El 28 de julio de 2024 algo va a cambiar en Venezuela; está definido y prácticamente nada puede impedirlo.
Detallar qué cambiará es imposible en este momento. No obstante, hace diez meses el escenario era de una aparente mayor certidumbre. La idea era que el dictador Nicolás Maduro se perpetuaría fácilmente en una elección no reconocida por nadie pero que nadie tendría el poder de fuego para contrarrestar; lograría un porcentaje abrumador de votos (pero con una participación muy baja) contra un puñado de desconocidos y grises candidatos testimoniales a cargo de recoger, sumisamente, las migajas que dejara.
Si alguien en ese momento hubiera dicho que hoy, a menos de una semana del proceso electoral, no se sabe quién será el presidente de Venezuela, hubiera sido tomado o bien por un partidario velado de Maduro o bien por tonto.
Venezuela se apresta a un proceso electoral que, de la mano de la fuerza política construida por María Corina Machado y la presencia de una candidatura legalizada ante la autoridad electoral (como la de Edmundo González Urrutia) ha volteado por completo el tablero político venezolano.
El chavismo no solo pasó de verse casi imbatible a que cualquier sondeo de opinión remotamente fiable pronostique su desalojo del poder por paliza, sino que hoy nadie en Venezuela duda de que la única incertidumbre que pesa sobre la elección pasa por el carácter autoritario del régimen. Si la elección fuese realizada con transparencia garantizada, el triunfo de Edmundo González se habría dado por descontado.
En última instancia, lo que está por ocurrir en Venezuela es, a todas luces, una demostración de que es posible desalojar un Gobierno autoritario por medio del voto. Hoy, la única forma que tiene Maduro de salvarse sería que muchos venezolanos —movidos por la propaganda desalentadora tanto de un chavismo que busca mostrarse omnipotente como de sectores marginales de la oposición extremista que (cómodos desde el exilio) tuitean que «en dictadura no se vota»— decidan que la mejor forma de tumbar el régimen sea sentarse en su sillón de brazos cruzados y, quizá, tuitear hasta que pase la hora de votación en espera de una intervención armada estadounidense que jamás llegará sin importar quién ocupe la Casa Blanca.
¿Cómo es posible que bajo un régimen que tiene cientos de presos políticos, ocho millones de exiliados, los medios de comunicación del Estado a su entera disposición y los escasos privados en completo silencio y que es conocido por haber torturado a personas y haber disparado contra manifestantes pacíficos (algunos incluso menores de edad) se llegue a celebrar semejante evento si históricamente se nos ha enseñado que en dictadura no se vota o se vota, pero no se elige?
En principio, Venezuela está votando, pero no está eligiendo. No porque esté garantizado que el régimen de Nicolás Maduro controlará el proceso, sino porque los venezolanos tendrán que elegir entre un candidato que se compromete con respetar sus mínimas garantías cívicas y otro que (en el poder) no lo hace. En Venezuela no habrá una genuina democracia hasta que los venezolanos puedan votar lo que quieran (e incluso ser acérrimos opositores a un eventual Gobierno de González o de María Corina Machado) sin que les represente perjuicio arbitrario o riesgo alguno. En efecto, Venezuela votará,