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El azúcar que amamantó a una nación

Solo está la torre y el viejo la observa. La torre se pierde en el cielo y el viejo la observa. Espera ver el humo, oscuro o azul. Espera, pero no sucede y duerme. Siempre es así, desde aquel fatídico día: el central en silencio, sin campana ni pito que llamen al trabajo, que haga que unos salgan de su casa y otros vuelvan después de cada turno. Un central sin el ruido de las máquinas, sin olor a azúcar o la insoportable peste a cachaza.

Fragmento de la obra teatral inédita Adiós, el dramaturgo matancero Ulises Rodríguez Febles

***

El azúcar es nuestra historia, sin ella es imposible interpretar la esencia y la verdad de Cuba.

Eusebio Leal Spengler

***

Para este (deseado, añorado, buscado, apetecido) espacio que me autorregalo los sábados, retorno a uno de los temas más encarnecidos en mi vida: la caña de azúcar. Y no dudo que insista sobre él en otra oportunidad; yo, hija reyoya de Unión de Reyes, nacida a la sombra de los centrales Puerto Rico Libre y Juan Ávila.

Así de simple. No puedo evitar hablar de algo que de continuo me pone los pelos de punta y la sangre a punto de ebullición. Un asunto que anda carcomiéndome el alma desde que comencé a investigar para un proyecto sobre la clausura de los centrales en Matanzas —en el país—, allá por el año 2011. La realidad de cada central que no volverá a moler aún me golpea el rostro. La desidia en los bateyes, la gente de a pie esperando por los proyectos sociales y económicos que suplantarían al trabajo en su CAI. Las tierras esperando…

Un timbrazo el miércoles en la noche cambió el tema para este sábado. Detrás de la línea telefónica Reynaldo Castro Yebra, el primer Héroe del Trabajo de la República de Cuba. Con esa cordialidad guajira que lo acompañará incluso más allá de esta vida, me llamaba para ponerme al corriente de algunos datos de interés. Estamos a tantos días de corte, estamos a tanto porciento de cumplimiento de las tantas toneladas pactadas, se están cosechando tantas caballerías, qué daño hace el corte mecanizado.

Yo le escuchaba, cansada por el día de trabajo, por el panel solar sin botón off que tiene mi hijo Fabio, agotada de escuchar la misma historia azucarera una y otra vez. Un déjà vu ignominioso.

Mas Reynaldo Castro, hombre de perpetuos emprendimientos, merece mi respeto, mi absoluta atención. Su pluralismo a la hora de hablar me conmueve: estamos. Y todos los que han hecho posible vivir un momento de esplendor en este país gracias al corte de caña, merecen nuestro respeto. Pero ahora mismo, ni esplendor, ni corte de caña, qué vamos hablar de respeto.

Azucar

Reynaldo Castro Yedra, Héroe Nacional del Trabajo de la República de Cuba. (Foto: César A. Rodríguez)

No dejo de pensar en la libra de azúcar que no llega a la bodega, en todos los gastos para acometer una molienda sin resultados de importancia, que se resumen, de alguna manera más simplista, más ciudadana, en esa libra de azúcar que no nos llegará a la bodega.

Sirva este texto, más que de crítica o confrontación, para homenajear las manos que ya no sostienen el machete, a los cubanos que ya no se levantan para ir a su turno de trabajo en el ingenio, a todos aquellos que han dejado atrás la molienda de caña para sobrevivir a otras moliendas vitales.

Me gustaría manejar con más acierto las estadísticas que, en blanco y negro, muestran de verdad cómo va la cosa. Pero de manera confiable, no están a mi alcance. De hecho, hay mucha incongruencia e inexactitudes en las informaciones que ofrece Internet sobre las últimas contiendas azucareras en el país. Me consta, he indagado.

No es momento, ni soy la persona más indicada para disertar sobre lo que pasó o sobre lo que está aconteciendo en la industria azucarera cubana. A otros corresponde discutir sobre causas, procesos tonsurados, malas gestiones empresariales, falta de recursos humanos, poca capacitación a ellos, el precio del azúcar en el mundo, etc., etc. y etc. Yo solo percibo que nos deben un millón de respuestas como país.

A mí me corresponde hablar de mi barrio, de mi pueblo Unión de Reyes, de otros pueblos como mi pueblo. De la gente que de las maneras más disímiles añora ese pito, la emulación, la tienda por puntos, que buena, mala o regular en su diseño, resultaba una oportunidad que ahora mismo tampoco es viable. En fin, a mí me toca hablar por los miles de trabajadores azucareros que un día se quitaron la ropa del corte, fueron a las aulas y…

En algunos bateyes se construyeron museos, en otros aún se sigue moliendo azúcar, en otros se suplantó la caña por otros sembrados. Triste el caso de Puerto Rico Libre, por citar un ejemplo conocido. Todos los habitantes del poblado vieron, impotentes, rodeados por un silencio sepulcral, a los trabajadores y camiones de la empresa Materias Primas, que desmontaron y cargaron, pieza a pieza, su amada fábrica. A este infausto momento se le conoce como «el desguace». ¿Alguien sabe otras palabras así de horrendas en el castellano? El viejo ingeniero que me contó la anécdota no paraba de llorar. Los tambores de Conchita nunca más han resonado con la alegría de antaño.

Historias semejantes se clonaron en muchos municipios del país. Y hace daño pensarlo. Sobre todo cuando de los resultados se trata. Si bien no me es dable hablar de ello, siento el más comprometido derecho a transmitir mi preocupación: ¿qué va a pasar con el sector? Creo que se necesitan respuestas más esclarecedoras y menos triunfalismo a la hora de referirse a la caña en los medios informativos. Nos lo merecemos y se le debe a quienes dedicaron su vida a la más dulce de las contiendas.

Azucar

(Foto: Ernesto Mastrascusa/EFE)

El porrón con agua, el sol inclemente o el frío en la mañana, los almuerzos en el mismo campo, el pelotón y los amigos, los trabajos voluntarios… Sí, agobiantes estas tareas, pero muchos y muchas las acometieron con la certeza de la utilidad, del bien común. Tantos años lo corroboran.

Tantos años inmersos en el cultivo de la caña que amamantó a esta nación.

Ah, esa caña, casi olvidada hoy por entre las chimeneas que ya no exhalan el aroma dulzón de sus calderas. Esa caña que ya no viaja por el ferrocarril y las líneas hasta el ingenio que todo lo pudo, que todo lo tragó, que pidió más y más en el tiempo para no detener la molienda y las ganas de hacer por esta tierra, también alimentada con el guarapo de su gente.

Esa caña de azúcar que se saborea en el cubanísimo café, en la leche de la mañana, en los dulces de la abuela. Esa caña que reverdece entre las manos de quienes aún sueñan con el pitazo tempranero convocando al surco. Esa caña, que aún desde el azúcar de la desmemoria, de alguna manera siempre está.

La callada molienda

¿Y a quién le hablaremos de molienda,

con las manos lejos del corte,

de la caña ondulante que tampoco está?

¿A quién le contaremos del pitazo

a las tres de la mañana?

(El zumbido que permanece cuerpo adentro,

abocado en los tímpanos,

que reverbera entre el ceño de vez en vez,

unipersonal y mecánico

hasta el fin del tiempo muerto).

¿A quién le enseñaremos cómo se vive del surco

y del agua compartida en la tinaja de barro?

Porque ya nadie conduce las carretas rechinantes,

los alcoholes de la miel,

esos que solo transitan ahora

por las gargantas sedientas.

¿Qué hacer con tanto sombrero de guano,

con tanta camisa de caqui

y pantalón de mezclilla?

¿Con el machete en el portal y una báscula al vacío?

Pregúntenle a este enmudecido terraplén

a qué sabe el azúcar de la desmemoria.

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