LA HABANA, Cuba. – Me asusta reconocerlo, sobre todo porque soy cubano y porque lo más probable es que algunos supongan, después de mi advertencia, que soy un apátrida, un mal cubano, pero aun así asumo los riesgos. Reconozco entonces que no me gusta el béisbol, que me aburre su ritmo, y que hasta me provoca arritmias, o al menos ciertos desórdenes en la cadencia del corazón, si es que por alguna casualidad no me queda otro remedio que enfrentar el juego. Me abruma la lentitud del béisbol, sobre todo si hago comparaciones con el fútbol, el voleibol o el baloncesto. Prefiero, incluso, el boxeo, y también ese extraño ritual de apariencias homoeróticas que percibo en la lucha libre.
Distingo la pausada prudencia del ajedrez, ese al que muchos consideran insoportablemente lento; sin embargo advierto cierta grandeza en su parsimonia, en sus pausas, y hasta en esos silencios que resultan abrumadores, y sobre todo aburridos, al menos para la gran mayoría, aunque no para mí. Confieso que me seduce más, el set en el que se desarrolla cualquier partida de ajedrez, y la pulcritud de sus enigmas, sus silencios, la parsimonia para cada movimiento. Adoro el andar lento y las calmas en el tablero, y otra vez el silencio, y la mesa discreta que sostiene al tablero en las que se ordenan las 32 piezas que se dividen con perfecta equidad entre los contrincantes.
A veces hasta pienso que el mundo podría ser mejor si se pareciera a un tablero de ajedrez, pero el mundo no es un tablero de ajedrez, y mucho menos esa part