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1971: el año en que todo cambió para peor

LA HABANA, Cuba. — En varias noches de domingo, el canal Clave ha puesto la serie documental de Netflix ‘’1971, el año en que la música lo cambió todo”. Viendo los varios capítulos en que está dividido el documental, uno se da cuenta de que, efectivamente, 1971 fue un año trascendental, y no solo por la música que se hizo —que fue excepcionalmente buena, sentó pautas y estableció nuevos rumbos—, sino por el modo en que, al hacerse eco de los problemas de su tiempo y enfrentarlos, influyó en la sociedad, generando —aunque le pesara a muchos— otros modos de vida y de asumir la existencia, inusuales hasta entonces.

En 1971,  los hippies venían de regreso de sus ensoñaciones psicodélicas y las religiones orientales, cobraban auge las protestas contra la guerra de Vietnam, el feminismo, el movimiento gay y el FBI combatía a los Panteras Negras y otros grupos radicales. A la par de todo ello, ocurrieron muchas cosas importantes en la música, que sentarían pautas y establecerían nuevos rumbos.

Paul McCartney grababa el bucólico Ram y John Lennon plasmaba su utopía pacifista en la que sería la más famosa de sus canciones, Imagine. Mientras, George Harrison, influido por Ravi Shankar, organizaba un concierto por Bangladesh en el Madison Square Garden —que sería el primer concierto benéfico de la historia— y convencía para que participaran en él a Bob Dylan, Eric Clapton y Ringo Starr, entre otros.

1971 fue el año en que, en medio de un deslumbrante aluvión de rock sinfónico, glam rock, folk-rock, soul psicodélico, fusiones de jazz y rock y cantautores a lo James Taylor, Paul Simon y Cat Stevens, se  grabaron discos que serían tan influyentes como los primeros de Elton John (Madman across the water y Tumbleweed Conection), Who’s next de The Who, Jesucristo Superstar, la ópera rock de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice; What’s going on, donde Marvin Gaye se bajó de la nube Motown e hizo contacto con los problemas sociales; Sticky Fingers, considerado por muchos, entre los que me incluyo, el mejor álbum de los Rolling Stones; y Tapestry, de Carole King, que fue durante mucho tiempo uno de los discos más vendidos de la historia, y abrió el camino a cantautoras como Joni Mitchel y Carly Simon, con nuevas visiones sobre el amor, la familia y las relaciones  interpersonales.

A mí, que tenía 15 años en 1971 y estudiaba en la secundaria básica, me marcó muy fuerte aquella música, que escuchaba en la WQAM y otras estaciones de radio del sur de la Florida, porque en Cuba estaba proscrita por ser considerada “la música del enemigo, deformante e ideológicamente nociva”.

Y a partir del Primer Congreso de Educación y Cultura, efectuado en marzo de 1971, fue mayor la proscripción del rock, el soul y todo lo que oliera a yanqui. En su lucha contra el diversionismo ideológico, que alcanzó niveles de paroxismo, los comisarios quisieron forzarnos a que escucháramos solo canciones de la Nueva Trova y, por aquello de “la solidaridad latinoamericana”, música andina de quenas y charango. Y si acaso, para tirar unos pasillos en las fiestas cederistas con caldosa y vino argelino, algo de la Orquesta Aragón y Los Van Van.

Pero las prohibiciones no se limitaron solamente a la música. En cada aspecto de la vida se hizo más asfixiante la atmósfera.

En el discurso de clausura del Congreso de Educación y Cultura, Fidel Castro les retiró el derecho —si es que alguna vez lo tuvieron— a “las dos o tres ovejas descarriadas a seguir sembrando el veneno, la insidia y la intriga en la revolución”. Así, en lo que sería conocido como el Decenio Gris y que alcanzaría su clímax con el Caso Padilla, el régimen arremetió contra los artistas e intelectuales que no se plegaran al “arte como arma de la revolución”, o sea,  la versión castrista del realismo socialista del estalinismo.

Tanta fue la intolerancia que fueron silenciados y castigados intelectuales que, aunque diferían de la línea soviética, apoyaban al régimen, como quedó evidenciado con el cierre de la revista Pensamiento Crítico y del departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana.

De “la universidad solo para revolucionarios” expulsaron a religiosos, extranjerizantes, aburguesados, melenudos y homosexuales.

Cuando ya parecía cerrado el capítulo de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), arremetieron con nuevos bríos contra los homosexuales. A todo el que fuera homosexual, lo pareciera  o se sospechaba que lo fuese, para que no contaminara al hombre nuevo, lo parametraron.

Los parametrados eran citados a una oficina en Miramar, donde tenían que hacerse “una autocrítica” ante la Comisión de Evaluación del Consejo Nacional de Cultura, presidida por el teniente Armando Quesada.  En vista de los “errores confesados” y su “falta de idoneidad”, planilla mediante, les aplicarían la Resolución 3, y para darles una oportunidad de reivindicarse y de que no los agarrara la Ley contra la Vagancia, los enviarían a trabajar a la construcción, a una fundición, como sepultureros  o a empaquetar libros y revistas en una biblioteca municipal, como ocurrió con el escritor  Antón Arrufat.

Y todo eso, en medio de la miseria y la escasez. Como, a pesar de que todos los recursos se pusieron en función de la zafra de 1970, no se pudieron producir los 10 millones de toneladas de azúcar que, según el Máximo Líder,  nos sacarían del subdesarrollo, la economía quedó en estado calamitoso. En lugar de las bonanzas prometidas,  hubo más hambre y penurias.

Para  Cuba, 1971 fue un año  terrible. Parafraseando el título del documental de Netflix, fue el año en que todo cambió… para peor. Debimos estar advertidos de que aquí, en Castrolandia, siempre todo puede ser aún peor, mucho peor. Quién pudo imaginar que nos quedaban por delante el hambre y los apagones del Periodo Especial y cuando creímos ya haber tocado fondo, la actual catástrofe que significa la continuidad postcastrista.

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