La Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) publicó en su sitio web el proyecto definitivo de la ley de comunicación Social que debe ser aprobado antes de marzo de 2023.
El proyecto formaba parte del orden del día de la sesión ordinaria que celebró la ANPP en diciembre de 2022, pero a última hora el Consejo de Estado decidió posponer, un día antes del encuentro, la discusión y aprobación para una próxima sesión extraordinaria antes del fin de la legislatura.
Al defender la posposición, Alfonso Noya Martínez ―quien de acuerdo con Cubaperiodistas es presidente del Instituto Cubano de Radio y Televisión― reconoció que los tiempos que se había dispuesto para la discusión del proyecto «verdaderamente no [habían] sido grandes y en el último proceso (que fue la discusión con los diputados), a diferencia de otros momentos, no se [había] podido disponer del tiempo necesario para hacer las discusiones que lleva a partir de los señalamientos, correcciones y propuestas que se hizo en la discusión con todos los diputados del país».
De la narración de Noya Martínez se desprenden ideas centrales para el debate. Primero, ¿por qué se pospone una discusión que se produjo con la totalidad de los diputados del país y en la que, incluso, se formularon señalamientos que se desconocen? Se trata del circo parlamentario en el que los diputados se reúnen antes del período de sesiones públicas y se ponen de acuerdo para escenificar después las votaciones unánimes a las que acostumbran o ―como en este caso― las modificaciones retrógradas que son incapaces de defender públicamente.
La exigencia de los diputados de contar con más tiempo para discutir el proyecto parece responder a la idea de un parlamento tradicional que analiza, discute, propone y enmienda legislaciones que los diputados crean. Nada más lejos de la verdad. El Parlamento cubano responde a los resortes políticos de una burocracia nucleada en torno al Partido Comunista (PCC) y en la que, al parecer, siguen siendo influyentes los criterios de sectores reaccionarios que aspiran al enquistamiento y a no conceder un ápice en materia de derechos, como el acceso a la información y el libre intercambio de ideas que han demostrado ser vitales ―en otros escenarios― para la subsistencia del totalitarismo.
El debate en torno al proyecto de la ley de comunicación y que condujo a la dilación de la aprobación de la normativa ―aunque protagonizado públicamente por actores sin poder político alguno, pero que al parecer sí tenían capacidad de incidencia― es una muestra de las pugnas que deben producirse en las más altas esferas del poder cubano: reformar o perecer versus mantener el control sin importar las consecuencias.
Cuando Noya Martínez se refirió a señalamientos formulados al proyecto, no respondía solo a declaraciones desarrolladas por algún que otro diputado, sino también a una discusión que se produjo entre defensores reaccionarios del régimen cubano que veían en el borrador inicial de la ley de comunicación una amenaza de glásnost soviética y quienes creen que la transformación del aparato mediático es un deseo del PCC y de la «dirección del país».
Ni una cosa ni la otra eran posibles con la aprobación de una normativa como la propuesta en el borrador de la ley de comunicación. En primer orden, porque en un sistema totalitario como el cubano no basta con lo dispuesto en una legislación para garantizar transformaciones. Mucho menos en los medios de propaganda que, desde la concepción leninista, son entendidos como elementos vitales para sostener la regencia gubernamental. En un régimen como el cubano se requiere voluntad política de un grupo de poder con reales posibilidades para materializar las reformas.
El ejemplo más claro de la afir