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Nostalgia por el cine

Amén de parecer este mucho más ligth que los otros artículos que he compartido con los lectores del sábado —dijérase una nota en frecuencia más baja—, resulta que el asunto del que hablaremos hoy lleva inquietándome mucho más tiempo del que quisiera. Años, diría yo, si voy a ser incisiva.

Cerca del 2010, uno de mis amigos regresó a Cuba desde Ecuador, adonde había ido en viaje de compras para surtir su tienda de souvenires. Después de los saludos de rigor, de preguntarle por la pacotilla y que me explicara lo bien que le fue todo, enseguida pasó al tema que lo traía en vilo: pudo ir a un cine 3D, nada más y nada menos que para disfrutar de Avatar, el suceso cinematográfico mundial en boga por aquellos tiempos.

Puse los ojos en blanco, batí palmas y le hice contarme frame a frame, cómo había sido la cosa. Desde las rositas de maíz (me repitió tres veces popcorn, aunque en Ecuador se les dice canguil), pasando por la clásica Coca Cola, hasta llegar a su asiento reclinable. Creo que no moví ni un cabello para evitar perderme los detalles todos de semejante experiencia.

Que si le parecía que él era un personaje más, que si casi podía tocar las plantas y los animales de Pandora, que su asiento se movía a la par de los acontecimientos y una fina llovizna, un breve rocío, se sentía en el ambiente, y que se le pusieron los pelos de punta durante la batalla final, porque era lo más cercano a una guerra de las de verdad…

De más está que les diga que ni Santa Teresita de Jesús ha vivido éxtasis semejante. Lo que yo hubiera dado por tener un momento así y contado de primera mano… o de primer ojo, si seguimos en esta onda de ser incisivos.

Cuando nos despedimos, corrí a repetir el cuento de la buena pipa a otros amigos. A otros que, como yo, amamos el séptimo arte, el buen cine de autor y disfrutamos de una peli como si de un manjar del Olimpo se tratara.

Es que fuimos amamantados, criados, viendo películas en la pantalla grande. Ese tremendo amor, el respeto por la cinematografía que profeso, viene de mi humilde pueblo, Unión de Reyes, de mi humilde cine que tantas y tantas buenas horas nos regaló por los más módicos precios. Y seguro que ocurrió de igual manera en el resto del país.

No creo que existan escritores de mi edad o mayores, con más certeza, que no se hayan referido en sus obras, aunque fuera en una ocasión, al cine de la infancia, a los besos de amor en penumbras, a las películas inolvidables que veíamos, una y otra vez, con el Noticiero Icaic como intermedio.

Recuerdo que un sábado, todos en mi casa fuimos a ver La bella del Alhambra a la tanda de las 8.00 pm. El largometraje era prohibido para menores de dieciséis, pero mi papá trabajaba por aquel tiempo en la Dirección Municipal de Cultura y bueno, de vez en cuando uno tiene que mover determinados hilos influyentes…

Que nos fuimos lindamente trajeados para el cine. Y con esto de hacerse de la vista gorda la acomodadora, me senté al lado de mi abuela Alfonsina Dulce María para admirar las bondades de lo mejor del cine cubano de finales de los ochenta. Jamás olvidaré la calma suspicaz con que mi abuela me susurró al oído, minutos después de que Beatriz Valdés se expusiera al mundo como vino a él, para aseverar que ella sí era la señorita de Maupin: tú no te preocupes, mija, que esas tetas son plásticas. 

Qué clase de tranquilidad para mi espíritu de mujercita de trece años. Abuelas así ya no se construyen por estos días. Claro está que semejante film se merecía un premio Opina y hasta un Goya.

¿Y el fin de semana que Yanelis Sotolongo y una servidora le dedicaron a Christian Slater, vestidito tan chulo con aquella sotana que se quitaba para tener relaciones carnales con la joven indigente de la villa? Todavía El nombre de la rosa está en un lugar destacadísimo en la lista de mis películas favoritas. Ah, ya no tiene que ver con Slater desnudo, pero eso también le añade sazón a mi preferencia.

¿Y aquellas vacaciones en La Habana con papi? Visité todos los cines: La Rampa, el Yara, Infanta, el cine teatro América. Salíamos de uno para entrar en otro y en mi mente se confunden las pelis que disfruté en la capital de todos los cubanos: El último unicornio, Bolek y Lolek y la vuelta al mundo en ochenta días, Elpidio Valdés contra dólar y cañón,  El hombre anfibio, ¡Clandestinos!

Claro que esos metrajes bien pude verlos en nuestro cine de pueblo, porque hasta allí llegaba de todo. Y cuando digo todo, viajo en el tiempo y estoy sentada de nuevo junto a mi mamá, llorando a moco tendido o riéndome, posesa, con Todo sobre mi madre. El día que la proyectaron en el pueblo, solo la vimos ella y yo. He optado, para este momento en mi memoria, dejar en el beneficio de la duda a todos los demás unionenses, justificándolos con un: seguro que hubo poca promoción para este filme de Almodóvar.

Cine

Lamentablemente no recuerdo cuál fue la última película que vi en el cine Unión, que así se llamaba. Y digo llamaba porque, aunque hoy la instalación, en franco deterioro, mal sirve como teatro o lugar de reuniones, ya no es nuestro CINE. No tiene nada que ver con la función para la que fue concebido.

Remedando a Cooper, la decadencia y caída de casi todas las edificaciones para ver cine en Cuba no sé cuándo comenzó, pero fueron suplantadas por los DVD y las salitas de video. Por las situaciones que todos conocemos, el cine fue quedando atrás, las películas en 35mm dejaron de proyectarse (por lo menos en los poblados) y dejamos de trajearnos lindamente para asistir en familia a un estreno o una reposición. Una iniciativa de esparcimiento menos.

Nunca más vi la cartelera de proyecciones para la semana en la puerta de cristal del cine Unión. Hoy únicamente se exhiben allí pancartas, frases revolucionarias y alguna que otra reseña sobre efemérides del municipio. No he vuelto a entrar. No creo que pueda.

Y ahí es donde caigo en el dolor, en la eterna duda o deuda para con mis hijos, y los hijos de mis hijos. ¿Tampoco el cine? ¿Tengo que salir de Cuba para volver a disfrutar del séptimo arte en la gran pantalla? Porque, desde donde vivo hasta La Habana casi clasifica como viaje al extranjero el hecho de ir a ver cine. Tendría que convoyarlo con un turno médico, ir a ¿comprar a las tiendas?, al Zoológico de 26, a La catedral del helado y terminaría, con buena suerte, en el Multicine Infanta, para que fuera rentable la peregrinación fílmico-cultural.

Jamás, que recuerde, he llevado a mi hijo mayor —el de dieciocho, el del Servicio Militar—, a ver la tanda de los domingos como lo hizo papi conmigo. Lo llevé a ver un espectáculo circense en el mismo cine Unión, pero los payasos se pusieron en plan burlón con muchos de los niños y con algunos padres, y discretamente cogí a mi chiquito por la mano y regresamos a la casa. Así no.

El más pequeño de mis hijos jamás ha puesto un pie en el cine. Eso no quiere decir que, como su hermano, no ame desde ya las películas de Miyasaki. Pero ¿y esa experiencia tan simple, llanera, de ir al cine? ¿Puede alguien decirme cómo fue que llegamos a esto? De verdad que todo es evaluación por resultado: tampoco tenemos cine. Y bien sabido es que no solo de pan vive el hombre…

Muy interesante la última pregunta en la prueba de Español para el ingreso a la Educación Superior, correspondiente a este curso. Pedía a los jóvenes su opinión acerca de las mejores opciones para ver cine ¿?

Por ello, el homenaje levísimo a todos los cines que tienen su pedacito inmortal en nuestra memoria, que hago desde este texto, a publicarse en mi próximo libro A mí también me olvidarán:

Si mis hijos me hubieran visto,

pelo lacio y siempre corto, sin aretes,

con la saya plisada,

pantalones de poliéster,

vistiendo las blusas

que abuela Alfonsina Dulce María me tejió,

los shores siempre iguales de la tía Niña.

Si mis hijos me hubieran visto toda arregladita,

perfumada con agua de Colonia

para ir con mi papá a la tanda infantil

de los domingos en el cine,

o a tomar helado en barquillos de harina,

o jugando a las muñecas de trapo

con otras niñas del pueblo,

desabridas como yo.

Si mis hijos me hubieran visto

llevándole flores a mis muertos,

acompañando a tías solteronas,

pasando de cumpleaños

por mi perpetuo miedo a los globos,

un canal con muñequitos rusos

y leche maternizada en latica

y compotas de manzana.

Si mis hijos me hubieran visto

cuando saltaba la suiza,

o cocinando en mis calderos de plástico

la verdolaga del patio,

o entintando el agua de los pollos

de mi abuelo Merejo

con azul de metileno y violeta genciana.

Si mis hijos me hubieran visto

limpiándole los mocos a mi primo Roly

con las hojas de la malanga picona…

Si mis hijos me hubieran visto,

niña de sonrisa breve

en todos los álbumes de la familia,

jamás volverían a posponerme un abrazo.

Posdata: Yusbel Coto debió besarme cuando pudo durante la escena principal de La Bamba… Él no sabe lo que se perdió.

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