Con el deceso en La Habana, el pasado sábado, de Augusto Rivero, a los 82 años, no solo la cultura cubana perdió a uno de sus más renombrados arquitectos, sino a un infatigable promotor de la memoria histórica y de la necesidad de concebir la belleza en los espacios urbanos y el paisajismo como un bien común para el crecimiento humano.
Merecedor del Premio Nacional de Arquitectura en 2017 por la obra de la vida, activo miembro de la Asociación de Artistas de la Plástica de la Uneac y colaborador permanente del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, Rivero fue un pedagogo ejemplar dentro y fuera del aula, por el modo en que estimuló la creación y el trabajo mancomunado entre artistas y arquitectos. Especial interés prestó al desarrollo de la escultura monumentaria y ambiental.
En sus proyectos aplicó lo aprendido, en sus días de dibujante y proyectista, de los arquitectos que soñaron y levantaron las edificaciones de la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán.
Legó al patrimonio cubano su impronta en los monumentos a los héroes y mártires del 26 de Julio, a lo largo de la carretera de la granjita Siboney, en Santiago de Cuba, su provincia natal; el Mausoleo a los Mártires de Artemisa; el Monumento al Desembarco del Granma, en Las Coloradas, y el Memorial de Ana Betancourt, en Guáimaro.
Cuando le otorgaron el Premio Nacional de Arquitectura, envió, a través del periódico Trabajadores, un mensaje a las nuevas generaciones de arquitectos: «Expresen su época mediante los instrumentos, materiales, equipamiento y condiciones económicas que tengan a mano en el momento de la creación. No olviden que a algo bien diseñado no le debe faltar ni sobrar nada».