Cuando se asomó al balcón de su casa no pudo creer lo que veía. Él estaba con su esposa cuando sintieron «el batacazo». Eran alrededor de las diez y algo de la mañana (no logra precisarlo con exactitud). «Fue un petardo tremendo, tremendo –reitera– el edificio se tambaleó y nosotros pensamos que se había derrumbado el de al lado».
Arisnorbis Gondres se fija en que los cristales de su casa están rotos, pero al asomarse al balcón divisa que son más los vidrios que hay en torno al edificio. Algo grave tenía que ser. Las personas corrían por los alrededores del Parque de la Fraternidad, en La Habana Vieja.
«Se nos salió el corazón, porque creímos que se había derrumbado la escuela de los niños», me dice con la voz temblorosa y los ojos bien abiertos, como si aún estuviera viviendo lo ocurrido.
Descalzo y sin camisa, Arisnorbis Gondres salió corriendo hacia la escuela primaria Concepción Arenal de Aponte, donde estudian su hija y su hijo, dos pequeños que no sobrepasan los ocho años.
Alguien por la calle Obispo, lugar por donde iba caminando en ese momento Lorenzo Martín Martínez, decía que ese sonido debía ser un cañón de La Cabaña, pero él bien sabía que un cañón de La Cabaña no suena así, no puede sentirse en Obispo y estremecer las edificaciones. «En ese momento pensé lo peor, las personas también creían que había pasado algo en el hotel que se está construyendo cerca, pero un hombre desde una grúa gritó que la explosión era para allá, mientras señalaba con su mano, porque a su altura él sí podía verlo».
Lorenzo Martín estudió en la escuela primaria hacia donde Arisnorbis Gondres corría por sus hijos, y luego fue, durante muchos años, maestro y subdirector de esa institución educativa. Al enterarse de que los niños de la escuela estaban en peligro, fue corriendo hacia el lugar; pero al llegar ya ellos no se encontraban ahí, los habían evacuado. Las fuerzas de rescate ya habían hecho presencia en el lugar y estaban sacando los primeros heridos del lamentable accidente en el hotel Saratoga, siniestro que prácticamente paralizó el país el 6 de mayo.
Dentro de la escuela primaria Concepción Arenal transcurría un día normal de clases. El universo de letras y números sumergía a niños y profesores en la rutina de aprendizaje. De pronto, un estruendo lo cambiaba todo. Hubo que correr, porque algunos trozos de la escuela se derribaban y había que tomar decisiones con rapidez, para tratar de salir.
Es en ese momento cuando María Abigail Gondres recuerda a su hermano pequeño: «Yo me asusté mucho. Quería buscar a mi hermano, pero él estaba en su aula y las paredes estaban cayendo. Vi entonces a algunos niños que tenían la espalda raspada, unos aquí, otros acá –se señala distintas zonas de la espalda– pero tenían heridas».
María Abigail tiene solo siete años y cursa el segundo grado. Ya en los brazos de su padre me cuenta la historia como si pudiera escenificarla de nuevo: «Yo pensaba que iba a perder a mi amiguita, hasta que la vi», me dice con un regocijo extraño, uno que aún se combina con temeridad.
Arisnorbis Gondres y su esposa toman la decisión de ir a buscar por distintos lugares a sus dos hijos, hasta que los ven. «Vimos primero a la hembra, y al varón después, porque los muchachos de su aula salieron por la puerta de atrás, que se había caído, y decidieron apartarla para socorrerse».
Ambos estaban bien. El varón tenía la camiseta llena de polvo y con algo de sangre, pues lo había tocado un niño que había sufrido heridas en las manos con un cristal. Arisnorbis Gondres los toma y los abraza. Siente, sin ni siquiera comprender lo que había ocurrido, que lo más importante de su vida no corría peligro, y con ese mismo sentimiento me dice antes de terminar: «Al menos, gracias a Dios estamos sanos. Mis niños están sanos y no les sucedió nada».