Junco Sur es un pequeño pueblo en la periferia de la ciudad de Cienfuegos. Uno de los recuerdos de mi infancia en ese lugar se remonta al bullicio que hacíamos los niños del barrio cada vez que llegaba la electricidad, luego de varias horas de apagón.
Sin ponernos de acuerdo éramos una multitud, pues a veces salían a los balcones de los despintados edificios personas adultas para acompañar a los infantes que gritábamos al unísono un ¡eheheheheeheh! de alegría que ha quedado en mi memoria. Son recuerdos que, como los almuerzos de harina con azúcar, siempre me retrotraerán a un Período Especial que parece no querer apartarse de mi camino.
Se llama náufragos a las personas que han sufrido o padecido a causa de un naufragio, palabra que por definición remite al hundimiento de algo que nos sostiene para no caer en un estado de desesperación. Mi generación, que vivió su niñez en la década del noventa, sufrió las consecuencias tangibles del desplome del campo socialista. Somos chicas y chicos que hemos pasado la vida leyendo en los medios que la historia de un fracaso, de un derrumbe existencial, puede llegar a ser más consoladora que la de una victoria, pues ese tipo de experiencia te hace resiliente ante la vida.
Pero, la vida es más compleja que un concepto y es imposible vivir todo el tiempo a la deriva; un ser humano necesita para vivir encontrar alguna isla donde soñar un horizonte. Es difícil hallarse permanentemente en medio de un oxímoron existencial, donde, por un lado, no te quieres ir, pues sientes que no podrías vivir sin esa Isla donde hay tanta gente que amas; pero tampoco deseas quedarte para ver pasar tu vida como parte de una película inacabable, marcada por la continuidad de sus escenas.
La derrota es el tatuaje que llevan marcados aquellos que se atreven a cambiar los resortes de una realidad inamovible. El epílogo de todos los jóvenes parece ser el desmembramiento familiar, la huida, para poder respirar aunque sea dos segundos.
En La Invención del Éxito, Irene Vallejo nos dice: «La Odisea narra el regreso de Ulises a Ítaca tras vagabundear durante diez años de costa a costa, afrontar peligros incontables y amar por el camino, entre otras mujeres y diosas, a la hechicera Circe. Sin embargo, la historia no termina con la conquista del trono y el sosiego hogareño: a Ulises le gustaba más estar volviendo que haber llegado».
El éxito para varios de mis amigos reside en eso, en poder regresar luego de haber naufragado por las selvas del Darién y mostrar que su esfuerzo, su aventura, donde también hubo lágrimas y peligros de muerte, valió la pena, pues han podido mejorar notablemente su calidad de vida.
Sin embargo, hace unos años, mientras acompañaba a un gran amigo que regresaba de un naufragio por el continente asiático y se encontraba en la sala de psiquiatría de un hospital de La Habana, me preguntaba si era necesario tener que arriesgar la salud mental de toda una generación para salvar una conquista petrificada de la que muchos no nos sentimos protagonistas.
La realidad es el resultado de una historia de la que solo podemos excluirnos a cambio de pagar el precio que corresponda y que, según la época o el asunto, puede ir desde la cárcel a la pena de muerte, pasando por la multa, el exilio, el aislamiento, el escarnio público o el desarraigo.
Una generación que evita ensuciarse los pies en la historia de un cambio, que calla cuando debe gritar la verdad y que se maneja en la indiferencia al prójimo oprimido por pensar distinto, para no comprometer su ya precario estatus quo, es una generación que de seguro terminará siendo protagonista de un naufragio.
Si dentro de algunos años alguien escribe la crónica de mi especial generación —creo que todas lo son—, debe hacer referencia a estos años, aupados por la oscuridad del pasado y el presente vividos, quebrantados incluso por una pandemia global. Pero deberá también incluir en su narrativa las luces que nos han ayudado a soportar la realidad. Entre ellas el amor, ese capaz de inventarse miles de cuentos estoicos para entretener a los más bisoños en medio de alumbrones, o de andar una ciudad en bicicleta, siendo ingeniero, para vender unas torrejas que permitieran comprar lo indispensable para tres pequeños hijos.
Hasta esas historias han sufrido sus percances, pues a veces se prefiere continuar de largo sin recordarlas. Sé que ahora, cuando muchos náufragos intentamos armar nuestra propia familia, mientras formamos a nuestros hijos, es el momento de hacerles conocer el estoicismo de sus abuelos que nos permitió llegar hasta aquí.
Somos náufragos que hemos sabido adaptarnos siempre a las circunstancias: flotar en una cola, en un desayuno sin leche, en una sola comida al día, en una censura por promover ideas emancipadoras diferentes a las del poder.
También creo que hemos sido a ultranza unos defensores de ¡la vida! La vida que prevalece, aun en medio de una caravana por Centroamérica, rodeados de coyotes dispuestos a alimentarse con nuestra alma, o en medio de una enfermedad para la que encontrar un medicamento es una utopía. La vida que se impone pese a cualquier ilógico ordenamiento, y busca sus maneras para que no perdamos la fe —aunque constitucionalmente existiera por mucho tiempo el ateísmo— trabajemos, nos enamoremos y aferremos a devorar con alegría cada trago de oxígeno que Dios nos regala.
Reinaldo Arenas escribió en Antes de que Anochezca: «Nunca he podido comprender muy bien la locura, pero pienso que las personas que la padecen son una especie de ángeles que no pueden soportar la realidad que los circunda y de alguna manera necesitan irse hacia otro mundo».
No es una locura la acción de jóvenes cubanos de estos tiempos, que arriesgan sus privilegios existenciales, empezando por la libertad, en pos de exigir un necesario cambio estructural que les ayude a vivir un tilín mejor su futuro.
Mientras escribo estas líneas, Internet se ha convertido en esa pequeña isla donde preferimos habitar muchos de los náufragos aferrados a soñar una Cuba distinta, alejada de la precariedad existencial que hizo a un poeta como Virgilio Piñera resaltar todo el miedo que esconde entre líneas un discurso. Quizás seamos solo ciudadanos digitales de una Cuba del futuro, donde los sueños no comiencen con un avión saliendo del país o una máscara para poder escalar posiciones dentro de un orden programático que solo premia la incondicionalidad.
La existencia humana se lleva muy mal con la incertidumbre; vivir un tiempo prolongado en ese estado suele afectar la salud mental de las personas que lo experimentan. Somos mujeres y hombres programados para sobrevivir, podemos resistir durante días sin comer o beber agua, pero es indudable que no sabemos movernos bien en entornos donde no está claro qué va a suceder el día de mañana.
Mi generación, para reducir la sensación fatigosa que genera la falta de certeza, ha heredado expectativas de generaciones anteriores, como aquello de que pronto todo cambiará; incluso esas esperanzas de antaño parecen estarse agotando.
Para los jóvenes de hoy, construir su vida basados en las expectativas de sus antecesores no parece ser la brújula. Quizás es el momento de que su grito sea escuchado como un signo propio de estos tiempos por aquellos decisores con la capacidad de trasformar nuestra Historia.
Hoy, optar por una Cuba distinta pasa, en primer lugar, por abrir bien el corazón para ver la condición de inhumanidad en la que subsisten ciertas personas. Se hace importante denunciar qué provoca esta situación y responsabilizar a los que la causan, sean individuos, relaciones o estructuras.
También significa optar por un estilo de vida coherente con el cambio que deseamos proponer en nuestro entorno. Pues si deseamos ser coprotagonistas en la construcción de una nación inclusiva, donde nadie sea discriminado por su forma de pensar, debemos tener la capacidad de romper nuestros conventillos existenciales y reconocer que la democracia a la que aspiramos no será regida solamente por los principios de la cristiandad; sino, sobre todo, por la pluralidad de espiritualidades que se junten en pos del mayor bien para nuestra nación.
Los náufragos somos una generación que se asusta ante el dolor, la enfermedad y la muerte; y por eso, en diferentes escenarios a veces nos escondemos, tenemos miedos y dudas; ignoramos si poseemos el valor o la resiliencia para hacernos presentes en los escenarios de injusticia con los que nos ha tocado convivir. Sin embargo, hoy más que nunca Cuba nos necesita, para que desde nuestro coherente modo de proceder podamos impulsarla hacia la vida y alejarla de forma definitiva del naufragio y de la muerte.