Pasó el día de las madres y Susel no le pudo dar un beso a su hija. Salió de casa el viernes como un día cualquiera hacia el Hotel Saratoga, donde trabajaba como camarera. Probablemente haya sido un día normal, con la rutina de siempre hasta que el mundo entero se vino abajo alrededor de las 11 de la mañana. Eso es lo único que sabemos, de ahí en adelante todo parece perderse en el viento, como lo hizo el polvo después del derrumbre de la emblemática edificación.
Siendo honestos, da igual qué edificio fue el que explotó; da igual cuántos años de historia tenía, cuánta gente famosa se hospedó en él o cuántos miles se gastaron en su remodelación. Lo único que importa, o al menos a su familia, es que Susel no está, no la han encontrado, sigue perdida en algún lugar de esos escombros.
Hay una idea popular que plantea que todos en el planeta estamos conectados unos con otros por una cadena de conocidos de no más de seis personas. Eso significa que todos estamos conectados con Susel, con ella y con cada una de las víctimas del fatal accidente que estremeció Cuba el pasado 6 de mayo.
¿Se imaginan entonces que la familia de esa mujer, con la que todos tenemos un vínculo, lleva casi cinco días sin saber su paradero? Nos tiene que doler, nos tiene que hacer llorar; porque Susel pudo haber sido cualquiera de nosotros, porque puede que mañana despertemos y salgamos a trabajar sin saber que va a ser la última vez.
Toda Cuba está pendiente de las noticias del Saratoga, mantenemos la esperanza de que por alguna milagrosa coincidencia encuentren a los desaparicidos y los sumen a la lista de sobrevivientes. Las horas siguen pasando y mil razones nos llevan a pensar que las posibilidades son cada vez menores, pero igual le encendemos una vela a Dios, a la Virgen, Orula, Buda o a quien sea en quien creamos, para que les iluminen el camino de regreso.
La vela por Susel está encendida todavía. Su hija, con quien comparte el nombre, sigue esperando para darle un beso a su madre. Mientras ella espera, 12 millones le hacemos compañía y la abrazamos desde la distancia aunque jamás la hayamos visto. La cicatriz del Saratoga nos va a marcar para siempre, pero mientras quede alguien por encontrar la herida sigue abierta, cada hora más profunda.