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Phoenix, Arizona

Hicimos bien en dejar el taxi y pernoctar en aquella casa. Luego supimos que la policía entra en arreglos con taxistas para estafar a los cubanos y repartirse las ganancias. Decir que nos acomodamos en la vivienda sería una burla, pues aunque era grande y contaba con un patio inmenso, esa noche llegaron a dormir allí unas 170 personas. Lo hicieron sobre cartones, nylon o cualquier cosa que las aislara de la tierra.  

Algunos llevaban un mes o más en aquel sitio, porque habían entregado sus pasaportes y esperaban una visa humanitaria del gobierno mexicano. Sin embargo, en días anteriores se había producido un altercado en las oficinas de migración, por la demora en los papeles de unos haitianos y, como resultado, el local fue destruido. Entonces, todos los que estaban en esa casa quedaron varados. El baño se ubicaba al final del patio. Era forzoso pasar entre los cuerpos yacentes, sin orden ni espacio definido para caminar. La cola para bañarse debía hacerse desde el mediodía, y a veces, a pesar de ser la 1 y 30 de la madrugada las personas permanecían en fila.

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Aunque la casa era grande y contaba con un patio inmenso, esa noche llegaron a dormir allí unas 170 personas.

El único espacio disponible que encontramos para las mochilas fue al lado de una montaña de basura de más de dos metros de alto. Estaba formada por bolsas grandes, termopacks con restos de comida, cajas de jugo vacías y cuanta cosa era desechada por los infelices hacinados en el lugar. Naturalmente quedamos horrorizadas, porque el viaje, hasta ese momento, había resultado bien organizado y jamás pensamos encontrar tales condiciones de vida. Para colmo, en el transcurso de la madrugada siguieron arribando grupitos de personas y varios tuvieron que dormir sentados en una escalera.

A media tarde del siguiente día llegaron los jefes. Al ver que no cabían más personas ordenaron sacar la basura en una camioneta y dijeron que una parte seríamos trasladados a otra casa cercana. La siguiente cola fue para intentar clasificar entre los que iban a ser reubicados.

Fuimos conducidos a un apartamento pequeño, rentado a mexicanos, Estos hacen fortuna de todo lo relacionado con los cubanos de paso, sea alojamiento, trasportación, trámites, compras, lavandería o cambio de dólares. Dormíamos en el suelo, sobre edredones finos, hasta que algún grupo salía y heredábamos sus colchonetas. Allí estuvimos varias jornadas sin que explicaran cuándo seguiríamos avanzando. Después de  cinco o seis días nos pasaron a otra casa para unirnos antes de proseguir viaje.  

Los trayectos en auto tenían en común la enorme velocidad a que conducían aquellos chóferes durante todo el camino. No importaban las curvas, daba la impresión de que íbamos a salir volando en una de ellas. Por suerte los camiones no corrían tanto. Llegamos a un punto muy alto, por encima de las nubes, y permanecimos casi veinticuatro horas encerrados en una casa sin las condiciones mínimas para descansar, ni siquiera para caminar adentro. No había Internet y encima de eso no permitían salir a nada.

Al día siguiente nos sacaron lentamente en pequeños grupos. Comenzamos a descender las elevaciones en medio de un inusitado aumento de las temperaturas y unos preciosos paisajes laterales. Pasábamos de pueblo en pueblo, siempre de noche y corriendo para subirnos a las camionetas. Nos escondíamos todo el tiempo de la policía y dormíamos en colchonetas finas y muy usadas donde nos sorprendiera la noche.

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Sentada en ese espacio, pasé la primera noche en México.

En ocasiones, y debido a los controles migratorios, debimos permanecer en el mismo sitio por varios días. Incluso, tuvimos que dormir varias veces sobre la tierra limpia, con apenas una comida por jornada. A veces el arroz estaba crudo y no podíamos comerlo, lo que implicaba el flaqueo de nuestras fuerzas. Se extrañaba mucho el café cubano. Las pocas veces que nos dieron algo en la mañana fue café instantáneo, que para nada sustituía al nuestro.

Una madrugada, durante un largo trayecto por una montaña empinada, apareció un jaguar en medio de la carretera. Estaba a cuarenta o cincuenta metros delante de nosotros y, para colmo de males, caminó hacia las luces del auto. Justo antes de chocar con los focos se desvió e internó en la vegetación. Sheyla sintió pánico y tuve que calmarla, porque se había enterado de un caso muy ¿feo? por esos mismos lugares. Todo ocurrió en segundos.

El chófer no paró hasta más adelante para auxiliar a una camioneta de la caravana que se había averiado. Cuando contamos lo ocurrido, nos dijeron que esos animales eran frecuentes por la zona, de ahí que ningún vehículo se detenga, a no ser por un desperfecto.

La otra vivienda de seguridad resultó una casona en medio de una explanada, rodeada de pequeños árboles y con un inmenso portal. En este nos acomodamos, en el poco espacio dejado por el grupo que nos antecedió.

El baño era muy rústico. Unos palos sujetaban a un nylon grueso, que hacía la función de pared y puerta por un costado.  Dentro, una bañera llena de la que debíamos sacar agua con unos cubitos para bañarnos. A partir de la altura de los hombros aquello quedaba al aire libre, y en uno de los lados se hallaba un corral con un puerco enorme.  Muy cerca había un río, al que nadie se atrevió a entrar por lo sucio que estaba. Usábamos asimismo unas letrinas improvisadas, construidas al borde del río también con palos rústicos y grandes pliegos de nylon.

En la siguiente casa vi por primera vez un animal muy parecido a una iguana grande. Lo trajeron los albañiles que trabajaban allí. Las señoras que nos atendían lo prepararon. Algunas mujeres sintieron asco y no aceptaron comer por la noche al saber que el picadillo que nos habían dado era de iguana. Una vez cocinada yo decidí probarla y no me pareció mal, recordaba a la carne de pato. Pensé que sin haber visto al animal antes, y una vez cocinado con otras sazones, podía resultar una muy aceptable comida.

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Una vez cocinada la iguana, yo decidí probarla y no me pareció mal, recordaba a la carne de pato.

Llegar a Puebla fue lo mejor que nos pasó después de muchos días. Entramos en secreto, como siempre, a un hotel de varios pisos con habitaciones bastante confortables que tenían hasta ducha. Luego, dieron de comer y nos instruyeron en el inventario de lo que sería estrictamente necesario en el último tramo, ya que al  entregarnos en la frontera teníamos que dejar todo lo que no lleváramos puesto. Tampoco podíamos salir ni asomarnos a la calle. En la habitación dejamos varias mudas de ropa y un par de sandalias. Me consoló pensar que podían ser aprovechadas por las mujeres que limpiaban, pues muchas estaban en buen estado.

Al otro día, con la misma rapidez con que nos entraron, salimos de ese lugar. Fuimos separados en pequeños grupos de cuatro personas y llevados en taxis a una terminal cercana, donde nos entregaron boletos a nuestro nombre. Montamos un bus grande, bastante cómodo, y comenzamos un recorrido muy largo por carretera, en el que, finalmente, la bolita azul del GPS se movía hacia el Norte.

Después de un larguísimo trayecto llegamos a Guadalajara, donde nos alojaron en un motel de carretera y tuvimos que compartir habitación con dos hombres jóvenes. En ese lugar comimos y dormimos la última noche en México. Estábamos nerviosas y contentas la vez. Luego continuamos viaje por muchas horas, sin bajar más del bus hasta el último pueblo de México: San Luis Río Colorado.

Fue ahí donde, poco antes del amanecer, vimos de lejos por primera vez el famoso «muro», mientras la guagua se acercaba a lo que parecía un pueblo normal, con muchos comercios, farmacias, y almacenes a ambos lados de la calle. Un poco detrás el imponente muro, compuesto por grandes perfiles metálicos de alrededor de cinco metros de altura, tan pegados unos a otros que impiden el paso y dificultan la visibilidad hacia el otro lado. Nuestros corazones latían a prisa, ¿Llegamos?, fue la pregunta.  

Adaptados ya a las operaciones «comando», entramos apresuradamente en una casa muy rústica, en la que debíamos esperar el arribo de los demás. Alrededor de cuatro horas después dieron por teléfono la orden de sacarnos. Lo hicieron en camionetas de diez personas. El conductor manejaba por una carretera muy soleada, hablando siempre por teléfono hasta que recibió la orden de parar. Entonces indicó que bajáramos rápido y corriéramos, de prisa y sin detenernos, por la arena hasta un pequeño matorral similar al marabú.

Dentro del matorral había dos guías más que nos instaban a seguir corriendo pues, según dijeron, había policías por el lugar. Corrimos unos cincuenta metros hasta el borde del río, donde me percaté que fue un error haber dejado las sandalias en el hotel de Puebla. Tuve que tomar la decisión muy rápida de quitarme los tenis, llevarlos en la mano y entrar al agua solo con medias, para del otro lado volver a colocármelos, ya que nos habían explicado que no podíamos entregarnos mojados.

Del otro lado, la distancia desde el borde del río al muro de acero era de aproximadamente cuatro o cinco metros. Creyendo que aún estábamos en suelo mexicano y que para entrar a Estados Unidos había que cruzar el muro, continué corriendo descalza sobre piedrecillas por miedo a que apareciera la policía. Intentaba no perder de vista la fila de los que habían cruzado antes y que venían con nosotras en la camioneta. Los altavoces entonces nos indicaron que hacer. Fue cuando me percaté de que ya estábamos en suelo norteamericano. Solo ahí pude parar de correr… y comencé a llorar.

***

Después de haber superado los trámites migratorios, según conté en el primero de estos testimonios, llegué al aeropuerto de Phoenix. Allí esperé reencontrarme con Sheyla antes de intentar llamar a mi hermano, ya teníamos los teléfonos y pudimos comunicarnos vía WhatsApp. Realmente no tenía idea de cuál sería el siguiente paso.

Mi hermano no había podido ir a recogernos por problemas de trabajo, pero todo el tiempo estuvo al tanto de nosotras. Durante quince minutos recorrimos aquella inmensidad de aeropuerto tratando de cambiar algunos pesos mexicanos. Teníamos hambre porque no nos habían preparado para un viaje tan largo.  

Para esa fecha no había pasaje y mi hermano reservó un hotel cercano, un taxi y un Uber de comida. Pasamos la noche en el hotel. Todavía nos asustaba cada pequeño ruido, pensábamos que vendrían por nosotras. Al siguiente día volamos a Miami. Una amiga cercana nos recibió en Inmigración y condujo hasta el carro donde estaban mi cuñada y mi sobrino. Allí fue cuando me pareció despertar de aquella pesadilla, darme cuenta de que mi historia —una más—,  había sido real y que mis sueños se cumplían.    

16 Abril 2022, Río Colorado, México – Yuma, Arizona

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