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Un largo camino a Yuma. Parte II

Tres mil ochocientos dólares por un vuelo a Managua es demasiado dinero, y éramos dos. Tuvimos que vender muchas cosas, además de la ayuda de mi hermano, que siempre estuvo al tanto de todo desde Estados Unidos. Nunca habíamos viajado y esa noche no se durmió en casa. Pasamos el tiempo recogiendo cosas para botar o dejarle a las amistades con el fin de que las vendieran y luego nos enviaran el dinero.

Un par de horas antes de la salida nos tiramos a dormir, pero fue imposible porque temíamos que el taxi fallara, o no escucharlo. La primera vez siempre asusta volar, aunque nosotros teníamos más miedo a cualquier imprevisto en inmigración, o a que el pasaje tuviera algún problema después de tantos días para conseguirlo.  Pero no había otra forma de salir del país.  

Una vez que pasamos los controles nos sentamos en el área de espera con los documentos en orden. Son tantas las historias de personas que habían tenido problema con los pasajes o con inmigración, que una vez del otro lado de las casillas sentimos gran alivio. Por ejemplo, detrás quedó una muchacha de veintiún años que viajaba sola y se nos unió en el área de chequeo de pasajes. Desafortunadamente no pasó el chequeo de inmigración por estar en la lista de «regulados».

Dimos una vuelta por todos los puntos de venta. En ninguno podíamos comprar con nuestros pesos cubanos, reservados exclusivamente para algún café o merienda, porque todo lo que se expendía era en dólares y a precios elevadísimos. Los dólares que llevábamos no debían malgastarse de ese modo.

El avión era pequeño pero el personal muy cordial. El miedo a volar reapareció cuando comenzó el ascenso y el motor fue cambiando de sonoridad; aunque poco a poco el susto fue cediendo. Irse de Cuba provoca una mezcla rara de alegría y tristeza. Duele mucho alejarse de esa pista que te dice que todos tus sueños de joven se quedan ahí, sin saber si podrás volver, incluso, sin saber si ese nuevo capítulo en tu vida va a llegar a feliz término. Sin embargo, es la única oportunidad de vivir decorosamente de tu trabajo con el mínimo de necesidades cubiertas.  

Miraba por la ventanilla y me preguntaba por mi familia, mis amigos, mi barrio, mi Habana y sus calles. ¿Retornaría alguna vez a casa? Mis ojos se humedecieron y tuve que hacer gran esfuerzo para no romper a llorar delante de tanta gente ilusionada por el incierto pero prometedor futuro al que les conducía aquel avión.  

Camino

Aeropuerto de Kingston, Jamaica.

El aterrizaje en Jamaica fue fácil, allí respiramos por primera vez «aire libre».  Teníamos cuatro horas de escala en el aeropuerto. Lo primero que me impactó  fue la cantidad de medicinas de primera necesidad que había en cualquier tiendecita: antibióticos, antipiréticos, antinflamatorios, triple antibiótico, antiácidos.

Realmente sentí un dolor grande, una furia contra los que deben proveer de esos medicamentos al pueblo. La mayoría de las personas se va de Cuba por la comida, pero a mí una de las razones que me hizo involucrarme en esta locura fue la falta de medicamentos, de reactivos para análisis. No quería pasar por lo mismo que vivieron mis padres ante la falta de esos suministros, aunque prefiero reservarme la historia.

Antes de abordar el segundo avión decidimos gastar los primeros dólares, teníamos hambre y no sabíamos qué vendría después. Por suerte, en ese momento la gente de la agencia que coordinó el viaje nos entregó un envase plástico con comida y aquello nos supo a gloria. Luego fuimos guiadas a través del aeropuerto hasta la puerta en que tomaríamos el vuelo a Managua. Ese avión era mucho más grande. Sobraban puestos y las aeromozas invitaron a escoger los asientos.

A Managua llegamos cuando atardecía. Al salir del avión tuvimos q caminar por un pasillo larguísimo hasta llegar a inmigración. Allí había cientos de cubanos. Lo supe porque la cola no estaba organizada, más bien existía una fila del ancho de tres personas, provenientes de diferentes vuelos. Además, el acento propio se hace notar rápido. Varios aviones habían coincidido, unos venían de Cancún, otros de República Dominicana. Creo poder asegurar que fue la cola más larga que he hecho en mi vida. Por suerte se movía rápido.  

Al llegar al extremo, una pareja de funcionarios le echó una ojeada a nuestros papeles e indicaron bajar las escaleras hasta el piso inferior, donde están las colas para las casetas. Ahí nos atendieron militares que preguntaron el tiempo que permaneceríamos en el país. Cobraron 10 USD por persona y nos dieron la bienvenida.

El principal temor al salir de Cuba era estar incomunicados con la familia en Estados Unidos, y esto nos llevó a cometer nuestro primer error. Al pasar los controles inmediatamente preguntamos dónde se compraba una línea telefónica. Enseguida nos mostraron un pasillo ancho y muy largo cerca de la puerta de salida, con varios puntos de venta de líneas, teléfonos y accesorios.

Dos muchachas nos atendieron allí. Compramos una línea de la compañía CLARO y ellas, con habilidad sorprendente, la colocaban después de darte a escoger entre una oferta de 15 USD por quince días y otra por treinta días, que fue a la postre la que pedimos pues tenía alcance hasta México. Nosotros pensamos de inicio que todo estaba bien coordinado y que nuestra aventura no duraría mucho, pero era mejor precaver.

Esa compra ocasionó que nos quedáramos botadas en el aeropuerto de Managua. Cuando caminamos hacia la puerta de salida más cercana no había un alma en toda el área. Nos asustamos un poco, hasta que atinamos a usar las nuevas líneas para llamar al familiar que nos estaba ayudando y a la persona que había gestionado los boletos y la reservación en el hotel.

Explicamos que ignorábamos qué hacer. Yo estaba convencida de que si teníamos que dormir sentadas en una cafetería lo haríamos con gusto, pues no nos atrevíamos a salir a la calle a tomar un taxi por nuestra cuenta. Éramos dos mujeres solas en una ciudad desconocida. Después de un rato nos enteramos que debíamos haber salido directamente a la calle, sin doblar por el pasillo donde vendían las líneas, y que la guagua se había ido pero en poco tiempo saldría otra. Fueron otras dos horas solas en aquel lugar, muertas de cansancio y sin dormir por más de dos días.

Finalmente nos indicaron salir a la calle y caminar hacia el extremo del aeropuerto. Allí nos recibió un hombre que esperaba a personas de otros vuelos. Entonces llegó una guagüita blanca y montamos junto a otros muchachos que fueron arribando. En pocos minutos estuvimos en el hostal. Ya eran las once de la noche.

Desde la calle solo se veía un muro alto, pero al entrar encontramos un lugar muy acogedor, con piscina central y un bloque de habitaciones en dos niveles. Ahí nos esperaban. Fuimos muy bien atendidos y se nos entregó la llave de una habitación. Luego indicaron que nos sentáramos a comer al borde de la piscina.  Después de bañarnos, caímos rendidas al instante.

No era nuestra primera noche fuera de Cuba, aunque sí la primera en que dormiríamos en una cama. Aún no sabíamos que ese sería nuestro mejor alojamiento y nuestra noche más tranquila en aquel largo camino que apenas comenzaba.

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