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El trinitario que colecciona fotos viejas (+fotos)

Entre sus preferidos, los retratos de mujeres, imágenes con más de un siglo que conservan todos sus detalles. (Fotos: Ana Martha Panadés/Escambray)

El coleccionista busca, encuentra, investiga y atesora. Hay quien hereda este hobby como cualquier otro. Pero también puede ser algo que se adquiere con el tiempo, algo que de repente surge y ya no te abandona jamás; un trabajo meticuloso que tiene su recompensa final, aunque a veces los demás no entiendan. “Me considero un acumulador de objetos antiguos, con un valor sentimental muy grande”, confiesa el trinitario William Saroza Medina.

De niño casi volaba por los caminos reales y escuchaba lelo las historias que contaban los más viejos. El olor a caña lo embelesaba tanto como ese pasado que dormitaba en los portales de las casas del pueblo y animaba luego las tertulias de los macheteros en los días de zafra; la zafra que sostuvo la vida en Manaca Iznaga y en todo el Valle de los Ingenios.

Rodeado ahora de tantos objetos valiosos y de sus recuerdos, William busca respuestas, a mis preguntas y a las suyas. Todavía le sorprende el título de coleccionista con el que amigos y expertos le hacen justicia a esa pasión por guardar clavos, herraduras, bisagras, instrumentos de trabajo de la época colonial, piezas aborígenes, fotografías…, retazos de la historia que siempre lo deslumbran.

Viaja entonces a su infancia, al abrigo del hogar y de una sensibilidad que agradece a los padres; él parrandero, ella con sobrada destreza en las manualidades. “Nacer en una zona que fue asiento de varios ingenios azucareros, barracones de esclavos y otras tradiciones marcó el rumbo que tomaría mi vida”. Y habla no solo el coleccionista, sino también el pesador de caña en el central FNTA, oficio que desempeñó hasta que sus trazos como artista le depararon nuevos derroteros.

Lo de atesorar cuanto objeto encuentre en su camino nace de un deseo casi compulsivo. “Eso no se piensa, guardo todo lo que me llama la atención”, asegura y a la vez les agradece a las personas que le permitieron ver con otros ojos sus hallazgos. “A mi esposa Bárbara Venegas (Historiadora de Trinidad) y a otros amigos como Silvia Teresita Angelbello, Víctor Echenagusía y Alfredo Rankin, quienes acompañaron mis lecturas sobre la cultura y el patrimonio de la ciudad”.

Las fotos más amadas por este coleccionista pertenecen a la serie La Primera Comunión.

Aficionado a la pesca de agua dulce, en sus excursiones a lagunas y ríos cercanos encontró las primeras reliquias. “Sin excavar —aclara William— porque está penado por la ley si se hace con tal propósito. Lo que yo recolecto está en la superficie, lo mismo en la etapa de sequía o cuando los arroyos crecen y dejan objetos al descubierto”. De esas aventuras fueron creciendo sus colecciones del período aborigen y de la época colonial. “Hasta que un buen día me dije: Esto es una colección”, sonríe mientras es él ahora quien revela sus secretos.

LA FOTOGRAFÍA, LA MAYOR PASIÓN

La visualidad de las imágenes lo fascinó siempre; pero fue en pleno boom turístico de Trinidad cuando sintió, más que un impulso, la necesidad de resguardar el patrimonio fotográfico de la ciudad. “Algunas personas se dedicaron a vender fotos antiguas. Fue muy doloroso comprobar que se estaba perdiendo parte de nuestra historia. Decidí recuperarlas, compré muchas y otra llegaron a través de manos amigas”. Gracias a William, hoy están a salvo.  

Más de un siglo en blanco y negro atesoran sus archivos que ahora repasa de memoria para preservarlos de la humedad y el manoseo, sus más grandes enemigos. Alrededor de 2 300 fotografías ha recopilado este rescatista minucioso del pasado: “Cuando veo una foto antigua insisto para comprarla y a veces hasta me la han regalado; si no hay acuerdo, pido permiso para digitalizarla. Al menos ya no se perderá”. En su galería casera, las más añejas datan de finales del siglo XIX y fueron tomadas por Antonio Herr, uno de los primeros fotógrafos de la ciudad, que desde entonces posa coqueta para el lente.

De esa etapa —cuenta William— buena parte de la muestra pertenece a los hermanos Santana, los mayores cronistas de la villa. Sorprende la fotogenia de la ciudad, de sus calles, plazas y casonas coloniales, de los paisajes bucólicos que encuadran bohíos en pleno campo, el ferrocarril, los centrales y los tejares… Pero la serie de retratos es su preferida. “Hay una sensibilidad muy marcada por los entornos urbano y rural”, comenta y cada vez seducen más sus palabras y esa obsesión suya de conservar y adorar desde casa el pasado.

Clavos, herraduras, instrumentos de trabajo, entre otras piezas componen su colección de la etapa colonial.

En las imágenes que toma de los sobres de papel blanco y con los niveles de ácido adecuados para preservar fotos que son reliquias, William revela detalles inadvertidos para cualquier mortal.

“Es un mundo maravilloso que no te cansas de descubrir, la ropa, los zapatos, los muebles, incluso si el vestuario es propio o se usó para la fotografía. Te das cuenta por detalles muy simples, como la abotonadura corrida del traje en los hombres, el nudo de la corbata. Con las mujeres se puede percibir la naturalidad de quienes están acostumbradas a lucir adornos finos, mantillas y abanicos, a diferencia de las que pertenecían a una clase social inferior y llevan prestados esos atuendos.

“En las fotos de familias que residen en el campo también encuentras elementos comunes. Como las casas eran de tabla o de embarro, se colocaba una sábana detrás de la pared y se hacía el encuadre. Delante se sentaban los mayores, los más jóvenes al final y a los lados; los niños cerca de los abuelos. En las de estudio, la mujer siempre estaba de pie, a la izquierda, y el hombre sentado.

“Las dedicatorias me gustan especialmente —sonríe con cierta complicidad—; en ellas asoman los sentimientos de quienes las suscriben. Algunas hechas a tinta, con una caligrafía impecable; otras a lápiz. Las de las mujeres son muy bonitas, con muchos detalles, hasta el día en que fue tomada la fotografía. En las de los hombres si acaso aparece el año”.

Y ante la pregunta ineludible, William se toma tiempo para responder, porque sí, hay piezas amadas sobre todas las cosas: “Las fotos reflejan una historia y mucha visualidad; los retratos de mujeres son muy delicados. Pero los que más me gustan son las de la Primera Comunión.  Son imágenes de adolescentes que vivían con honda devoción el acto de entregarse a Dios; esa pureza me conmueve”.

Un gesto a veces lo dice todo; William apenas roza las fotos que con suma delicadeza muestra a la cámara de Escambray. “Ahora las imágenes casi siempre se guardan en formato digital y el acceso es masivo. Eso las hace perdurables, además siempre existe la posibilidad de llevarlas al papel”. Pero lo que no (se) perdona es haber perdido el testimonio gráfico de eventos y celebraciones como las muestras del Salón de Artes Plásticas Benito Ortiz o algunas de las actividades que protagonizó el Movimiento de Artistas Aficionados de la Casa de Cultura Julio Cueva Díaz en la década de los 90. 

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Por su pasión como coleccionista, William cuenta con el apoyo del Centro de documentación Casa Malibrán, que le garantiza algunos recursos como el papel especial para preservar las fotografías.

“Cuando comienzas a buscar, investigar y recolectar objetos, te gusta todo —insiste William—. El título de coleccionista se lo agradezco a la Casa Malibrán, que convocó a un concurso de fotos antiguas de Trinidad y obtuve el primer premio en varias categorías. Los especialistas del centro también me han facilitado algunos medios para preservar este patrimonio visual”. Y entonces guarda sus reliquias en los sobres de papel blanco en lo más alto de la vitrina, el sitio más seguro. “No he perdido ninguna foto”, añade con satisfacción.  

“No basta con tener la colección, sino saber defenderla”, declara desempolvando aquellas otras palabras de su esposa Bárbara: “Nada se desecha”, y por fortuna, William Saroza Medina escuchó su consejo.

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