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Casos aislados

Al menos por España vivimos los episodios finales de la que parece ser la última temporada de la pandemia. No sé si hay nuevas cepas o acaso la guerra del gas ha desplazado este tema en las agendas mediáticas del mundo. Mi madre, que ha pasado tres meses con nosotros en Coruña, regresa a Cuba y de vuelta no le exigen certificado Covid ni tampoco han de aislarla al llegar a La Habana. A mí sí me tocó. Cuando viajé en septiembre pasado, fui del aeropuerto al centro de aislamiento que me destinaron, uno que queda muy cerca de la Lenin.

En mi cubículo éramos cuatro hasta que llegó ella. Desde el minuto uno preguntó cuándo podía irse de allí. Preguntó también si era posible adelantar el PCR. Ella hubiese ido a un hotel pero no le aceptaron los dólares, porque los hoteles solo era posible pagarlos con euros. Eso le había dicho la funcionaria de migración del aeropuerto.

En la primera cena no comió nada de la cajita. Llamó a su madre para  asegurarse de que le trajeran el almuerzo al día siguiente. Ella pagaría la máquina desde Luyanó y todo lo demás.

Pelo lacio azabache, ojos expresivos, boca de negra, buenas tetas, uñas de princesa del trap y un caminao de reparto a juego con las cadenas de oro que le colgaban del cuello. Sin tener nada extraordinario, era el rostro más hermoso del albergue. La niña del albergue, la niña de Hialeah.

Los hombres del cubículo contiguo la velaban con hambre. Uno de ellos, Nelson —Nelsito al segundo día— fue quien la bautizó como Hialeah. «¿Hialeah, cómo dormiste? ¿Hialeah quieres refresquito con hielo? ¿Quieres pan con pasta?» Le ofrecía sin éxito opciones gastronómicas que en realidad eran formas infantiles de matar el tiempo. Tras varios días de aislamiento, masticar hielo puede resultar entretenido. Eso, o jugar dominó rodeadas de testosterona, humo y torsos tatuados.

Los hombres del cubículo de al lado tenían eso en común: tatuajes. Por lo demás eran diferentes: un mulatico de mirada noble llegado de Venezuela, un sexagenario que llevaba de mula más de veinte años, un evangelista que no se relacionaba con nadie y Nelsito, que se relacionaba demasiado. «¿Cómo es que tú te llamas?», le preguntó. Así Hialeah pasó a ser Dachel.

Por sus melindres, Dachel tenía pinta de ser quizás, la hija consentida de bisneros macetas, la única hembra de una camada de hermanos varones, la más chiquita, la nieta preferida: la niña de Luyanó. Era todo eso. Malcriada y generosa en la misma medida. Piadosa. De mente rápida y por supuesto chusma, mucho.

Casos aislados

Una turista, en un control sanitario del Aeropuerto José Martí, de la Habana. (Foto: Alexandre Meneghini / Reuters)

Blanquita cazadora de negros: la abeja reina seducida finalmente por un  macho común, un macho que le puso corona, cadenas de oro, extensiones pero luego se acostumbró a gritarle. Hasta que ella, no hace mucho, se cansó. Porque en Hialeah, Dachel no es abeja reina sino obrera, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No toma, no fuma, no se droga y odia la peste a cabo. Tiene una niña chiquita que «tiene un pelo bello. Ella quiere cortárselo pero el problema es que todavía no ha cumplido los quince».

Tras doce años de relación, una travesía de cuatro meses con su hija en brazos, Dachel ya no grita ni se altera por gusto, solo cuando hace falta y un día lo bota, bota al padre de la niña, lo bota pa′ allá, pa′ la pinga lo bota. «Y ahora él anda to′ loco».

A la derecha de Dachel, pegada a la ventana dormía Virgen: sesenta y cinco años, residente en Tampa. La madre acababa de morir. Por las conversaciones telefónicas que Virgen sostenía a viva voz, nos enteramos de su luto, sus afectos y la necesidad de colocar la casa familiar ya deshabitada en el mercado inmobiliario: «¿Ahora que la cosa está malísima?». «Sí, ahora».

A diferencia del resto, Virgen no se queja, no critica la comida, ni las sábanas, solo la suciedad del baño. Ella es —se le ve—, una matriarca autoritaria con manos gastadas que no pide prestado. Una matriarca de sarcasmo roñoso, mandona y un poquito bretera.

A la izquierda de Virgen dormía Marai: Criollita de Wilson, bailarina de variedades, hiperactiva, alma de pugilista y jefa de destacamento allí donde vaya. Se había pasado tres meses en Bremen pero vive en el Bahía. Está construyendo. Ya tiró la placa y terminó la cocina. Todo desde Bremen con la ayuda de su padre y uno ahí que está puesto pa′ ella.

Entre la cama de Marai y mi cama, que es la quinta y última del cubículo, está Amanda: violinista, risueña, integrante de una orquesta de cámara, profesora de Saumel y guarachera nata. Mujer sin grandes conflictos aunque de espíritu humanista y pensamiento complejo. Quien es así, en realidad siempre vive en conflicto.

Las horas en un centro de aislamiento cuentan como días. Los primeros minutos son tímidos, lacónicos. Luego se empieza a abusar de la confianza peligrosamente. Entre desconocidos, el camino a la confianza es como abrirse ruta en la selva. Quien sabe transitar la selva con respeto, tiene  posibilidades de encontrar los claros del bosque y hasta posibles riachuelos.

En nuestro cubículo, el respeto y el humor nos llevaron a buen puerto. Al inicio, el rechazo a los tipos tatuados y sin camisa del cubículo de al lado fue una sensación compartida.

Dachel los mantuvo a raya las primeras horas, pero sin ella quererlo era un caballo de Troya. Además de Nelsito, la merodeaban el gastronómico, el mensajero, el enfermero y uno que cambiaba dinero en la planta de arriba.

Los desplantes de Dachel a los merodeadores los convirtió en equipo. A veces los hombres convierten el rechazo en espíritu de liga. Al tercer día todos éramos un equipo bien llevado, tatuajes incluidos e incluidos también los trabajadores del centro.

Al tercer día, mi cubículo era un rectángulo gregario con dos ventanas de aluminio. Apelar a la posibilidad de contagio como pretexto para expulsar al macherío era lo único que nos dejaba intimidad por ratos. Al cuarto día dieron los resultados del PCR y todos éramos negativos, con lo cual nos quedamos sin pretextos. Encima, Dachel cumplía años y la madre había enviado desde Luyanó cake para un regimiento. Ella no lo probó, porque de verlo, solo de verlo, decidió que no le gustaba.

Un poco antes de cantarle felicidades sonó el móvil de Nelsito; la noticia que no deseaba escuchar: su madre. Abrieron para operar y volvieron a cerrar sin estrenar el bisturí. Nelson había regresado para despedirse de ella. Contestó el teléfono y por su reacción, supimos que no fue posible esa despedida. Nelson rompió a llorar, gritaba, golpeaba la pared y para evitar que lo vieran tan descompuesto se metió en el baño. Nadie lo siguió, pero Virgen sí.

Fue una noche de celebración luctuosa. Los trabajadores del centro también pasaron por ahí, brindaron sus condolencias como a cada cual le salió.  Trajeron el café que el día anterior no había, el ventilador que el día anterior no había y un calmante en el bolsillo de uno de los enfermeros. Jugamos dominó toda la madrugada. Dachel y yo contra Nelson y el mulatico. No les dejamos ganar.  

Enterrar a una madre, vender una casa, traer dinero personalmente para comprar una lavadora o tirar una placa son motivos para volver por breve tiempo a Cuba. Tramitar los antecedentes penales, el certificado de notas del pre o legalizar papeles en el Minrex si ya no tienes a nadie de confianza que te haga el favor o le quieras pagar.

Mi motivo era mi madre, viva. Afortunadamente viva. Necesitaba saber cómo estaba tras año y medio de pandemia sin nadie que salga a la calle a buscarle comida, como es el caso de muchas madres de mi generación. Mujeres mayores solas, cuya única compañía es la tele y los vecinos que coinciden en las colas. Lo peor es que cuando llego a su casa con espíritu de salvadora, ella sigue su rutina, no descansa porque su modus vivendi no se detiene con maletas cargadas de comida y medicinas.

Al quinto día nos dieron el alta. Recogimos las maletas del depósito, nos hicimos una foto de grupo, intercambiamos teléfonos y nos buscamos en el Facebook. Tras cinco días compartiendo vida en la Escuela de la Aduana, uno de los centros destinado para el aislamiento de cubanos y residentes permanentes, las relaciones se vuelven en apariencia esenciales. Teníamos la sensación que era el inicio de una amistad, pero nadie se volvió a ver. Nadie envió un mensaje de WhatsApp ni una llamada como habíamos prometido.

Casos aislados

(Foto: Pedro Lázaro Rodríguez Gil)

Sin embargo, desde esa ventana a la que nos asomamos a mirar la vida ajena supe que Nelson no regresó a Key West. Decidió prolongar su estancia para acompañar una temporada a su padre que había caído en depresión tras la muerte de su mujer. Un padre diabético, hipertenso y muy poco acostumbrado a llevar una casa no debe quedarse solo, más aún si se deprime.

Para esas cosas, Facebook es como un hilillo que, de un extremo a otro, evita que los recuerdos se desdibujen del todo. Por Facebook supe que Amanda sigue trabajando en el Conservatorio y que la bailarina está embarazada.

Supe también que el hermano de Dachel salió a la calle el 11 de julio a protestar junto a un par de amigos del barrio. Subió a las redes varios videos y ahora espera sentencia. Dachel no sabe qué pasará con su hermano. Tampoco lo sabe su madre, que en abril del año pasado, aprovechando el último año de visa, había viajado a Hialeah para los quince de su nieta. El muchacho está solo, atravesando el vía crucis judicial más improcedente de los últimos tiempos. Es uno de los 1.393 detenidos.

Hay muchas maneras de estar aislados: un albergue es una de las ellas, la emigración puede ser otra, también lo es estar al cuidado de una persona mayor o a la espera de juicio. En Cuba los modos de aislamiento se multiplican en círculos concéntricos porque la pulsión que los genera es la misma.

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