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En Ibirapuera, un paseo por los senderos de mi carne y mi piel

Deambulando por Brasil, he estado entre amigos y desconocidos, confundiéndome entre la gente, a veces alejándome yo o sintiendo que me alejan; dependiendo del lugar, la hora y la ocasión, he sido bien recibida o vista con recelo. Incluso sin soltar palabra, antes de que mi acento denote que soy extranjera, sorprendo en muchos la mirada interpelante. ¿Quién soy? ¿Qué hago yo aquí? Y no estamos en Islandia ni en Japón: después de Nigeria, Brasil es el segundo país con mayor población negra.

Flávio Cerqueira, “Uma palavra que não seja esperar”. Escultura en bronce, Instituto Moreira Salles, São Paulo, Brasil.

Recuerdo una tarde paseando por el Parque Ibirapuera en São Paulo.

Me detengo ante un carrito a comprarle coco a un vendedor, negro, muy amable: su voz y ademanes tan dulces como el agua que alivia los vapores de los últimos días del verano. Un cliente blanco que ya estaba allí saluda, “boa tarde,” y pregunta si ya nos conocíamos. Respondo que no. Entonces me pregunta si soy deportista. Le digo que no. Él insiste, como si contase con el poder de definirme, de saber mejor que yo quién soy; como si todavía pudiera esgrimir un fierro candente y dejar estampadas en mi pecho las iniciales que me identificarían como algo, propiedad de alguien: deportista, un cuerpo al servicio del entretenimiento público. Cortés, el vendedor de cocos interviene, desplegando toda su dulzura repite que no, que yo no soy deportista. “La señora sólo está visitando, ¿verdad? Ninguno de los tres nos hemos visto antes: pero el hombre negro entiende que soy quien yo digo ser. El hombre blanco se resiste a aceptarlo.

Frecuentando barrios exclusivos, los vecinos fingen no verme. Perciben mi presencia como una mancha en los espacios en los que tantos recursos han invertido sus antepasados —y continúan ellos invirtiendo— para conseguir que permanezcan cerrados a mi cuerpo: cámaras de seguridad, guardias armados, altos precios de entrada y consumo; aislamiento entre las comunidades más pobres y las más ricas a través del difícil acceso peatonal o utilizando el transporte público y, lo más importante, la implementación de políticas que de una manera u otra limitan la existencia de los negros a procurarse la mera subsistencia o el más barato e inmediato recurso al olvido de las condiciones de vida miserables, sea el alcohol, drogas baratas. Mas la presunta seguridad conseguida a través de tal despliegue de recursos y políticas, coincidente con la ideal separación de los cuerpos negros y blancos, puede ser súbitamente amenazada por mi simple presencia. Los vecinos de esos condominios con vista al mar, los comensales de esos caros restaurantes, las clientas de esas boutiques elegantes tienen posiblemente que odiarme, pues les revelo la vulnerabilidad del orden en que depositan todas las garantías de su permanencia en el poder. Claro que esto sólo ocurre porque llego de otros órdenes. O, quiero ser más precisa, desde otras variaciones del mismo orden. Soy, en razón del tono muy oscuro de mi piel, igualmente preterida en una u otra sociedad del llamado Occidente, sólo varía la forma en que son ejercidos la discriminación y el prejuicio raciales.

Hubo en efecto durante los años 1970s y 1980s posibilidades de acceder a educación de muy elevada calidad, abiertas a todos los cubanos independientemente del color de la piel y el origen socioeconómico. Estudié desde los 12 hasta los 18 años en la escuela Vocacional/Pre de Ciencias Exactas “Vladimir Ilich Lenin”, que en 1971 fundaran Fidel y Brezhnev con la intención de allí formar a la vanguardia profesional de la isla comunista que sería Cuba —en un futuro no muy lejano, se creía entonces.

Mas hay que recordar siempre los matices, y traigo para ello algunos esenciales “pero”:

Cuenta mi familia con una sólida tradición profesional —mis padres son universitarios, ambos culminaron sus estudios graduados—, pero no hemos sido nunca parte de las élites con verdadero poder económico y político. La mayor parte de mi infancia transcurrió en un apartamento ubicado en el municipio Plaza de la Revolución, pero en su periferia, apenas a unas cuadras de la calle Ayestarán que servía de frontera con el municipio Cerro —y eso gracias a mi abuela, una mujer de incalculables inteligencia, sentido del ahorro y espíritu inversionista, que, consciente del peso de los prejuicios raciales antes y después de 1959, siempre luchó por procurar las mejores oportunidades para la familia. A mi abuela no le fue permitido ir a la universidad, aunque es posible que hubiera dirigido la economía cubana mejor que muchos. Mas, regresando a mi historia, todo lo que quiero decir es que yo vivía en Plaza de la Revolución, pero no en el Vedado, y fui la última del escalafón en ser admitida a La Lenin.

El año en que me correspondió solicitar admisión competía con niñas y niños de indiscutible privilegio, residentes en El Vedado. Era los hijos e hijas de altos dirigentes de las instancias gubernamentales y militares cuyos promedios sólo precisaban de una o dos décimas para redondearse al máximo. Si mi memoria no me falla, hubo quien entró a La Lenin con 100 puntos de promedio. ¿O era 99,99? —ya me dirán ustedes cómo se consiguen esas notas. Curioso fue años más tarde comparar sus promedios de entrada con los que alcanzaron al final de la secundaria o, incluso, con la capacidad que tuvieron algunos de continuar en la selectiva escuela.

Con mi 99,67 de promedio yo casi no logro entrar en La Lenin al terminar el sexto grado; pero en ella terminé, con mucho éxito, los estudios preuniversitarios —aun cuando algunos condiscípulos de la secundaria se encargaban de recordarme que, por mi color, aquel no era mi lugar. Los grupos estaban entonces organizados según la procedencia de los estudiantes. En mi grupo de la secundaria, el grupo 2 de la unidad 1, la mayoría veníamos de Plaza y Playa (léase, Vedado y Miramar, fundamentalmente). El grupo 1 siendo aún más selecto. En ese ambiente había muy pocos negros y los comentarios, gestos y hasta acciones racistas contra mí no escaseaban. Algunos se adaptaban mejor que yo a recibir estos ataques; yo no creo que consiga olvidar el escarnio sufrido durante aquellos años. Lo he intentado, sobre todo recientemente, cuando crearon un grupo en Telegram con la intención de reanudar lazos y reencontrarnos de alguna manera. No soy rencorosa: con tenacidad me dedico a expulsar de mí toda energía que no me impulse hacia la consecución de la forma de existencia que más deseo para mí. Llevo además muchos años estudiando las relaciones raciales para no haber comprendido de sobra que sus ataques constituían expresiones irracionales de prejuicios aprendidos en sus casas. Éramos niños ejerciendo una independencia hasta entonces impensable, aún teniendo nuestras mentes dominadas por la experiencia y el imaginario de nuestros padres. Pero conservo sus palabras y miradas hirientes incrustadas en la carne. Les tengo innegable cariño a aquellos condiscípulos de la secundaria porque juntos pasamos de la infancia a la juventud, me gusta cuando me alcanza el tiempo entrar en el chat de Telegram; mas no consigo olvidar. Sus burlas todavía laceran.

Tras el preuniversitario, las clases de periodismo en la universidad; luego continué estudios doctorales en Francia y la historia siguió hasta quien soy ahora: una profesora universitaria negra, nacida y criada en Cuba, educada en Cuba, en una época muy diferente a la actual. Hay que admitirlo: a mí me tocó estudiar en Cuba en los setenta y ochentas, cuando las subvenciones del campo socialista aún hacían posible mantener cierto estado de igualdad entre la mayoría de la población cubana. Tras el Periodo Especial iniciado en los noventas ya nada en la Isla ha sido igual. Hoy, las desigualdades y el racismo van mucho más lejos de lo que experimenté de niña. El peso del racismo estructural parecía entonces menos inexorable de lo que es ahora; sus efectos, menos determinantes. Mientras una afortunada situación coyuntural acompañó mis esfuerzos como estudiante, en París luego el trabajo fue arduo. Creí muchas veces no poder terminar el doctorado con éxito: había elegido una escuela exigente y un profesor tan admirable como estricto. Dudaba de mi capacidad e idoneidad, pues nada alrededor me mostraba que era buena en lo que hacía. La academia francesa es férrea y excluyente; las cartas de rechazo llovieron, dejando tras su paso una inevitable estela de incertidumbre y desaliento.

Llega un momento en que ser siempre la diferente, la excepción, la “sospechosa” o directamente y sin ambages la excluida, se convierte en una condición que no por persistente deja de doler, pero cuya constancia permite desarrollar estrategias de supervivencia que con el tiempo devienen casi naturales. Una desarrolla instintos perceptivos, construye lógicas y respuestas inmediatas. Saberme una mujer negra en espacios en los que tradicionalmente no se recibe de buen grado mi presencia —a menos que sea para limpiar, servir y entretener— propicia el desarrollo de inusitadas habilidades. Es como andar siempre con un espejo mental reflejando cada movimiento —los míos y los ajenos. Leo el nerviosismo o la ira en las miradas y en la inflexión de la voz, un ademán o un rictus tardíamente interrumpido, con mayor rapidez con la que los dueños de los cuerpos que emiten estas reacciones consiguen registrarlas. Alcanzo, incluso, a detectar las emociones que esconden, que van de la perplejidad a la rabia, de la admiración al desprecio. Con la experiencia, comprendo mejor los pensamientos dentro de esos cuerpos más claros que el mío, cuando de alguna manera mi oscura presencia los sacude. Pero comprender no es aceptar. Comprender significa solamente que mi cerebro logra construir lógicas enlazando las estructuras socio-políticas, históricas y culturales con los gestos, las miradas y el sonido de las palabras. Tejer ese razonamiento puede dejarme exhausta: es fatigante la constante alerta, el trabajo de investigar al otro, de procurar entenderlo y, finalmente, de no dejarse aniquilar por sus ataques. Ha sido esta también parte fundamental de mi aprendizaje: mantenerme dentro de mí misma y no permitir que todo el esfuerzo desplegado en sobrevivir tantas experiencias racistas a lo largo de mi vida me deje exánime, sin fuerzas para gozarme y construir mi propio mundo —no el que las sociedades en que he vivido pretenden adjudicarme, pues siempre ha habido alguien diciéndome “este no es tu lugar, regresa a…” Regreso a mí misma, me digo por lo bajo: a quien soy, a quien deseo ser.

Mi trabajo actual como profesora en una prestigiosa universidad me coloca dentro un sector privilegiado de la sociedad extremadamente desigual en la que vivo. Mas sé quien soy y de dónde vengo. Sé dónde estoy y siempre estoy consciente de la impresión que mi cuerpo negro causa en los espacios en que circulo —las enseñanzas de mi abuela y mi madre no me abandonan. Por eso, cuando aquel hombre del parque Ibirapuera insistía en etiquetarme como deportista, yo comprendía su desespero por explicar mi existencia. A como diera lugar, él necesitaba justificar el hecho de que yo pudiera estar comprando un coco en el mismo puesto en que él lo hacía, con la misma tranquilidad, aparentemente con tanto tiempo a mi disposición. Yo no podía ser una visitante, que era para el vendedor negro mi identidad en aquellos instantes. El parque es público y su entrada, gratis, mas aquella clara y apacible tarde no podía estar disponible para todos, desde su punto de vista. Yo entendí todo esto y sonreía irónica, desmintiéndolo junto al amable vendedor. Pero él no podía escucharnos: hacerlo sería reconocer no sólo que contamos los negros con absoluta autoridad sobre nuestra propia identidad —algo que aquel hombre blanco no conseguiría evidentemente aceptar. Aún más importante, significaba que él no estaría siempre a salvo de nuestro libre albedrío. Los negros de las Américas somos los sobrevivientes de un grupo humano traído hasta estas orillas para servir como instrumentos de trabajo y nuestra actual ciudadanía constituye un inesperado subproducto de aquellas primeras intenciones. Escapamos a su imaginación, como a sus antepasados sorprendía el cimarrón que antes de fugarse a la manigua incendiaba cañaverales y haciendas. Yo soy para él un enigma: el racista no sabe de dónde vengo y mucho menos podría imaginar hacia dónde voy. Para él soy incalculable, infinita. El mar que trajo a los míos, que me hace y deshace para luego volverme hacer según el dictado de lunas y mareas, está todo en mí.

Somos una amenaza: el cuerpo de aquel hombre blanco lo intuye, su mente se resiste a entenderlo. Poco importa, aquí estamos, aquí están nuestros hijos. Ahí estaba yo, una mujer negra en Ibirapuera perturbando su calma, rasgándole —con la misma suavidad de la tarde y la voz del vendedor de cocos— el sueño de un mundo en que alguien como yo no podría compartir lo que él cree que es su espacio. Habría, sin embargo, una última pregunta a ser lanzada como corolario de esta breve escena: ¿quiénes construyeron, quiénes ahora mantienen y, sacando beneficio del trabajo de quiénes fue posible construir su espacio? Pero si aquel hombre blanco no podía ni quería reconocer que yo no era deportista, ¿cómo llegaría entonces a hacerse esas preguntas?

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