noviembre de 1966, en la Plaza de la Revolución, durante 35 años fue la más grande del mundo.
El Che también profetizó que Cuba tendría Grandes Maestros, y ello sería obra de la Revolución, pero no nos detengamos solo en los cuadros blancos del tablero; también veamos los oscuros. Lamentablemente, hoy la mitad de esos Grandes Maestros ha preferido marcharse a jugar por otras federaciones, y también hemos cedido terreno en todas las categorías. No hay que llamarse a engaños: aunque nuestros recursos sean escasos, algo, o no poco, hicimos mal.
El ajedrez es un deporte muy barato. Bastan un tablero y 32 piezas de madera o plástico, y ya se puede jugar. Lo más costoso son los relojes, y con apenas cien mil dólares se pueden adquirir diez para cada municipio del país. Por ejemplo, ¿cómo ha podido Santa Clara inaugurar recientemente un bello Palacio del Ajedrez, donde se realizan frecuentes torneos; mientras, en Sancti Spíritus, la céntrica y tradicional Academia de Ajedrez del Parque, donde antes se realizaban numerosas lides, de repente fue convertida en una sala de videojuegos?
El ajedrez no es un entretenimiento; según hemos visto, es un entretenido método de enseñanza. Como apuntó Capablanca, es también un importante medio de acercamiento social e intelectual. Cierta vez Vivian Ramón –para orgullo nuestro, primera Gran Maestra del continente americano– me confesó que el ajedrez es como un cuadro abstracto al que se debe encontrar sentido. O sea, es cultura, y, en nuestro caso, también rica historia y tradición. Y, ciertamente, la historia no brilla igual cuando es confinada al pasado; debe hacerlo desde el presente, y como un faro y una obligación hacia el futuro.