Decirte: «No voy a soportar este dolor» y no solo soportarlo, sino sentirte la persona más poderosa del mundo cuando todo acaba, que es cuando comienza.
Llorar de sueño. Hacerte adicta al olor a bebé, el olor más rico del mundo. Perderle el asco a todos los desechos humanos. No reconocer tu propio cuerpo. Padecer de dolor de espalda, de muñeca. Que te sangren los pezones. Temblar con una fiebre suya. Entender que tu felicidad completa, que tu cordura, que tu existencia, dependen del bienestar de tu hija, de tu hijo.
Extrañar los tiempos en que nadie dependía de ti, en que podías trabajar sin límite de horario, y planificar con libertad. Sentir un orgullo tremendo cuando dices: «yo soy su mamá». Desear que se duerman de una vez. Pegar tu oído a su pecho cuando duermen para comprobar que respiran bien. Necesitar mucho un tiempo a solas. Estremecerte cuando andan lejos, pensando que no estás ahí para cuidarlos.
Querer que crezcan y luego mirar con nostalgia las fotos pensando que quizá no disfrutaste todo tan detalladamente como hubieras debido. Desesperarte cuando te halan de la ropa mientras intentas trabajar, cuando te rompen cosas preciadas, cuando gritan y tratas de hablar por teléfono. Sentirte plena cuando se ríen altísimo, cuando se abrazan entre ellos, cuando vienen a tus brazos a buscar consuelo, a conciliar el sueño, a simplemente estar contigo.
Aparatarte del celular sin desasosiego solo si ambos están contigo. Cansarte de limpiar por gusto, de siempre tener ropa sucia, de la obligación de cocinar saludable y abundante, de no poder bañarte con calma. Llenarte de satisfacción cuando dejan el plato limpio, cuando aprenden algo nuevo, cuando los elogian. Preguntarte si hubieras elegido la maternidad de saber que sería tan difícil, y responderte que sí, que no imaginas una vida donde no existan esas dos personas tan únicas en el mundo, tan poco tuyas y a la vez tan de ti.
Fustigarte cuando lo haces mal, cuando te apartas de la madre que quisieras ser. Juzgarte duro. Sentirte premiada cuando te llaman: mamá, mami; cuando te eligen como su espacio seguro. Vivir en el terreno de la ambivalencia, de la incondicionalidad, del amor arrebatado, del para siempre. Ser madre y entender que no existen recetas, salvo amar. Ser madre y reconciliar cada renuncia y cada ganancia. Ser madre de dos, bajo la premisa de que la felicidad se construye todos los días, los buenos y los malos, con el mismo ímpetu con que se conquista un planeta inexplorado.