La industria discográfica cubana –y quiero referirme específicamente al periodo iniciado a partir de 1964, con la creación de la Egrem, y teniendo como fecha referencial el año 1990, aproximadamente– tuvo características que le permitieron abordar casi todos los géneros de nuestra música. Desde la industria y la consecuente comercialización del producto –el disco en este caso– se establecieron conceptos de gestión y producción inclusivos para la mayoría de los artistas cubanos, y tendencias que pasaban por la canción, el feeling, la rumba o el bel canto. Todo ello ocurría en consonancia con un respaldo tecnológico y financiero que el país podía asumir, y que, con la llegada de la década de los 90, comenzó a menguar a raíz de los cambios geopolíticos que ya estaban en marcha en el campo socialista.
Uno de los mayores logros de aquella etapa fue la profundización y renovación cultural del disco en Cuba. No es secreto que, antes de 1959, el vinilo pasaba, en ocasiones, como producto pensado para minorías, y en otras rozaba la burda caricatura musical del entorno sonoro de la seudorrepública, aunque no podemos meter todo en el mismo saco. Grandes artistas y géneros tuvieron un respaldo fonográfico que avalaba exitosas y talentosas carreras, lo cual mostraba el matiz contrastante de aquellos años.
Ahora bien, con el nuevo escenario que comenzó a partir de 1990 en Cuba, ocurriría una curiosa paradoja: de un lado la escasez de piezas e insumos para nuestra industria y, por otro, la irrupción de un nuevo soporte sonoro, el disco óptico. El formato conocido como disco de pasta, acetato o vinilo, agonizaba, y el planeta daba la bienvenida al cd, por su sigla en inglés.
La repercusión en nuestro entorno fue caótica y, como en todo proceso de cambios bruscos, se vieron afectados muchos protagonistas, tanto musicales como industriales. El crossover tecnológico hizo que se amontonaran cientos de discos de vinilo en tiendas o en basureros, y que no contáramos con una respuesta manufacturada acorde con el nuevo sistema de disco óptico. Una tecnología cara e incipiente para nosotros se unía a las limitaciones impuestas por el bloqueo, lo que provocó una depresión en la industria fonográfica nacional nunca antes vista.
Los conceptos y prioridades de grabación y comercialización cambiaron súbitamente, casi a puntos radicales, y la nueva meta consistió en revertir ese impasse tecnológico lo antes posible para el país, pero no sin antes aplazar proyectos que esperaban su aprobación. Se dieron pasos concretos en atraer inversiones, alianzas e ideas con casas discográficas foráneas, permitiendo que muchos artistas pudieran acceder a otros mercados por esas vías y difundir, así, nuestra música en diversos circuitos. Por eso quiero recordar un disco, muestra de la voluntad cultural de aquella etapa: Danzón All Stars, mi gran pasión (Egrem 1999), con dirección general del flautista Alberto Corrales. Fue grabado diez años antes (1989) y guardado hasta que pudo editarse, y tuvo entre sus tesoros sonoros a grandes como Frank Emilio Flynn, Emiliano Salvador, Andrés Alén y José María Vitier.