Una vez ingresé a Estados Unidos el 21 de septiembre del 2001, diez días después de los espantosos y execrables atentados terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York.
Ese día el Aereopuerto Internacional de Miami tenía un aspecto casi fantasmal, considerando que su condición de “frontera natural” entre Estados Unidos y América Latina lo hace recibir y despachar una enorme cantidad de vuelos diarios desde y hacia la región.
El área del sótano, donde se recogen los equipajes, estaba desolada. Junto con el charter de Continental Airlines procedente de La Habana, solo había un vuelo doméstico de American Eagle que había llegado casi vacío, a juzgar por la cantidad de pasajeros alrededor de la estera esperando la salida de sus bultos.
Tres meses después, terminada mi estancia de investigación en una universidad de Massachussetts, me disponía a regresar a Miami desde el Aereopuerto Logan, en Boston. Las medidas de seguridad habían sido reforzadas aún más, y por consiguiente al chequeo ordinario le habían añadido quitarse los zapatos para pasarlos por el aparato de Rayos X, una práctica vigente hasta el día de hoy.
Después de atravesar sin problemas todos los controles, antes de abordar el avión un funcionario del Aereopuerto iba separando de la fila a algunos pasajeros. Se dirigió muy cortésmente a mí, me hizo un gesto y me pidió apartarme de la fila.
Entonces, mirando alrededor, me di cuenta de que lo que teníamos en común aquellas personas era nuestra condición de no clasificar como WASP, las siglas en inglés de blanco, anglosajón y protestante. Casi todos éramos hispanos —en el fondo, bastante parecidos a los árabes—, aunque había algunos asiáticos y hasta dos o tres afroamericanos.
Con idéntica cortesía, le pregunté si aquello no era un acto de profiling, una palabra que en inglés remite al racismo, pero como evidentemente ya estaba advertido por sus superiores, se limitó a encoger los hombros y a responderme de manera mecánica: “No, señor, esto se hace al azar. Lo sentimos por las molestias que le pueda ocasionar”.
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Aunque fue más el ruido que las nueces, en ese momento recordé un par de experiencias que había tenido un poco antes, la primera en el exclusivo barrio de Lexington, MA. Después de haber salido varias veces a fumar fuera de la casa donde me encontraba durante el fin de semana, el propietario —un famoso lingüista y activista estadounidense— había recibido una llamada telefónica informándole que en la puerta de su casa estaba plantado un hombre hispano con aspecto sospechoso.
Era casi de noche. El profesor aludido, de un humor ordinariamente corrosivo, le respondió que no se preocupara: se trataba de su jardinero, que estaba haciendo algunas horas extra para poder visitar a su familia en Chiapas, pero que tenía el mal hábito de inhalar humo en puertas problemáticas.
La segunda fue en Tower Records, Cambridge, en una tienda de discos que hoy ya no existe. Mi amiga y colega Janie, rubia y de ojos azules, revisaba los CDs mientras yo me limitaba a ubicarme detrás de ella viendo lo que tomaba en sus manos, pero sin dirigirle la palabra. Un empleado se le acercó y le preguntó sotto voce si yo la estaba molestando. Ella le agradeció el gesto, pero le respondió que no había necesidad de que la protegiera de su propio marido. Luego se echó a reír.
La del Aeropuerto fue la tercera vez que experimenté algo que había dicho una vez una socióloga cubanoamericana: «Soy blanca cuando me levanto en La Habana, pero soy otra cuando hago el vuelo de apenas cuarenta minutos entre Miami y La Habana, porque ya no soy más blanca».
Existir es ser percibido, dijo un obispo inglés que un día tuvo las agallas de declarar inexistente a la realidad objetiva —solo que aquí el peso de esta última me aplastaba.
Y como un pesado yunque.