Desde que el ser humano se convirtió en tal, soñó con conquistar el cielo. Levantó la mirada un día y al ver las aves surcar el azul infinito, quiso volar. No es de extrañar que tantos dioses de las antiguas civilizaciones tengan alas y este poder maravilloso. Siglos de desarrollo e investigaciones hicieron posible que nosotros, hechos para vivir en el suelo, conquistáramos también las alturas.
Matías Pérez nació en Portugal a inicios del siglo XIX. Se estableció en La Habana, donde se le conocía como El rey de los toldos, pues era uno de los fabricantes y comerciantes más exitosos de este producto, tan demandado en la Isla para aminorar el impacto del sol.
Pero aquello no le bastaba. ¡No! Él quería volar, subirse a un globo como lo hacían en Europa y llegar a las nubes, como lo habían hecho en esta misma ciudad Eugene Robertson, Adolphe Theodore y Domingo Blineau; como lo describían en las revistas que consumía frenéticamente.
Tuvo su oportunidad cuando el renombrado piloto y constructor de globos Eugène Godard viajó a Cuba. Se convirtió en su amigo y asistente, y voló en su compañía sobre La Habana, en varias ocasiones. A él le compró el globo que lo convertiría oficialmente en aeronauta: Ville de París. El 12 de junio de 1856 lo voló por primera vez y, a pesar de algunos contratiempos, fue todo un éxito.
El segundo vuelo, en el domingo claro del 29 de junio, quedó para siempre en el recuerdo de los habitantes de esta urbe. No resulta difícil imaginarlo en el Campo de Marte, donde hoy está el Parque de la Fraternidad, junto al Capitolio habanero, alistando todos los detalles. Ajustó las cuerdas, revisó la tela, comprobó los sacos y el gas, se elevó unos pocos metros para asegurar que todo estaba bien y soltó las amarras.
La multitud que lo acompañaba se despidió alegre, agitando sus pañuelos. Una ráfaga de viento, de esas que suele haber de repente en los meses de verano en Cuba, lo condujo rápidamente hacia el mar, empujándolo cada vez más lejos, hasta que el diminuto punto que era su globo se perdió de vista, para no volver jamás.
Probablemente nunca sabremos qué sucedió con él; qué desperfecto tuvo el globo o en qué lugar cayó al mar; pero es ese misterio, esa incertidumbre, la que lo tatuó en el imaginario colectivo con la frase que todos hemos dicho alguna vez, aunque no supiéramos quién era: «Voló como Matías Pérez».
Su nombre ha aparecido en sellos postales, canciones, historietas y libros de historia popular y aeronáutica. Por 166 años ha sido aludido cuando alguien desaparece sin dejar rastro, e incluso cuando sí lo deja. El aventurero pasó a la historia, aunque no de la forma en que le hubiese gustado.
La más reciente referencia artística a su figura corre a cargo de Jorge Martell, premio nacional de Diseño del Libro 2018, en la exposición De Ícaro a Matías Pérez, La Saga, inaugurada en el aniversario del fatídico suceso que lo inmortalizaría. La muestra, segunda del autor sobre este tema, se exhibe durante los meses de julio y agosto en el Taller Experimental de Gráfica de La Habana, con imágenes que aluden al portugués, su aventura y el seductor ambiente de la capital del siglo XIX.