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El trayecto de Guatemala a México

De aquel lodazal logramos salir luego de unas tres horas de marcha incierta, hasta que conseguimos reconectar con los organizadores gracias a las instrucciones que habían dado con anterioridad. Entre arbustos, tanto yo como los más jóvenes tuvimos que cambiarnos la ropa enfangada para poder subir al siguiente transporte.

Afortunadamente llegamos al pueblo donde extendieron nuestros salvoconductos. Comimos algo y montamos una camioneta cerrada que, tras varias horas de marcha, nos dejó en otro pueblito, en el que debíamos sacar pasaje para continuar viaje a la frontera con Guatemala. Ese día no hicimos estancia en ningún sitio y tampoco nos bañamos.  

El bus resultó grande y cómodo, ahí pudimos descansar, nos detuvimos solamente a media noche para ir al baño y comer algo en una cafetería de carretera. Un tiempo después la policía nos paró. Medio dormidos mostramos orgullosos nuestros pasaportes y salvoconductos, sin embargo, aquellos oficiales dieron a escoger entre regresarnos a varias horas de la capital o darles cada uno veinte dólares porque, según ellos, había un dato mal registrado en los documentos.  

Automáticamente, y sin ponernos de acuerdo, todos decidimos entregar el dinero. Esa no sería la única vez que fuimos detenidos. Nos asustábamos cada vez que paraba el bus y se encendían las luces, pero no exigieron más dinero, revisaban los documentos y se bajaban sin molestarnos, no obstante, el sobresalto no cedía.

Al llegar a nuestro destino pasamos a otra camioneta, pequeña y cerrada, en la que fuimos trasladados hasta el punto más cercano a la frontera con Guatemala en que se podía circular legalmente. Allí indicaron que descendiéramos por una pendiente, corta pero bastante inclinada, entre piedras y arbustos alineados a un pequeño arroyo. Tras cruzar el riachuelo, enfrentamos una loma empinada circundada por grandes piedras blancas, por donde nos explicaron que debíamos subir rápidamente.

Guatemala

Primer camión.

Cada cierto tiempo perdíamos el aliento por la falta de costumbre, sin embargo nos pedían mantener el ritmo y aconsejaban respirar por la nariz. Me detuve dos veces por breves segundos; no sé qué tiempo exactamente nos tomó llegar arriba, pudo haber sido unos treinta minutos.

Llamó nuestra atención la cantidad de mascarillas tiradas en el suelo durante todo el camino a la cima y, al llegar arriba, en un arbusto al pie del sendero, colgaban decenas de ellas como señal de que se había llegado a la meta.

Luego de un par de minutos para tomar aire, atravesamos un extenso campo. Caminamos con ritmo acelerado y sin pausas y montamos nuevamente unos carros que nos llevaron a la casa de seguridad de Guatemala. Estábamos en el país de manera ilegal, ahí no entregaban salvoconductos como en Honduras y teníamos que pasar lo más inadvertidos posible. Enseguida nos asignaron un guía que era con el único con quien debíamos comunicarnos. No podíamos siquiera pararnos en las aceras.

Cuatro mujeres fuimos ubicadas en un cuarto con un solo toma para los móviles. Inmediatamente hicimos cola para la ducha. En algún momento pedimos nos cambiaran dólares para comprar cosas que se vendían, como manzanas, uvas, chocolates y refrescos. Deseábamos igualmente lavar el cúmulo de fango en que se habían convertido nuestras prendas de vestir. Nos ofrecieron llevar a lavar la ropa en una casa cercana por una pequeña suma de dinero, aceptamos y en un par de horas ya teníamos vestuario seco y caliente.

Yo necesitaba comprar con urgencia una venda elástica, pero solo conseguí que me llevaran a la farmacia muy tarde, poco antes de reanudar viaje, y pude adquirir anti inflamatorios y analgésicos.

Guatemala

«Bodega» en Guatemala.

En esa casa fuimos bien tratados. Trajeron almuerzo y nos condujeron, con la premura de otras veces, a abordar una camioneta que nos llevó a un sitio lejano, donde montamos en transportes grandes con los que atravesaríamos Guatemala hasta llegar a la terminal de un poblado fronterizo que me recordó a los pueblos del Oeste en las películas norteamericanas.  

Allí encontramos representantes de una organización de voluntarios de ayuda al inmigrante que nos entregaron pomos con agua. Entonces los próximos guías nos montaron, de dos en dos, en bicitaxis idénticos a los de La Habana. El mío lo conducía un señor muy mayor. Si mi pierna lo hubiese permitido, Sheyla y yo nos habríamos turnado para pedalear.

El hombre nos dejó en una construcción a la que le dicen bodegas. Son en realidad casas a medio hacer, con habitaciones sin ventanas ni puertas y los suelos llenos de colchonetas de tela bastante sucias por las que han pasado miles de cubanos.

El baño quedaba afuera y no tenía  puerta. La única privacidad la proveía una cortina de saco y debíamos ir con un cubo plástico hasta una cisterna y cargar el agua para el aseo. Era un líquido de aspecto turbio, pero el calor obligaba a bañarnos incluso en esas condiciones. Allí vimos aumentar nuestro grupo. Por los alrededores no existía nada que comprar y nos aclararon que no podíamos salir. En la tarde dieron de comer y dijeron que en la noche nos sacarían.  

Al llegar el momento preciso, en total oscuridad, fuimos organizados en grupos de diez y salimos caminando por un sendero hasta el borde de un río. No permitieron encender el teléfono. Montamos en unas balsas rústicas, hechas de tablones muy gruesos amarrados sobre cámaras de camión. Eran manejadas por muchachos jóvenes que, a base de fuerza, conducían las embarcaciones hasta un sitio navegable dentro del río, para más tarde remar hasta la otra ribera. Por suerte el tramo era corto, mi rodilla estaba hinchada y necesité ayuda para subir y bajar.

Guatemala

Balsa en la que se cruza de Guatemala a México

Del otro lado nos esperaba una playa con mucha arena. Detrás de unas dunas altas aguardamos hasta que trajeron al resto de los grupos. Luego, solo con la protección de la claridad lunar, caminamos de prisa por arena, tierra y grandes peñascos. Los más lentos íbamos delante. Yo solo pensaba en cómo mi hija podría correr por ese desnivelado terreno con tan poca visibilidad.

Así llegamos a las camionetas, en total sincronización con el grupo de los que debían ir corriendo. Vi acercarse a Sheyla, me aferré a su brazo y subimos en los camiones que esperaban. Ya estábamos en México.

A ella la sentaron delante, junto a otra mujer. A mí detrás, y me correspondió cargar a una muchacha cubana que jamás había visto, por suerte era alta y muy delgada. A mi lado estaba un hombre que supuse cubano y resultó ecuatoriano. También tuvo que cargar a otro hombre, no sé de qué país. Y así íbamos, unos encima de otros, formando una masa compacta. Sudábamos y respirábamos nuestros propios olores internacionales.  

Minutos después de comenzado el trayecto, nos desviamos hacia una especie de maizal, a una buena distancia, con el objetivo de evadir alguna patrulla policial. No debíamos hablar ni salir de los carros, pero pedimos bajar las ventanillas al menos. La flaca sacó medio cuerpo y se sentó en el borde de la ventanilla, respiramos mejor todos, aunque aún estábamos muy incómodos.

Los otros hombres corrieron peor suerte: los colocaron en la parte de atrás, agachados y con las mochilas entre las piernas, muy juntos unos a otros y con una lona gruesa de nylon sobre las cabezas que le impedía respirar bien. Fueron minutos muy angustiosos. Observé a los choferes de las camionetas  reunirse a lo lejos y hablar. Supuse que si llegaba la policía nos abandonarían en medio del campo.

El tiempo se hacía infinito, no puedo precisar si pasaron treinta minutos, una hora o dos. En algún momento regresaron corriendo con la orden de continuar la marcha. De nuevo a cerrar las ventanillas y a rogar para que llegáramos rápido a donde fuese.

Luego de un recorrido bastante tranquilo pararon de pronto y dijeron que corriéramos hacia adentro de lo que parecía un campo de fútbol rodeado de matas de plátano. Enfrente teníamos una calle muy transitada. Debíamos agacharnos a cada rato cuando se veían las luces de los vehículos que circulaban por  la carretera frente al terreno.

Lo primero que hicieron en aquel sitio fue separarnos en distintos grupos, según el coyote con el que habías acordado el viaje. El grupo mío era el mayor. A la flaca la apartaron con otro grupito de menos personas. No la volví a ver nunca más, solo supe que era de Centro Habana. Tampoco encontré de nuevo al ecuatoriano.

Nos pidieron que encendiéramos los teléfonos, que habíamos apagado desde que cruzamos en la barcaza. Indicaron que formáramos una fila larga, de un ancho de dos personas, y nos dividieron en grupos de cuatro para subir a unos taxis. En ellos nos llevarían a la primera casa de seguridad de México. Para cerciorarse, nos dieron la dirección y la foto de la fachada de la casa que nos acogería.

Guatemala

Casa repleta en México.

Circulamos por una ciudad desierta pero muy iluminada. Llegamos al lugar pactado cerca de la una de la madrugada y la mujer que tenía que recibirnos se negó a hacerlo. Desde la ventana pidió que nos marcháramos, que había un operativo policial en la zona. El taxista comenzó a dar vueltas por una urbe dormida y se iba comunicando con los otros conductores sin que llegásemos a una dirección definida.

Vimos cómo dos de los taxis del grupo fueron detenidos por la policía, pero el nuestro corrió con más suerte. El chófer quiso deshacerse de nosotras en algún momento, pero le exigimos llamar a la persona que lo había contratado porque no estábamos dispuestas a quedarnos en la calle, en medio de la nada, y con patrullas dando vueltas por la zona.

Alguien se atrevió a decir el nombre mágico del coyote y el chófer recordó al instante una de sus casas y hacia allí nos condujo. Al llegar al sitio, una de nosotras se bajó y fue a averiguar, el resto permaneció en el taxi por temor a que se marchara. Penetró por un portón medio abierto y al momento salió diciendo que allí no había nadie al frente y que el lugar estaba repleto. De solo mirarnos tomamos la decisión de pernoctar en esa vivienda aunque no fuera parte de nuestra planificación.   

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