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A propósito de la muerte de El Tosco. Breves reflexiones feministas

El feminismo debe estar atento a las reacciones sociales cuando de injusticia por violencia de género se trata. La muerte de presuntos agresores es un marco propicio para recordar que la justicia en materia de género muchas veces no llega. Pero también, y sobre todo, debe proponerse caminos de transformación y reparación social que cada vez se puedan alejar más del punitivismo. Es un propósito lleno de contradicciones, sin recetas, que debemos transitar.

El pasado 18 de abril falleció el reconocido músico cubano José Luis Cortés, “El Tosco”. Un hombre que en vida no escapó de la polémica, tampoco después de su muerte. Con un trascendental aporte a la música cubana, las letras de algunas de sus canciones levantaron encendidas discusiones por su lenguaje machista y el tratamiento hacia la mujer.

En el año 2019 la cantante Dianelys Alfonso, conocida como “La Diosa de Cuba”, lo denunció públicamente por presuntos abusos verbales, físicos y sexuales. Hubo varias muestras de solidaridad hacia la cantante creándose, a raíz de las declaraciones, la plataforma Yo sí te creo en Cuba como un espacio de acompañamiento contra la violencia de género. Allí se publicó una carta en respaldo a Dianelys que alcanzó casi las 600 firmas (entre ellas, la mía).

Este evento destapó otras presuntas agresiones cometidas por el músico, aunque no todas las afectadas revelaron su identidad.

La noticia de su fallecimiento ha despertado diversas reacciones. Miles de personas han lamentado su pérdida recordando lo que significa también para la cultura cubana. Otras, aceptando la valía de su obra musical, no pasaron por alto su machismo y misoginia. Hubo voces que tomaron su muerte como equivalente de justicia, y por último quienes no reconocen en él o en su obra, ningún valor trascendental.

“El Tosco”

La violencia de género como un todo social

Todo acto, conducta o hechos definidos como violencia de género están inscritos en un todo social. No están desconectados de sus contextos ni de quienes participaron en los hechos. Las partes intervinientes en ese conflicto tampoco están desligadas de sus relaciones sociales ni de sus trayectorias de vida. Por tanto, la violencia de género debe ser entendida como un evento que no es estático, que no se puede medir por reglas rígidas; tampoco la manera “correcta” en que se reacciona contra ella puede establecerse fácilmente.

Si bien se han definido las matrices que la causan, sus dinámicas frecuentes, sus tipologías y manifestaciones; la manera en que respondemos ante/contra la violencia de género no se encuentra reglamentada. Existen tendencias de reacción más frecuentes que otras, con mayor o menor crítica y asertividad (por ejemplo, las que impulsan los movimientos feministas); y existen también aquellas que se encuentran naturalizadas por imaginarios patriarcales (como justificar al agresor).

En estas escalas de respuestas a la violencia de género se encuentran entre las más frecuentes la denuncia social (en redes sociales o espacios públicos), la denuncia penal y la cancelación (suspender eventos, negar derechos, invisibilizar), todas dentro de un marco punitivista, es decir, castigador.

Sin embargo, en estos momentos no nos encontramos frente a un hecho de violencia de género, sino ante la muerte de un presunto maltratador con gran prestigio. Y, lo que sucede en estos casos, sobre todo cuando no se alcanzó la justicia deseada por las víctimas, es que el evento se convierte en un marco adicional para recordar que a este ser humano también lo compone un todo social, es decir, una serie de hechos y relaciones que marcaron la trayectoria de su vida y, entre ellas, se encuentra la violencia de género.

Las víctimas y las respuestas de los feminismos

Las víctimas por violencia de género cuando logran denunciar, sea públicamente o legalmente, pasan por largos procesos de revictimización. Se les cuestiona desde sus vidas privadas e interacciones sociales hasta la veracidad de sus declaraciones. Generalmente terminan ellas condenadas “por habérselo buscado” o sin prosperar la demanda (en México solo 5 de cada 100 denuncias por abuso sexual y violación terminaron en sentencia en un período de 5 años; y en España de 1,7 millones de denuncias por violencia de género solo el 23 por ciento terminó con sentencia).

Por otra parte, a pesar del genuino interés por ayudar a mujeres impactadas por la violencia de género de organizaciones feministas y/o acompañantes, no siempre las respuestas están acorde a las necesidades de las víctimas. En muchas ocasiones se asume una actitud paternalista y se habla en nombre de ellas o se juzga la manera que tienen de asumir partes del proceso —la denuncia, el juicio, la condena o la muerte del maltratador.

A las víctimas también las constituye un todo social, un entramado de relaciones y vínculos afectivos, entre los que se puede encontrar su victimario. Me ha tocado acompañar, precisamente, el duelo mortal de dos mujeres que, luego de décadas de maltratos y vejaciones por parte de sus exparejas, el día en que los sepultan, los lloran. Sienten vergüenza de su llanto porque saben que hay una expectativa social que las empuja a actuar de una determinada forma si encarnan la figura de la víctima que denuncia. Sienten vergüenza y piden disculpas porque no se espera que sientan tristeza ante la muerte de un agresor.

Estas mujeres pueden tener hijos e hijas en común con sus victimarios. Pueden conocer de las estructuras de la violencia de género y, sin embargo, no saben cómo poner fin a una relación dañina, cómo pasar la página, cómo vivir la contradicción que le genera el fallecimiento de su exmaltratador. Ante esto, como activistas tenemos que estar preparadas para guardar silencio. Así también se acompaña.

Otras se han alegrado de condenas privativas de libertad, de multas o indemnizaciones, de escarmientos públicos a pesar de ser hechos graves, y también de la muerte. Han sentido un alivio inconmensurable cuando su acosador y amenazador ha fallecido. Es totalmente legítimo que así lo sientan las víctimas. No hemos sido capaces de construir sociedades (pero tampoco militancias ni activismos) donde el castigo con crueldad no forme parte del imaginario de justicia. Y estamos muy lejos de ello.

Durante la pandemia, una maestra mexicana fue golpeada por su pareja mientras impartía una clase virtual. A pesar de que en la grabación se escuchaban sus súplicas para que su agresor le dejara cortar la clase y apagar la cámara (por vergüenza), inmediatamente las organizaciones feministas viralizaron el video, pidieron justicia en nombre de la profesora, amenazaron al recinto educativo en caso de no ayudarla y más. Además de lo sufrido, la maestra pidió que detuvieran la ola de solidaridad de la manera en que lo estaban haciendo, que no compartieran más el video, porque se sentía cada vez más humillada.

No hay un catálogo que defina cómo debe reaccionar la víctima o cómo los feminismos deben responder. Lo que es un hecho es que, cuando muere el presunto maltratador, siendo este una figura pública, y no hubo tramitación legal de los hechos que le imputaron, los fastuosos homenajes que omiten las cuentas que dejó pendientes, pueden ser revictimizantes. Serán inevitables las condolencias y la mediatización de la muerte, pero apelamos a que también coexista una ética social y en los medios comprometida a un futuro libre de violencias, y un activismo feminista que conduzca hacia una transformación social en base al género más pedagógica y menos punitiva.

Los feminismos como parte de la sociedad. Un diálogo hacia el interior

Desde los feminismos apelamos a eliminar la violencia de género y, en ese afán, es preciso apuntar quiénes son generalmente los victimarios, las víctimas y por qué. Esta gama de objetivos, que no buscan más que una justicia social plena, incomoda.

El caso que nos ocupa es una muestra de ello. Porque deseamos, y así se ha increpado en las redes sociales, que los medios, la prensa, no se limiten a mostrar una cara de la moneda. A pesar de todo el brillo de la obra de José Luis Cortés, su vida “privada”, en especial el trato hacia las mujeres, estuvo en entredicho. Sin embargo, este hecho ha sido ocultado dada su relevancia nacional e internacional, y también por una altísima incidencia de tolerancia social. Muchas voces lo han justificado o han proferido que a falta de pruebas y sentencia no es posible hacer referencia a estos hechos de maltrato, aún cuando han sido públicamente denunciados.

Si bien no es posible, ni deseable, borrar su obra (y la de otras personalidades de fama nacional o internacional que murieron siendo presuntos agresores), tampoco se les puede soslayar los hechos repudiables que hayan cometido en vida. Los (presuntos) victimarios son, también, un todo social.

Y cabe profundizar en estas interrogantes ¿interesa borrar sus obras? ¿constituye una forma, ya no solo de castigo, sino también de reparación el hecho de impedir que se siga teniendo acceso al legado que hayan construido? ¿impedir que se hable de ellos? Las respuestas no están dadas, sobre todo cuando la justicia en materia de género resulta tan inalcanzable. Aterran la cancelación y la censura como vías de solución, tanto como la impunidad. En esa disonancia de nuestras sociedades patriarcales nos es vital ponderar varios canales de un mismo fenómeno si pretendemos mejorar como humanidad: castigo-reparación-homenaje-memoria. No de solo una parte, sino del todo social de aquellos que lograron desarrollar grandes obras y, a la vez, fueron señalados como maltratadores.

Negar un duelo (social, personal, familiar o colectivo) es deshumanizar. Es deshumanizar también a las personas dolientes. Apañar a un (presunto) agresor a partir de su éxito profesional nos deshumaniza, incluso, como sociedad toda.

La sociedad y las instituciones forman parte también de la discusión. Ya contamos con algunas políticas que compelen a regular acerca de los medios de comunicación y la violencia de género, pues son de las herramientas más eficaces para sensibilizar y concientizar a gran escala sobre este fenómeno. Porque no solo sucederá con El Tosco. No estamos ante un dilema pasajero al que se le podrá dar vuelta de página fácilmente. Es inevitable que aparezcan más conflictos como este, y cada vez tendremos que generar más conciencia, pero también mejores respuestas.

Y así como el feminismo interpela y demanda en pos de una agenda donde el género y sus problemáticas se visibilicen cada vez más; también lo hace por una transformación social más justa. Para ello es importante una revisión sistemática de las tendencias de actuación, que calibremos nuestras acciones e iniciativas de acuerdo con el porvenir que queremos construir en colectivo, sin olvidar las genealogías que han direccionado nuestras militancias.

Me refiero a la noción de justicia, a la correlación de dinámicas sociales que componen las partes intervinientes en un conflicto de género. Si no aceptamos la pena de muerte, tampoco nos puede servir la muerte para instaurar sentidos de justicia o fechas memorables.

Toda la justicia no está en la muerte porque hay víctimas que aun así siguen zozobrando en su dolor. Toda la justicia no está en la muerte porque hay familiares, dolientes, que no tienen relación con los hechos. Toda la memoria no está en la muerte ni en la fecha de la muerte del maltratador porque las víctimas también tienen derecho a sanar y a que se les recuerde no solo como víctimas sino también con la obra que ellas estén construyendo en sus vidas. Las fechas conmemorativas las ponemos nosotras, con nuestro tesón y nuestra lucha.

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