Estimados lectores:
Este no será uno de esos domingos en los que reímos con la acostumbrada sátira del maestro Jorge Fernández Era; tampoco publicaremos una efusiva felicitación para las madres cubanas, aun cuando desde la privacidad de los hogares las recordemos y homenajeemos como merecen.
Hoy nuestros pensamientos están en la esquina de Prado y Dragones, bajo los escombros que durante largas jornadas los rescatistas intentan traspasar con la esperanza de encontrar vida; están en los hospitales donde son atendidos por médicos, enfermeras y técnicos que tampoco duermen los heridos que sobrevivieron a la explosión; están con las familias que esperan por noticias alentadoras sobre sus enfermos y también con aquellas que lloran a quienes no volverán más a casa.
Este no es un Día de las Madres cualquiera. La alegría de ser el primero que podíamos celebrar con menos temores tras dos años de cruenta pandemia, fue opacada por la explosión del Hotel Saratoga que ha costado la vida a varias decenas de personas. Para este pueblo de gente cercana y tranquila, uno solo de sus hijos que muera en circunstancias tan lamentables es una tragedia.
No obstante, en medio del dolor y la zozobra, hay cosas que nos han reconfortado. Primero fue la respuesta de los vecinos que se lanzaron a los escombros a salvar a quienes pudieran, aun a riesgo de su propia vida; luego, la labor de rescatistas, bomberos, voluntarios, fuerzas de seguridad, que abrieron caminos en medio de la destrucción para llegar a tiempo al herido que los necesitaba; también los periodistas que, con ética, decencia y sensibilidad, nos han hecho partícipes de este episodio desde nuestras casas; después fueron todos, haciendo colapsar con su sangre los bancos de la ciudad, recogiendo donaciones dentro y fuera de Cuba, ayudando en lo que fuera posible.
En este día que debería ser de celebración, nos unimos en el pensamiento a quienes lloran una perdida, cuidan un herido o trabajan por salvar vidas. Sin importar cómo pensemos, este hecho triste ha demostrado que, por sobre todas las cosas, somos cubanos, hijos de una misma madre a la que hoy nos unimos desde diferentes latitudes en el más fuerte de los abrazos: el de la solidaridad.
«¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón».